Ayer por la tarde me disponía a escribir este artículo, donde pensaba ofrecer una modesta proposición para resolver de una vez por todas el conflicto de los restos mortales de Franco. Mi solución consistía --pensaba escribir-- en convencer al Vaticano de que canonice a Franco, que pasaría a ser San Francisco Franco.

Una vez santo, se trocearían sus restos en varios miles de pequeños fragmentos, que sus adeptos, gente beata y supersticiosos en general, podrían comprar para tenerlos como reliquias, como amuletos, y/o como fetiches. En cuanto a la calavera, se podría conservar como objeto decorativo, históricamente significativo, en algún lugar señalado, como por ejemplo en un salón principal del Pazo de Meirás, para que lo admiren los turistas los días de visita. A lo mejor las vértebras podrían venderse a determinados tiranuelos africanos, jefes de tribus selváticas, si es que queda alguna, para que las echen a la sopa y practiquen así una antropofagia sublimada, incorporando a su espíritu por este procedimiento los poderes de dominio incesante y prolongado de los que disfrutaba el Caudillo.

En cuanto a la gente que odia a Franco visceralmente --como el ya difunto dueño del restaurante “El raim”, exesclavo en el Valle de los Caídos, que en sus últimos años gustaba de alojarse en los Paradores y pedir la habitación donde había dormido el Generalísimo, para saltar con los pies juntos sobre la cama mientras gritaba, en éxtasis vengativo: “fill de puta, tu ja ets mort, i jo encara sóc aquí!”-- podrían hacer con sus reliquias vudú, pinchándolas con agujas, para que el alma del dictador sienta pinchazos dolorosos en el trasmundo. En fin, todos contentos y problema resuelto. Al fin y al cabo también él disfrutaba enormemente de la posesión del brazo incorrupto de santa Teresa...

Estaba yo a punto de desarrollar estas ideas, este chiste de gusto discutible, cuando he leído on line que unos desaprensivos anónimos han destruido ocho tumbas del cementerio militar alemán en Cuacos de Yuste, provincia de Cáceres, destrozando las cruces y dejando unas pintadas que dicen “Ni nazis con honores ni antifascistas en cunetas”. He recordado en ese preciso momento que hace sólo un mes fueron profanadas en el cementerio de la Almudena, en Madrid, los sepulcros del fundador del PSOE, Pablo Iglesias, de Dolores Ibarruri “la Pasionaria”, y también los de los Caídos de la División Azul. Parece que se está convirtiendo en moda esto. La vergüenza ajena me ha producido de rebote vergüenza propia y me ha quitado las ganas de bromear sobre los restos mortales del dictador. Ni siquiera por escrito, he comprendido, es aceptable reírse de una tumba, ni aunque sea la del miserable Caudillo.

Por simbólicos e irracionales que sean todos los ritos y ceremonias ligados al “descanso” de los difuntos, sean visitas a los cementerios en fechas determinadas, ofrendas periódicas de flores, funerales, misas, plegarias, sus fotos en marco de plata en lugar principal del hogar familiar, etcétera, etcétera, (“que tu sepulcro cubra de flores Primavera, / que se humedezca el áspero hocico de la fiera, / de amor, si pasa por allí”, Darío, responso a Verlaine), merecen el máximo respeto porque son la última frontera de la condición humana. Desde luego, los cementerios constituyen la arquitectura más noble que ha imaginado una humanidad que se resigna --qué remedio-- a la sentencia del Tiempo, pero manifiesta en ellos su íntimo desacuerdo, su duelo permanente, su amor y lealtad a los que se van, el lazo que mantiene unidas a las sucesivas generaciones.

El desaprensivo que viola ese tabú, que violenta una tumba, sea con motivo ideológico o racista, o con pretexto antropológico como aquel miserable lord Carnavon y su pandilla de saqueadores, o por odio personal al muerto, se excluye de los mínimos de la condición civilizada. No tiene excusa. Es un cretino o algo peor. Merece la repulsión y el castigo de sus semejantes, si es posible aplicarlo.

Esto no es una convicción personal sino casi universal. Por eso, dicho sea de paso, las fotos de los cadáveres extraídos de las iglesias y cementerios de los conventos en Madrid, Barcelona, Toledo, etcétera, durante nuestra Guerra Civil, sirvieron en Europa como la mejor propaganda contra la causa de la República.

A mi juicio lo más imperdonable durante los gobiernos de Aznar fue el lío impío con los restos mortales de los soldados que fallecieron en el accidente del avión Yak. Y es en efecto una infamia nuestra el hecho de que todavía haya muertos de la Guerra Civil en fosas ignotas, en zanjas y cunetas. Pero desde luego que eso no se compensa profanando el cementerio de los alemanes en Cáceres, todo lo contrario: es otra afrenta a los desaparecidos usarlos como coartada para cometer en su nombre una bajeza sacrílega.

La verdad es que me sorprende y asusta el nivel de bestialismo, de odio y de estupidez que alienta hoy en nuestra sociedad, supuestamente moderna, avanzada, benevolente, sofisticada. Se ven signos de ese odio, estupidez y barbarie por todas partes. Si no cae el peso de la ley sobre los profanadores de tumbas, ojalá por lo menos caiga sobre ellos la maldición del faraón. Y sobre los muertos tan bestialmente perturbados, los versos del angélico Rubén: “Que púberes canéforas te ofrenden el acanto, / que sobre tu sepulcro no se derrame el llanto, / sino rocío, vino, miel: / que el pámpano allí brote, las flores de Citeres, / ¡y que se escuchen vagos suspiros de mujeres / bajo un simbólico laurel!...”