No sé por qué debilidad de carácter, acaso por un rasgo caprichoso de una voluntad más bien incierta, adormilada y perezosa, casi siempre me llaman la atención y siento simpatía por los que renuncian, los que lo dejan estar, no exactamente obligados por las circunstancias adversas --como por ejemplo en el reciente caso de la señora Cifuentes-- sino por propia decisión, hasta cierto punto por hastío o por cansancio. Cuando no es signo de cobardía la renuncia es una forma de la elegancia, muy predicada antaño, por ejemplo en los poemas de “desprecio de corte y alabanza de aldea”. Por norma general nos gustan los luchadores, los perseverantes, los tenaces, los que no dan su brazo a torcer, los que porfían, los que cuando han sido tumbados en la lona se levantan y siguen el combate. Es el mito americano del comeback kid. Pero también el que renuncia a algo, un buen salario, un cargo, se diría que es porque por definición considera que está por encima de eso que otros anhelan y por lo que suspiran.

Abrigo la sospecha, casi la certidumbre, de que la vida política tiene aspectos extremadamente desagradables y exigencias incordiantes en grado sumo, en parte o en todo compensadas, eso sí, por muchas prebendas en forma de dinero, relaciones y poder. Para algunos, como vengo diciendo, esas ventajas no son lo bastante suculentas o apetecibles, y entonces van y renuncian. “Ahí os quedáis, ya me buscaré la vida”. Es el caso, estos días, de la que fue la poderosa vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría. Ha sido una parlamentaria contundente, demoledora cuando estaba en la oposición y también temible en el Gobierno. Como brazo derecho del presidente Mariano Rajoy hizo bien muchas cosas, mal unas pocas. Por su excelencia le detestaban muchos mediocres. No pudo recabar bastantes apoyos para dirigir su partido, el PP, así que se retira de la cosa pública --por cierto, sin que nadie le haya podido reprochar cosas feas--.

Aunque a un nivel de importancia política muy inferior, Xavier Domènech, hombre inteligente, estructurado, muy plausible y educado (lo cual es decir mucho), también se retira de la política activa sin que lo saquen, porque no ha logrado imponer tal como quería sus tesis y a su gente entre la extrema izquierda donde militaba o milita. Me caía simpático a pesar de aquel beso tan, pero que tan desagradable que se dio con Pablo Iglesias en el Parlamento y que yo casi le he perdonado ya. Es cierto que no logró una visibilidad rotunda; pero eso quizá habla de que es un tipo matizado.

El caso es que el preciso momento en el que nos enteramos de que Soraya Sáenz de Santamaría y Xavier Domènech colgaban las pistolas fue el momento en que pensamos que son precisamente ellos quienes deberían, si no gobernar España, por lo menos ser objeto de muchas meditaciones y exégesis, de muchos artículos ponderando su renuncia y el sentido de lo que se pierde, o no, con la retirada de dos personas así. No creo que se escriban muchos. Somos más partidarios de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”, a menudo preferimos los muñecos de las fallas ardiendo en el petardeo de los fuegos artificiales.