Nosotros, los catalanes, y los demás españoles que sienten todavía alguna curiosidad por los shows desgarrados que acompañan el declive político, moral e intelectual de Cataluña hacia el abismo de la insignificancia absoluta, asistimos, entre divertidos e incómodos de vergüenza ajena, a las reiteradas manifestaciones de dos modalidades del kitsch victimista. Modalidades paralelas, simultáneas y hasta cierto punto opuestas que tienen una característica en común: quien recurre a ellas se coloca automáticamente del lado de la virtud.

Una modalidad es la compasión pública y publicitada: o sea esos melosos y sensibleros escritos sobre las peregrinaciones a las cárceles donde han sido encerrados los golpistas por Dios y por Cataluña, gente inocente, bonísima, admirable... pero en el fondo no tan admirable como los mismos redactores de esos artículos y de esas cartas abiertas y como los protagonistas de esas comparecencias televisivas que se dirigen, mirando a cámara llorosos, a tal o cual reo para expresarle su solidaridad, pero sobre todo para manifestar cuán buena, tierna y sensible es el alma propia. Aquí se suelen alcanzar cotas de obscenidad tan bombástica que, como digo, uno vacila entre sentir alipori y partirse de risa; siendo esto último también incómodo, pues está mal reírse de la compasión ajena, aunque sea tan obviamente impostada y filistea que se alivia con un gintonic en el bar del AVE.

La otra modalidad es la indignación.

Pocas cosas tan desafortunadas como un hombre hecho y derecho  –o una mujer— que con el ceño fruncido, la mar de serio, resoplando por las narices y a veces acompañándose con un golpe sobre la mesa, emite este enunciado:

--¡A mí me parece indignante que...!

A veces no hace falta ni siquiera pronunciar estas palabras, basta con la actitud y el tono de la voz impaciente, nervioso, tenso, recriminatorio, para acceder al estado ignífugo de la indignación, que automáticamente brinda una superioridad moral sobre el adversario.

En indignado se considera habilitado por su propia indignación a abandonar la serenidad y la actitud más o menos templada o cínica que es propia  del ser humano civilizado. Es el “ama, y haz lo que quieras” de Agustín de Hipona, transformado en “indígnate, y permítetelo todo”: incluso alzar la voz en la mesa familiar. Incluso decir palabrotas.

Pero claro, tú piensa esto: ¿qué importancia tiene que algo te “parezca indignante”, si lo que a ti te indigna a lo mejor al otro le parece de perlas? Ninguna. Cero patatero. Como las lágrimas de cocodrila de esas sudorosas matronas en la tele.

La praxis que se derive de tu indignación será fácilmente un error, pues el juicio alterado por ella induce a acciones desproporcionadas. Véase las fuerzas políticas aberrantes que nacieron de la santa indignación del 15-M.

A no ser, claro, que uno use la indignación precisamente como un recurso para llamar la atención.

Así, cuando el empresario Ruiz-Mateos, trastornado por lo que consideraba un expolio de Rumasa por el Estado, se disfrazaba de Superman y agredía al ministro Miguel Boyer, responsable de todos sus males, a la voz de “¡que te doy, leches!”, se prestaba, enajenado por su propia indignación, a un papelón ridículo pero lo daba por bueno pues en realidad lo que buscaba era publicidad.

Así, la algarabía que organizaron nuestro presidente regional, el señor Quim Torra, y su séquito, el pasado 27 de junio en un festival folclórico que se celebraba en Washington.

Estaban Torra y sus huestes “indignados” por el discurso con el que el embajador de España contradijo el discurso previo del mismo Torra.

Como el discurso del embajador ha sido reproducido en la prensa, cualquier persona de buena fe e inteligencia mediana, incluso los nacionalistas no cegados por el fanatismo, han podido constatar que no hubo en sus medidas palabras ni una que fuese o pareciese ofensiva. Claro que, como representante del Estado y de la nación, no podía dejar sin respuesta las gravísimas acusaciones que Torra acababa de hacer.

No obstante éste y su comitiva fingieron indignarse mucho ante una provocación intolerable, gritaron, abuchearon, alborotaron, se dieron puñetazos en el pecho. Cantaron himnos patrióticos, lo que bien mirado no estaba del todo fuera de lugar, pues era, como he dicho, un Festival Folclórico.

Y finalmente, indignados, indignadísimos, abandonaron el salón, en una sobreactuación teatral tan grotesca que luego, cuando ya estaban a la intemperie, y dándose cuenta de que la indignación les había expulsado de la fiesta a una tierra de nadie quisieron volver a entrar, ya no se les permitió. ¡Castigados sin postre por armar jaleo!

Y fue así como un par de bedeles y un segurata afroamericano, acaso descendiente de esclavos capturados por algún negrero catalán en el siglo XIX (¡quién sabe!), impidieron al Molt Honorable President de la Generalitat, que supuestamente es un cargo importante y que representa a siete millones de catalanes, sí, le impidieron a él y a su nutrido séquito la entrada a una fiesta a la que habían sido invitados. ¡Por alborotadores y enredosos!

Qué decadencia, Dios mío. A Don Pujolone lo recibía el presidente de los Estados Unidos en la Casa Blanca. A Torra, le niega un segurata el paso a un sarao folclórico.

¡Me parece indignante!