En una de sus mejores novelas, Flores en la nieve, Gregor von Rezzori (1914-1998) hace un homenaje, capítulo por capítulo, a todos los miembros de su familia, con la que creció en Chernowitz, ciudad oriental que perteneció al Imperio austrohúngaro, luego a Rumanía, luego a Croacia.

A la criada y niñera, una aldeana bondadosa y primitiva, dedica un retrato magnífico. De su hermana y de su madre da sendos retratos que las presentan como mujeres delicadas, de fino espíritu, avasalladas por la historia. El padre, funcionario del imperio en la remota provincia, también es tratado con cariño, pero con más distancia y extrañeza, entre otros motivos porque era un apasionado e impenitente cazador que pasaba largos días en tremendas excursiones por los bosques cercanos, ordalías depredadoras de las que regresaba manchado de barro y sangre, oliendo a choto y cargado con los despojos de los hermosos bichos a los que había quitado la vida y que ahora yacían como trofeos ante la puerta de la casa familiar. Lo cual a la delicada esposa la mareaba y asqueaba.

En principio, mientras uno no se haga vegetariano, no tiene derecho a escandalizarse por la afición de los demás a la caza y a la pesca, ni a considerar de mal gusto la afición de tantos a triscar por la naturaleza pegándole tiros a todo lo que se mueva, pues en realidad lo que le molesta, lo que le turba o le duele, no es el daño infligido a los animales, sino que este se vea, que se note.

Si no fuese por la caza no estaríamos aquí. La especie humana empezó a comer carne como carroñera: no cazaba porque no podía y no sabía, y entonces nos comíamos los despojos que dejaban tras saciarse las verdaderas fieras. Pero una vez aprendimos a hacer herramientas y armas de sílex nos convertimos en cazadores omnívoros, en el único animal para el que todos los demás forman parte de su cadena trófica. Cazábamos por imperativo de supervivencia y de crecimiento y, gracias a nuestra excelencia en depredar, nos adueñamos del mundo.

Ahora que la caza es innecesaria para nuestra supervivencia, se sigue practicando por un atavismo de agresividad que toma la forma de deporte o de entretenimiento y que puede legítimamente justificarse por la necesidad ecológica de impedir la excesiva proliferación en determinada área de determinados animales cuyos depredadores ya hace tiempo que se extinguieron. Por vulgar y hasta siniestro que nos parezca ese deporte o esa afición de ir con una escopeta a matar a seres que vuelan o corren, no sería coherente, como ya he dicho, reprochárselo a las cazadores si seguimos siendo carnívoros.

Ahora bien, cazar para convertir los despojos de las presas en trofeos que se exponen en el salón ya es una elaboración moderna y malsana de la cacería. Esos trofeos son de mal gusto y denotan falta de sensibilidad y por supuesto de amor a la vida y a la naturaleza.

Conozco en Transilvania a una señora que acompaña a potentados españoles a la caza del oso, que está allí regulada y permitida si se abona determinado precio por pieza abatida. La cosa va así: el ricacho de turno se mete en una especie de garita de ladrillo, asomando la escopeta por una tronera. Los ayudantes ponen un cebo en las inmediaciones, y en cuanto el oso aparece entre los árboles para zamparse el cebo, el ricacho lo tumba de un disparo. “Vaya birria de deporte, en la garita el tipo es invulnerable, ¿dónde está el riesgo?”, le comenté a mi amiga. Ella dijo: “Oh, pues se ponen muy contentos cuando abaten a su presa”. Yo dije: “Aquí el placer es el puro placer de matar. Qué gente más primitiva y estúpida.”

Son cosas que nos sugiere y recuerda la inmensa y repugnante colección de animales disecados que acaba de intervenir y confiscar la Guardia Civil en un pueblo de Valencia. Más de mil animales, y doscientos colmillos de elefante, que fueron propiedad de Francisco Ros Casares, rey del acero, al parecer muy aficionado a los safaris, y a adquirir esas piezas para tenerlas en una nave industrial acondicionada como un museo de la pulsión depredadora y mortal. Luego la sórdida colección pasó a sus hijos.

Por cierto que cualquier cabeza de cérvido de las que cuelgan de las paredes de la nave es objetivamente más bella, y estéticamente más valiosa, que la misma cabeza de Francisco Ros Casares, a juzgar por la foto de él que se ha difundido.

Como este falleció en 2014, ahora ya es tarde para una operación que se nos antoja de justicia: disecar su cabeza, y colgarla en la pared, para que se pase la eternidad rodeado de sus codiciadas presas. O acaso sería mejor plastinar su cadáver según las técnicas de Gunther von Hagens, y exponerlo, con una escopeta en las manos y un salacot en la cabeza, como obra maestra de su colección de animales disecados. No sé cómo no se le ocurrió convertirse a sí mismo en un trofeo impresionante.