Parece que la justicia europea le ha dado la razón al juez Llarena, se la ha quitado al abogado Boye, y por consiguiente el señor Puigdemont puede ser devuelto --en fin, ya se verá, estas cosas van lentas-- a España, para que purgue los delitos cometidos.

Nada podría desagradarme más. Este va a ser el verano de mi descontento. Julio es el mes más cruel.

Puigdemont, en Waterloo, morne plaine!, es un formidable agente de disensión que divide a las diferentes banderías del separatismo, que contribuye decisivamente a la imposibilidad de que se cierren las heridas que separan a las facciones.

Irreductible en Waterloo, Puigdemont imposibilita que en Barcelona se haga una política de verdad catalanista, que es lo mismo que nacionalista. Es el tapón de una botella que hace que todo lo que está encerrado en esa botella tienda a la putrefacción. El pobre presidente actual de la Generalitat se encuentra encarcarat, envarado, tenso, incómodo dentro de las costuras de su traje, no se atreve a un gesto de más, no vaya a ser que Puigdemont y sus mártires le acusen de traidor.

Esto es estupendo. Ya que, como decía Nietzsche, a lo que está muriendo hay que ayudarlo a morir.

¡Y no resucitarlo con respiración asistida, trayendo a Puigdemont a España, a que se haga un hombre en la cárcel, cuando sin moverse de Waterloo se ha cargado hasta la Cámara de Comercio, hasta el Parlament, y el Partido Socialista se va al hoyo en toda España gracias a la dependencia del presidente del Gobierno, el señor Sánchez, con estos avatares de Puigdemont que invocan su fantasma en el patio de los naranjos y que son tan tóxicos y tan detestados desde el cabo de Gata al de Finisterre!

La misma división entre exiliados --si les gusta esta palabra, adelante, que se la apliquen-- y convictos indultados o indultables contribuye poderosamente a la desmoralización de la clase de tropa y a la fragmentación de ese espacio político tan dañino.

De un tiempo a esta parte, los observadores que hozan en los albañales del separatismo han observado en las nuevas generaciones la germinación de un odio, de una gran rabia impotente; odio estéril, que se autoconsume, como las energías de Stavrogin y compañía, los “demonios” de Dostoievski, que acaban matándose entre sí por incapacidad de matar al zar, o sea un odio que ya no se dirige sólo a los “españoles” sino también a los políticos exiliados y a los indultados, a los que se culpa de no sé qué traiciones, parece ser que de no haber sufrido más, de haber aceptado los indultos y/o el exilio, orquestado, parece ser, por el CNI.

Todo esto es formidable, sensacional. Todo esto apunta al colapso, como pasó en su día con el sistema soviético. Mientras el señor Puigdemont siga en Waterloo y predique en los vacíos salones del Parlamento Europeo, hacer en Cataluña política catalana seguirá siendo imposible, seguirá el proceso actual de lenta putrefacción de ideas, experiencias, valores y banderas.

De esa putrefacción, a lo mejor, con el tiempo, con la aparición de nuevas generaciones, nacerán cosas nuevas. En este sentido, que el señor Puigdemont siga en Waterloo, detrayendo esfuerzos y capitales de los suyos, que invocan su nombre, que toman aviones para ir a visitarlo, y luego vuelven, y reprochan a otros que no vayan, es muy positivo.

Y en cambio, su regreso, quizá en calidad de víctima, incluso esposado, para entrar directamente en Estremera, sería una pésima noticia. Estamos muy bien con él en Wateroo, Waterloo “morne plaine!” como decía Víctor Hugo...

Confiemos en que el señor Boye recurrirá la sentencia del tribunal europeo y en que la causa, atorada entre miles de legajos polvorientos en algún tribunal superior, se prolongue unos cuantos años más.