La visión de un vídeo realmente emocionante, conmovedor, filmado en las selvas de Guinea por científicos del Instituto Max Planck de antropología Evolutiva --Leipzig, Alemania--, en el que unos chimpancés se servían, paciente y diestramente de largas pértigas para pescar en el fondo de una charca algas de la especie Spirogyra, que para ellos son suculentas, me ha hecho caerme del caballo, abrir los ojos a la realidad ya conocida pero negligida, de lo cerca que están de nosotros algunos animales --algo que saben todos los que tienen perros o gatos como mascotas--. Nuestras emociones apenas se distinguen de las de un simio, sostiene el primatólogo Frans de Waal (El mono que llevamos dentro, La edad de la empatía, Tusquets Editores).

Y he llegado a la conclusión de que es nuestra tarea y nuestra responsabilidad ayudarles, ayudar a esos primates, no sólo ya a la supervivencia y al disfrute de una vida digna, como sostienen los activistas de Nonhuman Rights Project (Plataforma por los derechos de los no humanos) que litigan continuamente en los tribunales contra el maltrato animal, o el grupo de profesores universitarios que el pasado 21 de febrero lanzó el manifiesto en defensa de los derechos fundamentales de Tommy y Kiko, dos chimpancés que llevan muy mala vida; sino ayudarles a dar el salto, el pequeño salto para salvar la distancia que les separa de estar en posesión de una inteligencia un poquito más sofisticada, que les permitiría incorporarse a la humanidad aunque sea, en los primeros siglos, o en los primeros milenios, en calidad de algo así como hermanos tontos, o un poco retrasados mentales pero progresando adecuadamente, hasta alcanzarnos. Y sus denodados y prolongados esfuerzos generación a generación, siglo a siglo, milenio a milenio, para alcanzarnos, para comprendernos, nos romperá el corazón...

Nuestra responsabilidad es ayudar a los chimpancés a dar el salto de inteligencia que les permita incorporarse a la humanidad

De mis lecturas juveniles de Desmond Morris (El mono desnudo) recuerdo que los hitos de la evolución del hombre han sido, en primer lugar alcanzar la posición erguida liberando así las manos para que asieran y luego compusieran herramientas --como esas pértigas que usaban los chimpancés de Guinea-- y, en segundo y fundamental lugar, el desarrollo de un lenguaje crecientemente complejo, que ha sido posible merced a la especial, afortunada disposición de cartílagos y músculos en la laringe, cuya ductilidad nos permite emitir una amplia gama de sonidos (Frans de Waal también subraya que los simios tienen, como nosotros, moralidad, sentido de la reciprocidad, empatía y respeto a las reglas de la comunidad, y que el hecho fundamental que nos separa de ellos es el lenguaje).

Si los chimpancés no disponen de nuestra afortunada laringe, acaso puedan expresarse en un lenguaje sustitutivo, no verbal, que también les dé acceso a la complejidad de las ideas abstractas. Y, a lo mejor, siguiendo esa senda nos alcancen y nos den la mano.

Si la vida en la Tierra fuese a durar un poquito de tiempo más, digamos hasta el año 25.000 o el año 50.000, valdría la pena que nosotros --o sea: usted, lector, y yo-- durásemos también hasta entonces, para que pudiésemos observar, en ciudades futuras liberadas del CO2 y del ruido de los motores de explosión, las paradojas y las gracias de la convivencia entre nuestros descendientes --lampiños desde la cabeza a los pies-- y esos seres peludos, feos, grotescos como caricaturas, de ojos oscuros y relucientes, hundidos bajo el pronunciado arco superciliar, ojos en cuyo húmedo brillo parece reflejarse toda la tristeza del mundo, la herencia de una abisal sabiduría del dolor.