Casualmente estaba yo en Roma el pasado día 27. La plaza de San Pedro estaba abarrotada de fieles que como cada miércoles asisten a la catequesis papal, esta vez dedicada a los ancianos. Inesperadamente el Papa se puso a hablar de las suegras. Dijo muchas cosas sensatas y evangélicas, sobre que debemos dejar que ellas lleven su vejez con felicidad, etcétera, pero de repente también salió con observaciones estrambóticas:

--A vosotras, suegras, os digo: tened cuidado con vuestras lenguas. Es uno de los pecados de las suegras, la lengua.

Bueno, fue un sermón impresionante, pero al oír estas palabras sobre las suegras, que aunque bienintencionadas incurren en un manido tópico, pensé que Su Santidad cometía un error lamentable. Arrebatado por un impulso irracional, absolutamente inesperado, que me brotó cerca del corazón --precisamente en la zona donde suele estar agazapado Chuky, el muñeco diabólico que habita en mí--, corrí hacia el Papa.

Él ya tenía que irse, puesto que le esperaban con urgencia en cierta congregación de monjitas para rezar juntos el rosario y luego merendar (tortitas de mazapán y tocinitos de cielo). Salió del Palacio Episcopal y se subía al papamóvil, por cierto que no sin dificultad, porque tiene las rodillas muy castigadas. Los años no perdonan.

Yo me salté todos los protocolos, tuve que agacharme para evitar que me ensartase en su lanza un guardia suizo, que al ver mi rostro desencajado (Chuky había tomado dominio de mis facciones y las deformaba a su gusto) se puso a gritar: "¡Schifoso! ¡Schifoso terrorista!"

--¡Papa! --grité--. ¡Papa Francisco! ¡Sumo Pontífice!

Me cerró la puerta del papamóvil en las narices y pasó el seguro. Yo me puse a aporrear el vidrio blindado mientras gritaba:

--¡Tu hai dimenticato di scomunicare quei maledetti cognati, mascalzone!

Mi acento en italiano no es muy bueno, así que, recordando que Francisco es argentino, me traduje:

--¡Muy bien lo que has dicho de las suegras! ¡Con dos cojones!... ¡Pero te has olvidado de excomulgar a los malditos cuñados, capullo!

Fue horrible sentir que semejante barbaridad salía de mi boca. Era como si no fuese yo, sino una pulsión interior, telúrica, primitiva y salvaje, quien pronunciaba estas blasfemias. Desde detrás de la lámina de cristal blindado, el Papa, que es muy bueno, me bendecía, pero su semblante traducía una gran preocupación, y hasta pavor. El papamóvil salió zumbando.

Siendo un vehículo eléctrico, se desplaza en silencio, sin hacer ruido, y el caso es que arrolló a tres o cuatro palomas desprevenidas.

--¡Que te has cargado al Espíritu Santo! --dije, lanzando una carcajada de orate.

En fin.

El lector seguramente se preguntará qué tengo yo contra los cuñados, y es legítimo que se lo pregunte porque no conoce al mío, Lautaro, que también es argentino y, en su propia opinión, también infalible.

Verán: Lautaro es un tópico con patas. Desde que mi hermana lo echó de su casa, se pasa la vida en la mía, tumbado en el sofá, viendo en la tele partidos de fútbol. De vez en cuando dice cosas como:

--¡La concha de su madreeee... era re-fácil, pero el arquero es un chanta y se cagó!

O bien:

--Preparame un bife, cuñado. Y con papas, que tengo lijaaaaa…

Se entiende muy bien con Chuky. De vez en cuando les sorprendo cuchicheando misteriosamente tras las cortinas, conspirando no sé qué malicias.

En fin, por estos y muchos otros motivos, el caso es que no puedo con él.

Lo peor es que ha puesto a Macario, Rockefeller y Monchito (las marionetas del ventrílocuo José Luis Moreno, que no podía mantenerlas debido a un súbito problema de liquidez, así que los adopté) a mendigar a la puerta de las iglesias más cerca de casa, tirados por los escalones con un cartel delante que dice: “No tengo viejita” (o sea, traducido del lunfardo: “No tengo mamá”).

Por cierto que los domingos ganan bastante plata: las beatas ancianas, a la salida de misa, viéndoles desarticulados en la escalinata, se acercan con solícita curiosidad a ellos, repitiendo “pobrecitos, pobrecitos”. Y entonces, al verles de cerca la cara, esa cara de depravados que tienen mis hijos, las pobres ancianitas se echan a temblar de miedo y les dan todo lo que llevan en sus sobados monederos.

¡Vergonzosa mendicidad, vergonzoso botín! A veces le he sugerido a Lautaro que nos lo repartamos, o que podríamos sufragar con él los gastos corrientes del piso, que se han disparado por su manía de dejar todas las luces encendidas y olvidar los grifos abiertos… Él se echa a reír y dice:

--Garufa, ¡mirá que sos divertido!

O me llama “amarrete”. Pero todo esto en el fondo, me da igual. Lo que de verdad me preocupa es haber blasfemado llamando al Papa, en la mismísima plaza de San Pedro, “mascalzone”.

Esto puede costarme una buena temporada en el infierno… O mucho me equivoco, o ese es el propósito de Chuky, el propósito que persigue usando cualquier recurso al alcance de sus manitas y de su cerebro: condenarme.

--Pero con lo bien que yo te trato, Chuky, ¿por qué me haces esto? ¿Por qué intentas condenarme?

--Bueno, no te olvides de una cosa, Ignacio: yo no soy un manso perrito que haya venido a este mundo a hacerte compañía y ayudarte a vencer el miedo y a vencer el insomnio en la noche del mundo. Yo soy un muñeco diabólico.