Está la tentación de pensar que si algo medianamente positivo tiene esta pandemia es que nos ha obligado a ver clara la diminuta importancia de unos temas y reivindicaciones que hasta hace muy poco reclamaban abusivamente nuestra atención exclusiva.

Entre nosotros, ha reducido los dengues, gesticulaciones y bizantinismos de los partidos golpistas bajo el signo de lo irrelevante. Da igual si se abstienen o se oponen o si dan tres saltitos al levantarse de la cama. Se hará lo que haya que hacer, con ellos, sin ellos o a pesar de ellos. En su “war room” de chichinabo no se decide nada y no funciona ni siquiera la máquina de la pepsicola.

Pero al mismo tiempo la atención obsesiva, total y excluyente que el virus concita permite pasar casi desapercibidos los mayores desafueros “bajo la mirada de Occidente”. Una mirada indiferente, pues no quedan en la opinión pública internacional recursos de piedad hacia otros caídos ni indignación ante otros atropellos.

Aprovechando que en el despacho Oval se sienta un majadero [sujeto necio y porfiado] que es “el mejor amigo que Israel ha tenido nunca en la Casa Blanca”, según Benjamin Netanyahu, primer ministro israelí, éste amenaza con la anexión [ocupación militar de una tierra fuera de las fronteras del estado, a favor o en contra de la voluntad de la población], la anexión de iure de los territorios que su país vienen colonizando de facto, amparado por el “derecho de guerra” tras la victoria de 1967 sobre Jordania. En la orilla derecha del valle del río Jordán, donde viven dos millones y medio de palestinos se han instalado cientos de miles de colonos israelís en los famosos asentamientos.

Lo más grave de este proyecto de Netanyahu no es que viole todas las leyes internacionales y numerosísimas resoluciones de la ONU, sino el estado de “apartheid” al estilo surafricano que consagrará indefectiblemente, o sea la concesión de diferentes grados en el derecho de ciudadanía a la población palestina y judía, según la raza. No hace falta ser muy intuitivo para saber quiénes serán los blanquitos y quiénes los negritos. A la humillación y exasperación seguirá la reacción violenta y terrorista de los palestinos y finalmente la expulsión de sus ciudades o su encierro en podrideros como la franja de Gaza. Tal como ha pasado siempre desde 1948, cuando 700.000 palestinos fueron expulsados de Galilea y sus ciudades reducidas a escombros o entregadas a comunidades de colonos judíos.

Es recomendable para formarse algunas nociones sobre ella Mi tierra prometida el libro periodístico, histórico y autobiográfico de Ari Shavit, que no es ningún intelectual árabe sino un competente periodista israelí, judío, intelectualmente honesto, que resume esta historia desdichada desde el punto de vista de alguien que como él está agradecido a Israel, país a cuya existencia le debe la vida, pero sabe ponerse en la piel del adversario. Como supongo que lo estará el señor Shavit, todos los elementos humanistas y círculos progresistas de Israel están horrorizados por este nuevo pulso que vuelve definitivamente imposible la única solución para ese estúpido problema que tanto dolor ha causado: la creación de un Estado palestino, vuelta imposible porque ya no habrá territorio.

La historia de Israel es exactamente trágica. Es una nación racista fundada para salvar a una raza del exterminio, que para seguir creciendo se considera con derecho a despojar a otro pueblo de su tierra, sus derechos, su dignidad y eventualmente su vida. Como las sociedades árabes también son racistas, además de machistas, y política y materialmente van muy atrasadas, la mayoría de la gente piensa que lo que hagan Netanyahu y Trump allá abajo con los palestinos y sus rebaños de cabras solo le importa a cuatro hippies y dos o tres comunistas.

Los demás sienten oscuramente que el Holocausto justifica el silencio ante cualquier desafuero que Israel quiera cometer: es un racismo de una perversión refinadísima: no se trata ya de que se jodan los moros, sino de que paguen ellos por lo que los europeos le hicimos durante tantos siglos a los judíos. Desde luego no hay cosa más cómoda que ser europeo.