Para quienes cuentan por escrito lo que ha estado pasando en Cataluña durante los años del procés son vanas y falsarias las pretensiones de que fueron sucesos investidos de una gran complejidad, de una ambigüedad tan extrema que hace casi imposible discernir qué es lo que pasó de verdad. Grandes nubes de humo se echan sobre la senda recorrida para borrar las huellas. Pero es inútil, porque todo pasó delante de nuestros ojos, todo se hizo con solemnes declaraciones, con bravas y netas proclamaciones que no llamaron a engaño a nadie, con luz y taquígrafos, a la luz del día. Fue una revolución televisada día a día, minuto a minuto, recreándose en sí misma, gustándose, gustándose. De manera que es estéril el intento de fingir que lo que pasó fue tan sutil, tan complicado, tan inédito que, en realidad… no pasó nada; y si algo pasó, es tan confuso e inexplicable que lo más sensato es que pasemos página, echar pelillos a la mar, volver a repartir las cartas. Pero los hechos son tozudos, como suele decirse, sucedieron ante focos potentísimos, los vimos todos (quisiéramos o no), y si aquel aquelarre no fue más grave fue porque se aplicó el bendito artículo 155.

Duran i Lleida sabe que en realidad lo que pasó, de verdad pasó. Y pasé yo anoche el insomnio leyendo su memoria El risc de la veritat, un libro que salió en marzo, pero que, como suele pasar con estos asuntos y en estos tiempos acelerados, ya tiene aires de cosa vieja, de papel amarillento, de paleontología. Es tremendo lo lejos que queda ya de la conciencia de la gente la figura, que fue aparentemente eterna, y ciertamente interesante, del líder de Unió, un hombre inteligente aunque con sus debilidades y fallos, como todos.

Duran escribe bien, amable y correctamente, y su estilo representa perfectamente su carácter político, civilizado, transaccional, florentino, y ambos, carácter y estilo, se compadecen en lo bueno y en lo malo con su larga trayectoria política, calcinada como tantas otras por el procés.

Uno de los puntos positivos es precisamente su carácter testamentario. El recuerdo de algunas de las grandes animaladas del pasado reciente desde el punto de vista de la salida de un funeral. Todo lo que empezó mal, con medias verdades, con eufemismos, con mentiras a secas, era inevitable que acabase mal, según el verso de Kipling donde los muertos de la guerra del 14 explican a quien les pregunte por qué murieron: because our fathers lied, parafraseado por Juaristi a propósito de las víctimas y los verdugos de ETA: “Nuestros padres mintieron, eso es todo”. Aquí gracias a dios o por casualidad no ha muerto nadie, pero las mentiras eran bien redondas, y tan rutilantes como las americanas y los discursos de ese friki al que Ramón de España llama “el economista fosforescente”. Todo ha acabado mal, y esperando a la coda penal, a los penúltimos coletazos de pez fuera del agua del autollamado soberanismo.

Duran cuenta quién acuñó cada mentira, pues asistió a su gestión desde dentro de los despachos de los protagonistas, desde la “sala de guerra” --ese término usaban los nacionalistas, como si tuvieran capacidad de declararla o conducirla--. Como los hechos tuvieron trascendencia, poco importa que los protagonistas fueran humanamente insignificantes: más poca cosa fue Hitler y sobre él se han escrito miles de libros. En varios momentos Duran tiene el coraje --insólito, pero acorde con el estilo literario y político al que me refería párrafos arriba-- de declarar sus errores de percepción, sus decisiones equivocadas, sus apuestas fallidas y hasta los engaños (de Mas) en que supuestamente cayó. Aunque insiste en “la sentencia del Estatut” como disparadero del procés --es un argumento victimista / nacionalista que han comprado muchos analistas que no lo son (no son nacionalistas)--, recuerda que todo empezó antes, con la crisis económica. Recuerda algunas de las mentiras más clamorosas y los errores de los líderes de CiU, por ejemplo sobre las “balanzas fiscales”, recuerda el separatismo originario pero disimulado de Pujol, y textos seminales de éste como Residuals o independents, y el momento preciso en que Homs (¡qué materiales humanos manejamos, dios mío!) acuñó el concepto eufemístico, engañoso pero tan movilizador del “derecho a decidir”; y, en fin, explica todo este follón como la pírrica pero eficiente vía de ERC para destruir de una maldita vez la saneada maquinaria de ejercer el poder y ganar dinero que fue CiU para ocupar en su lugar el poder, proyecto que presuntamente culminará en los próximos comicios autonómicos.

Todo esto tiene interés, y también tienen interés humano algunas anécdotas de sus camaradas y las batallitas personales en los escenarios de la política internacional, en enmoquetados salones llenos de personalidades, a los que se asomó Duran gracias a su sinecura como Presidente de la Comisión permanente de Asuntos Exteriores del Congreso de los Diputados; y también interesantes son sus padecimientos crísticos y meditaciones cuando al asistir a una manifestación los nacionalistas más exaltados, exasperados por sus constantes vacilaciones, le arrojaban monedas a la calva en la vía pública mientras le llamaban botifler.

Entre tantos detalles llamativos, éste de página 451: en momentos previos a la primera “consulta” o referéndum ilegal: “El 10 de noviembre nos reunimos en el Palau de la Generalitat con Mas para hablar de cuál podría ser la pregunta a formular. A primeros de octubre, al margen de otras conversaciones menores de tú a tú o en las ejecutivas de la federación de CiU, ya habían hecho otra reunión específica para la misma cuestión. Aquel día, el 14 de octubre el presidente de la Generalitat me vino a buscar a la sala del Arxiu de Comptes --donde yo esperaba--, junto a la capilla de Sant Jordi y ante su despacho. “¿Qué dice el enfant terrible? Qué merdés que montas, ¿verdad?” Éstas fueron las palabras exactas con las que me recibió. Eso sí, muy afectuoso y con una amabilidad extrema.”

En catalán suena más seco. Me chocó, al leer esta frase, la contigüidad de grandezas reales o supuestas (presidente, palacio, capilla, arxiu de comptes) y la campechana vulgaridad de la frase textual: contigüidad que revela el ambiente de pompa y pequeñez en el que cristalizó un tremendo malentendido: esa casi insoportable levedad del dramatis personae que manipula engranajes delicados mientras se rasca los huevos. Pero Duran el florentino no puede, claro está, reconocer la verdadera dimensión, la moderada estatura de los líderes deshonestos, como Jordi Pujol, con los que al fin y al cabo hizo toda su carrera política, porque, aunque acabaran defenestrándole, son su reflejo, y no en los espejos deformantes del callejón del Gato, sino espejos fieles. No puede reconocerles como son, tiene que conferirles cierta grandeza, cierta dignidad, incluso en el error, incluso en el engaño. Porque si no se lo reconociese a ellos, no podría reclamarlas para sí mismo.

Pero lamento decir que aunque el libro me ha ayudado a pasar una noche de insomnio, es fallido y un fiasco, como suelen serlo esta clase de textos autobiográficos, justificatorios y reivindicativos. Nunca se escriben a corazón abierto. Nunca los motiva una verdadera deuda con la ciudadanía, con los posibles lectores, ni la conciencia de que ante todo debe decirse la verdad. Sin esa conciencia, escribir es siempre un fraude. En este sentido El risc de la veritat no hace honor a su título, pues Duran se calla cuando le interesa. Oculta por ejemplo la realidad de sus relaciones con determinados monigotes de la prensa barcelonesa, amortigua el componente económico de la aventura de CiU, despacha como cosa menor o pasa de puntillas sobre las mentiras más lacerantes; ignora o quiere ignorar que sus hábiles equilibrios de funambulista en la cuerda floja, buscándole a palabras y argumentos inaceptables algún matiz bizantino, alguna salvedad del sentido que le permitiese seguir bajo su cobijo, fueron al final las responsables de su prejubilación de la política. Si hubiera roto con Mas a tiempo hubiera podido luego cosechar los votos del catalanismo centrista que se han quedado huérfanos; pero no podía hacerlo, por insolvencia económica. Ésta es la sencilla verdad.

Aquí no ha corrido el riesgo de contarla, creo yo, y por eso acabé el libro, que, insisto, es de amena lectura --supongo que lo ha escrito él de verdad, pero no pondría la mano en el fuego por un nacionalista-- con una sensación de oportunidad perdida. Sin embargo no está dicho en ninguna parte que uno no pueda corregirse y mejorar. Esperamos pues, para dentro del tiempo que haga falta, del tiempo que Duran quiera, un libro más audaz y más sincero. “La verdad os hará libres”, dice el Señor.