De vez en cuando alguien habla en castellano en TV3, entonces se encienden las alarmas de los defensores del puritanismo fundacional de la televisión pública catalana. No se hizo para esto, afirman, sino para asegurar una oferta pública de televisión en catalán, un instrumento operativo de la normalización lingüística; el castellano, añaden, ya tiene su propia (y potente) oferta. Eso es literalmente cierto, así fue decidido en 1983. El problema no es si en una serie algunos personajes no hablan en catalán o si una consejera se cree que la cadena es suya y quiere reñir a su director, la cuestión es qué modelo de televisión pública quiere el Parlament para el siglo XXI.

La televisión pública debe moldear la sociedad a la que se dirige o debe responder a la realidad que la sustenta. Esta es la pregunta que responder, en general. En el caso particular de Cataluña, no puede perderse de vista su papel respecto a la lengua catalana, para eso se creó y se justificó oficialmente, aunque con el paso de los años este objetivo lingüístico se ha ido confundiendo con la promoción del nacionalismo primero y el independentismo después; cómo sí la catalanización de la oferta televisiva no pudiera hacerse sin el correspondiente abuso partidista. En consecuencia, ahora, 37 años después, para un amplio sector de la audiencia catalana es muy difícil desligar en la programación de TV3 (y Catalunya Ràdio) su función lingüística de su devoción política.

Jordi Pujol inauguró TV3 cinco meses después de la aprobación de la inmersión lingüística en la escuela. Todo era incipiente, incluso la administración autonómica, y el miedo a la muerte del catalán era una amenaza bien presente, tal como había advertido cuatro años antes el manifiesto de la revista Els Marges. Ha llovido mucho. La sociedad catalana se ha instalado en el bilingüismo oficial y social por la interacción de diferentes actores, desde la eficacia de la escuela en catalán a la potencia de la oferta comunicativa en castellano. Y a menos que uno sea de la facción una nación, una lengua, un club de fútbol y una televisión, deberá convenirse que el país está perfectamente vivo. Y camino del multilingüismo.

Uno es catalán de la manera que decide y en la pluralidad no debería haber hijos predilectos. Y si no hay hijos predilectos, ¿por qué el Parlament de Catalunya debe seguir encomendando a la televisión pública la modulación de una determinada audiencia y un determinado modelo de país? Hay catalanes que prefieren ver la televisión en catalán y otros catalanes que eligen verla en castellano. Tal vez todos quisieran ver la suya, pero la suya no les ofrece la oferta completa, porque durante estas casi cuatro décadas se ha impuesto la discriminación positiva, el argumento compensatorio: el castellano tiene múltiples opciones privadas y públicas, mientras que el catalán solo tiene una.

Los ciudadanos vascos están en las mismas, pero allí Euskal Telebista también les ofrece un canal en castellano. Los gobernantes vascos no son unos despilfarradores, más bien entienden que la oferta pública debe responder a todas las expectativas, incluso a las de los que no quieren aprender euskera, al margen de lo que hagan los operadores privados o RTVE.

La  CCMA pasa por unas circunstancias financieras muy delicadas y seguramente la opción de crear un nuevo canal para emitir programación en castellano es la última de sus preocupaciones; siendo la primera la búsqueda de unos cuantos millones de euros para poder pagar la nueva temporada de Polònia, cuya desaparición, por otra parte, sería una desgracia. Incluso es probable que muchos de sus miembros lo consideren una herejía nacional, porque en el fondo del fondo no creen que la Generalitat tenga para con los catalanes castellanohablantes las mismas obligaciones televisivas de las que disfrutan los catalanohablantes. Que se ocupe de ellos el Estado, pensarán. Y el Estado haría bien en pensar, también, en sus obligaciones para con el catalán. Pero este es otro artículo.