Conforme se acerca el juicio al procés, se observan movimientos de distensión entre el Gobierno de Pedro Sánchez y el Govern de la Generalitat. Ello no obsta, sin embargo, para que la facción más radical del independentismo --el puigdemontismo, la ANC, los CDR y la CUP-- prosiga la agitación callejera y suba el tono de las acusaciones por la supuesta baja calidad de la democracia española.

El último episodio que ha sido aprovechado para rasgarse las vestiduras ha sido la detención esta semana de 16 independentistas, entre ellos los alcaldes de Celrà y Verges. Inmediatamente se empezó a difundir que lo habían sido sin orden judicial. Luego se supo que la investigación estaba dirigida por un fiscal y un juez de Girona, que no habían ordenado las detenciones, pero que la policía podía llevar a cabo sin que se violara ley alguna ni cayeran los muros de la democracia. Por lo visto, la democracia que predican los CDR debe permitir cortar las vías del AVE --lo que ocurrió en el aniversario del 1-O en Girona-- sin que el boicot tenga consecuencias, pero esa misma democracia no tiene derecho a pedir después responsabilidades por lo sucedido.

En este sentido, cabe recordar las comparaciones extemporáneas que algunos independentistas hicieron cuando estalló en Francia la revuelta de los chalecos amarillos. ¡Qué diferencia con España, en Francia los actos de los chalecos amarillos forman parte de la libertad de expresión!, decían. En ese momento, las detenciones en Francia superaban ya las de todo el procés, pero el ridículo de la comparación fue creciendo. Solo un dato lo demuestra: en menos de dos meses, del 17 de noviembre del 2018 al 5 de enero pasado, 5.339 manifestantes durmieron al menos una noche en las comisarías francesas y 152 han ido a la cárcel tras comparecer en juicios rápidos. Las manifestaciones de los chalecos amarillos derivaron en actos violentos, pero en Cataluña también se produjeron ataques a los Mossos, lanzamiento de vallas contra la policía en la Delegación del Gobierno en Barcelona, quema de contenedores y el intento de asalto violento al Parlament, entre otros.

Pese a estos incidentes, la distensión se impone entre los dos gobiernos, con la creación de las dos mesas de diálogo anunciada el pasado jueves, una a la que se sientan las comisiones bilaterales y otra en la deberían reunirse los representantes de los partidos políticos, que ahora casi ni se dirigen la palabra en el Parlament. Son los partidos, más quizá que los gobiernos, los que deben buscar soluciones al actual bloqueo político, aunque nada será factible hasta la celebración del juicio en el Tribunal Supremo.

En este sentido, sería muy positivo que el tribunal accediera a la razonable petición firmada por los expresidentes de la Generalitat y del Parlament para que los procesados pudieran asistir al juicio sin tener que ser trasladados cada día desde prisiones situadas a un centenar de kilómetros de la sala de vistas. Una vez se inicie el juicio, las dos causas tasadas que determinaron la prisión preventiva no parece que sigan vigentes: ni puede haber reiteración delictiva ni riesgo de fuga cuando ha empezado ya la vista.

A la aplicación del riesgo de fuga ha contribuido poderosamente, por cierto, uno de los firmantes del escrito, el expresidente Carles Puigdemont, junto al resto de dirigentes que huyeron a Bélgica o a Suiza, como ya reconoce hasta el abogado defensor de uno de los procesados. Por eso, la presencia de Puigdemont chirría en la carta de los expresidentes, así como el añadido a última hora, sin firma, de Pasqual Maragall, que ha merecido el reproche del presidente del Colegio de Médicos, Jaume Padrós, quien, aun estando a favor de la carta, no puede aceptar que se “utilice” el nombre de una persona afectada “por una enfermedad que le incapacita para tomar decisiones”.

Lo mismo ocurrió ya en la anterior carta firmada por los expresidentes, en la que solicitaron y consiguieron el final de la huelga de hambre de los presos y que fue promovida también por el Síndic de Greuges, Rafael Ribó, quien, por lo demás, se ha distinguido durante todo el procés por ser el Defensor del Govern más que el Defensor del Pueblo o, al menos, de todo el pueblo catalán porque siempre ha defendido solo a una parte.