Coger un avión en estos días de agosto puede resultar hasta deprimente. Además de las medidas de seguridad anti-Covid, los aeropuertos son unas instalaciones fantasma. La mitad de sus terminales están cerradas y los vuelos escasean. Las tiendas, en su gran mayoría, han echado el cierre, al igual que los bares y restaurantes. Los más valientes que permanecen abiertos cierran mucho antes de lo normal.

La llegada a El Prat denota ya cambios. Dos parkings están cerrados. Para acceder a las instalaciones debes acreditar tu tarjeta de embarque mientras amigos y familiares se quedan a las puertas. Al entrar en la terminal, otrora atiborrada de gente con maletas, bares hasta los topes y miles de familiares y amigos esperando, el panorama es prácticamente un desierto. Solo algunas empresas de alquiler de coches están abiertas. El resto de instalaciones tienen en sus persianas y las cintas de seguridad una decoración nunca vista.

Los pasajeros avanzan por los pasillos seguros para llegar a las decenas de ventanillas de las compañías que facturan equipajes para los vuelos. Las colas han desaparecido y más de la mitad de estos puntos de atención, antes concurridos a todas horas, están cerrados. En la planta ni siquiera el bar permanece abierto. Las colas de entrada han dejado de ser lo que eran. De hecho, tres o cuatro entradas de pasajeros dan el suficiente alcance para el volumen de personas que utilizan el avión. La mayoría, sin duda, por vacaciones. Los que van a trabajar en el puente aéreo son un rara avis. Un puente aéreo que está cerrado y que apenas tiene cinco vuelos entre Barcelona y Madrid.

Llegar a Madrid es todavía más descorazonador. Los largos pasillos de la T4 son una entelequia de lo que fueron. Apenas un bar abierto y decenas de tiendas cerradas. Parece un pueblo abandonado. Quizás para no ver la cruda realidad, una de las pocas tiendas abiertas vende gafas de sol. Las cintas de salidas de maletas no mejoran el ambiente, y la salida al exterior solo tiene en común con un mes de agosto pasado el tremendo calor que se respira en el aeropuerto madrileño. Los taxistas esperan con resignación. Son demasiados para tan pocos usuarios. Aún así, cargados de paciencia aguantan interminables horas de espera. Mejor estar parados que dar vueltas en un Madrid abandonado por los propios y por los turistas que ni están, ni se les espera.

Viajar en avión es un termómetro de la realidad. Las cosas están mal y no parece que vayan a mejorar a tenor de los datos que se están contabilizando a diario. Muchas de estas empresas aeroportuarias tienen a sus trabajadores en ERTE, y algunos de ellos ni siquiera los han cobrado. Lo peor es que la página web del Ministerio de Trabajo es simplemente un engaño. No puedes hacer nada, no puedes reclamar... lo que deja a estos trabajadores en la miseria y en un limbo imposible de superar. Quieren prorrogar los ERTE, pero si estos trabajadores siguen sin cobrar es una simple estupidez. Mientras esperamos que vuelva a la normalidad, los aeropuertos seguirán vestidos con ese halo fantasmagórico. Parecen instalaciones abandonadas y pocos se atreven a invadir un espacio que ahora es una dimensión desconocida, aunque Joan Canadell ahora presione por su ampliación. Es que el que no vive en la realidad, hace de su capa un sayo.