La boda entre Caixabank y Bankia supone el inicio de una drástica reordenación del sistema bancario español. Todos los observadores vaticinan que en breve emergerán nuevos movimientos del mismo estilo.

El número de participantes en esta verbena es muy escaso, debido a la batería de absorciones que se han desatado en las últimas décadas. Se da por descontado que los siguientes movimientos van a implicar a BBVASantander y, sobre todo, Sabadell. Este último tiene muchos números para acabar engullido por un tercero, debido a su escaso tamaño en relación con sus colegas del ramo.

Las especulaciones sobre quiénes ahora van a dar el paso culebrean por todo el país. Hay tela cortada para rato. Lo que parece indudable es que nos dirigimos a alta velocidad hacia un andamiaje financiero compuesto por un cupo más corto de entidades, que lucirán un tamaño muy superior al de las actuales. Las secuelas incoercibles que tal proceso revestirá para los usuarios son claras. Habrá menos competencia, y por consiguiente, los impositores recibirán un servicio peor y más caro.

El engarce de Caixabank con el semipúblico Bankia es histórico. Su integración alumbra un titán del peculio, que cuenta con 22 millones de clientes y con un tercio de las hipotecas y de los planes de pensiones vigentes en España. El principal paquete accionarial quedará en manos de la Fundación Bancaria La Caixa.

El Estado mantiene un lote grueso, pero con fecha de caducidad. Más tarde o más temprano, está llamado a acabar en manos del sector privado. Bankia recibió 24.000 millones en ayudas de la administración. Con mucha suerte se podrá recuperar una tercera parte. Las dos restantes pasarán a apuntarse en la lista de quebrantos nacionales.

El ensamblaje de los dos gigantes encierra una consecuencia no menor desde el punto de vista de los catalanes. Caixabank y su fundación huyeron en 2017 de esta comunidad cuando el Govern amenazó con el disparate de la secesión unilateral.
La sede social de la entidad sin ánimo de lucro se fijó en Palma de Mallorca y la de Caixabank, en Valencia. Tres años después, ahí siguen, tan campantes.
Los cambios de domicilio cuesta Dios y ayuda acometerlos. Pero cuando se llevan a cabo, y mucho más en circunstancias de tanta gravedad, no suelen tener vuelta atrás.

Tras la amalgama con Bankia, el regreso a Cataluña se antoja poco menos que imposible. Porque el grupo de La Caixa pierde todavía más su arraigo al Principado y deviene una institución más española. Si había alguna posibilidad del retorno a casa, por pequeña que fuese, la fusión con Bankia la yugula para siempre.

Capítulo aparte merece el triste papel desempeñado por el Gobierno autonómico, cada día más sumergido en su ridículo aldeanismo.
Ni los mandarines de Caixabank ni los de Bankia se tomaron la molestia de comunicarle la fusión a Quim Torra o a su consejero de Economía Pere Aragonès. Simplemente pasaron olímpicamente de dos personajes que no pintan nada en esta fiesta ni van a desempeñar papel alguno en las que vendrán después. La irrelevancia del Govern es cada día que transcurre más pasmosa y patética.

Los políticos catalanes pretendieron crear nada menos que una república, y han acabado pergeñando una región cada vez más ensimismada, más provinciana y más encerrada en su territorio.

Caixabank y Bankia han dado el pistoletazo de salida a un proceso de uniones que implicará una drástica reducción del número de bancos. Cuando se ultime la reordenación, al sistema financiero celtibérico no lo conocerá, como diría el exvicepresidente Alfonso Guerra, ni la madre que lo parió.