Hicieron muy bien los ercos en estar a favor y a la vez en contra de la cumbre de Sánchez y Macron de ayer en Barcelona, pues uno nunca puede estar seguro de qué es lo acertado. Ellos, al participar en ella, pero también boicotearla, al apostar a la vez al rojo y al negro, seguro que, por lo menos en parte, acertaron.

Y es que es tan movedizo y tornadizo todo… Por ejemplo, ¿quién no tiene amigos que detestaban la institución del matrimonio, y lo siguiente que supo de ellos es que se han casado y que al hacerlo han sentido una sensación de extática plenitud, como si al decir “sí” ante el cura o el funcionario les hubiera tocado el bingo?

Gente que cuando era joven y pobre era anarcoide, desordenada, muy izquierdosa, luego se enriquece un poco y entonces se vuelve conservadora (lógico: quiere conservar lo obtenido).

El mujeriego irredento, el Casanova de repente hastiado, un día empieza a sentir una extraña atracción por los travestis, o por los chicos.

A un amigo al que recordaba comecuras lo sorprendí el otro día a la salida de la iglesia, donde había asistido a misa, y me explicó que es que ahora ve claramente las cosas y el sentido de la vida…

¿Aquel otro estaba enamoradísimo y le hizo a su pareja promesas de eternidad, pero ahora la detesta y la encuentra particularmente enfadosa? Es la historia de millones de parejas.

En fin, hay una ley de validez universal, y esa ley dice “el tiempo pasa y la gente cambia”. Entonces, ¿por qué tomársela en serio? A la gente, y, sobre todo, sus opiniones.

Esas opiniones no son fijas, sólidas, sino que fluctúan al albur de las circunstancias y de las influencias, evolucionan y no pocas veces se dan la vuelta como calcetines. ¿Para qué voy a prestar atención a lo que me dices, si mañana dirás otra cosa, quizá la contraria? Lo raro es que uno defienda con tanta fuerza sus opiniones, valores o gustos, como si fueran sólidos, cuando sabe que hace 10 años eran muy diferentes.

Bebías cazalla a caño abierto… ¡y ahora te has comprado una yogurtera!

Ahora bien: la idea de que la vida te ha enseñado cosas que no te esperabas, y de que has cambiado, la aceptamos; pero uno siempre cree que esto de cambiar es ya cosa del pasado, porque ahora sí que ya ha alcanzado la forma definitiva de su manera de ser. Ha cuajado en su mismidad.

¡Pues no, querido amigo, entérate: sigues en tránsito hacia tu verdadero yo! ¡Que solo cristalizará el día en que te mueras!

Yo fui partidario de la exigencia, ahora lo soy de la simpatía; era amigo de la noche, ahora del amanecer; creí que la vida iba en serio, ahora estoy seguro de que es una broma de discutible buen gusto. O quizá al revés: creí que era broma, pero ahora he comprendido que…

Etcétera, etcétera.

Me he dado cuenta de que, en el curso del tiempo, he cambiado en casi todos los temas de opinión –si no lo hubiera hecho sería un fanático, una piedra—; y por eso no pierdo el tiempo discutiendo con nadie: porque sé que dentro de 10 años podríamos volver a discutir, pero entonces yo defendiendo sus puntos de vista, y el otro, los míos ¡Qué absurdo sería!

Después de un exhaustivo trabajo de campo, Daniel Gilbert, un psicólogo de la universidad de Harvard conocido aquí por su best seller internacional Tropezar con la felicidad (Editorial Destino, pero debe de estar ya descatalogado), publicó en la prestigiosa revista Science un interesante estudio sobre este tema. (El tema de quién soy yo). “No es que no nos demos cuenta de que los cambios ocurren, porque, sea cual sea la edad que tengamos, todos admitimos que en los últimos 10 años han cambiado en nosotros muchas cosas”, dice Gilbert. “Todos tenemos la sensación de que el desarrollo del ser humano es un proceso que nos ha llevado hasta el punto en el que estamos, y que ahora ya está, ya estamos formados”.

Cuando una persona de 40 años mira hacia el pasado, dice: “He cambiado muchísimo en cuanto a mi personalidad, mis valores y mis preferencias”. Pero mira hacia el futuro y se dice: “No creo que ya vaya a cambiar mucho en ninguno de esos aspectos”.

Gilbert llama a esa percepción ilusoria –a esa sensación de que todo nuestro pasado convergía hacia nuestro presente, y que quienes somos ahora ya hemos llegado a la “verdad” de nuestro ser, y en adelante, y hasta el final, seremos tal como somos ahora— “La Falacia del Fin de la Historia”.

Y atribuía esa idea errónea –la idea de que hemos llegado a la “versión definitiva” de nosotros mismos— a dos factores: el primero es que para nosotros es más cómodo creer que nos conocemos y que el futuro es predecible. Eso nos ayuda a creer que el presente está estabilizado.

Y el otro factor es que simplemente es más difícil imaginar el futuro que recordar el pasado.

Desde luego (pensé al leer aquel ensayo), esa llamada “falacia del fin de la historia” es un motivo más, un motivo de mucho peso, para no prestar demasiada atención ni hacer mucho caso de las opiniones de los demás. Hay que escucharlas con una ligera sonrisa, sin darle importancia a lo que expongan. (De hecho, es lo que yo vengo haciendo desde hace mucho, mucho antes de leer a Gilbert.)

Y, si se me apura, tampoco hay que hacer mucho caso de las propias convicciones.

Somos peregrinos de nosotros mismos, siguiendo día tras día el camino para darnos alcance, pero solo nos alcanzamos al final.

De manera que hicieron bien los de ERC en asistir y al mismo tiempo denostar una reunión de mandamases: era imposible saber qué actitud era la correcta, y haciendo una cosa y la contraria se arriesgaban a dar risa, ¡pero por lo menos acertaron al 50%!