1 / Circula por Barcelona un autobús que lleva el cartel publicitario de Pretty woman. El musical.

En la foto, que imita el cartel de la película, se ve que la chica que hace de protagonista, Cristina Llorente, es graciosa –tirando de la corbata del chico, como apropiándose no solo de la corbata, sino del chico entero—; y que el chico, Roger Berruezo, también es mono.

Damos por descontado que, además, cantan bien, y ambos han recibido varios premios por su excelencia como actores y cantantes. Pero… ¡ay, desdichados! ¿Cómo, por el amor de Dios, os habéis creído que, una vez hemos visto a Richard Gere, que era considerado el hombre más guapo del mundo, y a Julia Roberts, que de joven era la actriz más cotizada, se os puede tomar por ellos? ¿Que os podíais mimetizar con ellos, lograr que el espectador olvide a Julia y Richard, y los sustituya, en su imaginario por Cristina y Roger?

¿No os dais cuenta de que al querer poneros en su piel os convertís en una parodia, un poco escolar?

Como Bocapato y Richard Gere y su famosísima película me importan muy poco, vaya y pase. ¿Un musical a partir de Pretty Woman? Como si hacen una zarzuela. No seré yo quien pase una velada en el teatro Apolo.

2 / Otra cosa más grave es que Ana de Armas pretenda que es Marilyn Monroe. ¡Hombre, no! Ana de Armas puede que sea una gran actriz, puede ser guapa, inteligente y todo lo que se quiera, tendrá muchísimo encanto y talento, pero todos sus esfuerzos, y los de su equipo de peluqueros, maquilladores, modistas, e ingenieros de efectos especiales no pueden duplicar ni una uña de la sustancia y la gracia de Marilyn, ni el halo de perdición y gloria que la envolvía y que todavía reluce.  

Son colosales esfuerzos de mimetismo condenados al fracaso. Ana de Armas podría muy bien dedicarse a cultivar su propio mito. Ponerse en la piel de aquella actriz es tan tosco como intentar embutirse en el traje con que cantó Happy Birthday en la fiesta de Kennedy, como hizo Kim Kardashian: se revientan las costuras y se queda como una palurda.

3/ “¿Has visto la última temporada de la serie The Crown?, me preguntan. ¡Por supuesto que no!, respondo. Las familias “reales” encarnan una doble representación, doblemente teatral: por una parte representan una “familia”, lo cual ya es un puro simulacro, y, por otra, además, simbolizan la “realeza”, que es un segundo simulacro, un unicornio sobre el que nos hemos puesto de acuerdo en que existe. Claro que esa naturaleza teatral no le resta valor ni a la familia ni a la monarquía, sino más bien lo contrario. Pero es ya pedir demasiado pedir credulidad ante la representación de la representación. 

4 / Como propósito para el nuevo año invito al lector a eludir los sucedáneos y las imitaciones, duros sevillanos y demás falsas monedas, y a buscar lo auténtico y real.

Lo auténtico y real. Por más elusivo que parezca, debe de estar escondido por ahí, latiendo en el silencio, quizá no muy lejos, tal vez al alcance de la mano…