Hace unos veinte años la revista Scientometrics estimaba que la contribución de 46 países musulmanes de África y Asia a las publicaciones científicas mundiales era de un 1,7%, menor que la de España, país que sin ser precisamente pródigo en premios Nobel de física aportaba el 1,48% a ese acervo global. Desde entonces las cosas no han cambiado mucho.

Esa esterilidad científica, el retraso económico secular, la pobreza (incluso cuando el subsuelo es un mar de petróleo), entre otros factores que hacen a los países árabes tan poco atractivos, es muy frustrante para la intelligentsia de la cuenca sur del Mediterráneo. El ensayo de Jared Rubin Dirigentes, religión, riqueza. Por qué Occidente se enriqueció y Oriente Medio no (Rulers, Religion and Riches. Why the West Got Rich and the Middle East did not), recién publicado por Cambridge University Press, sostiene que la clave de la cuestión no está en la tradición de despotismo sino en la religión.

Pero Rubin no afirma que los preceptos mahometanos en sí mismos sean más reaccionarios o carpetovetónicos que los dogmas del cristianismo. Rubin está enfocado a la historia de la economía y el poder, no es un comparativista y apenas se interesa por el contenido específico de una y otra. La prueba de que no son los preceptos del Corán los responsables del inmenso retraso –en todos los sentidos: técnico, artístico, científico, en derechos del individuo y condición de la mujer, tolerancia, confort, salud pública, esperanza de vida– de los países musulmanes respecto a Occidente es que durante los primeros siglos después de Mahoma aquellos fueron muy por delante, en todos los aspectos mencionados, de los toscos reinos cristianos. Pero hacia el siglo XII empezó para los países islámicos una decadencia sostenida e interminable.

La diferencia decisiva, sostiene Rubin, radica en que los reinos cristianos pudieron y supieron limitar la función de la religión y de sus portavoces e intérpretes, los clérigos, como fuente de legitimidad del poder de los reyes

La diferencia decisiva, sostiene Rubin, radica en que los reinos cristianos pudieron y supieron limitar la función de la religión y de sus portavoces e intérpretes, los clérigos, como fuente de legitimidad del poder de los reyes. El tétrico Enrique VIII, cuando el Papa contradice su soberana voluntad, sencillamente monta un cisma y funda una nueva iglesia. Las tesis de Lutero interiorizan o individualizan el valor religioso. En fin, el gesto de Napoleón quitándole de las manos la corona a Pío VII para ponérsela él mismo en la cabeza es la imagen paradigmática.

La católica monarquía universal de España fue una (desgraciada) excepción; no por el valor positivo o negativo de los valores de Trento, sino porque su legitimidad se seguía basando en un estamento religioso, y los estamentos religiosos, que defienden verdades eternas, son por naturaleza conservadores y recelosos de cualquier verdad nueva, sea comercial, científica, lingüística o de costumbres, que pueda poner en cuestión las que sostiene y en las que se sostiene.

Si todo esto no es estrictamente nuevo, al menos el discurso de Rubin resitúa en los términos que realmente importan el debate sobre laicismo y religiosidad que en estos últimos años está volviendo a plantearse. Que Hitchens considerase que Dios es malo y que no existe, en realidad no tiene la menor importancia. Dios tiene una importancia relativa. La importancia absoluta, para las sociedades, está en qué hacen, y qué poder tienen, sus sacerdotes.