La alcaldesa ha sido abucheada cuando quería tomar la palabra después de que el indultado Cuixart pronunciase el pregón de las Fiestas de Gràcia. Quería ella decir algunas frases protocolarias, pero el público no se lo ha permitido, con sus gritos e insultos. No la dejaba expresar las cosas tan importantes que tenía que decir. Vaya disgusto se ha llevado la pobre.

¿Y cómo ha reaccionado? Pues llorando, como suele hacer. De vez en cuando, ante un impasse, la alcaldesa llora como los desconsolados lagartos del poema de Lorca.

No es muy decoroso que cuando se encuentra frente a un problema, a una adversidad, la primera autoridad de la ciudad rompa a llorar. Que suceda una vez, porque una tiene el día tonto, vaya y pase, pero Colau la verdad es que llora con frecuencia excesiva. Demasiado a menudo. Debería recordar que hacer pucheros era el recurso de las mujercitas débiles de antaño, y no de las activistas feministas y empoderadas de hoy, como lo es ella.

Por favor, si la alcaldesa llora porque la chusma le grita, ¿por qué no va a llorar también la secretaria, cuando se le rompe una uña, o el bedel, porque ha perdido el metro? ¿Y por qué no lloran los que tienen verdaderos motivos para llorar, toda esa gente que sufre de verdad, pero aprieta los dientes y trata de esbozar una sonrisa heroica? Son muchos. No lloran.

La alcaldesa debería acudir a los actos ya llorada en casa, y, cuando comparece ante el público, procurar mantener la entereza y la dignidad. Se admite la excepción si hay un accidente o un atentado con víctimas mortales, o una desgracia general. Entonces, sí, alcaldesa, entonces puede usted llorar cuanto guste.

Es cierto que Obama –salvando las distancias-- también tenía suelto el lagrimal, y lloraba al hablar de esos absurdos tiroteos en las escuelas de Estados Unidos, y lloró al pronunciar su discurso de despedida, y antes lloró incluso al escuchar a su admirada Aretha Franklin. Aunque no me parece bien, se lo paso, pues I Say a Little Prayer es conmovedora. Pero llorar porque una chusma ni siquiera muy numerosa te ladra en una plaza del barrio de Gràcia, no es de recibo, no tiene pase.

Lo más gracioso es que la abucheaban cuando ella quería hacer el elogio del indultado Cuixart, definía su caso como “una gran injusticia” y le daba las gracias por estar allí, a su lado en el balcón, y haber pronunciado un pregón golpista y errático. De nada sirvió que la alcaldesa se rebajase así: la bona gent, que debe de recordar que de vez en cuando tuitea en castellano, lo cual es anatema y sacrilegio contra la lengua catalana, siguió despreciándola e insultándola. Y ella, ¡venga a llorar! ¡Pobrecita Ada!

¿A qué me recuerda esto? A José Montilla, aquel presidente socialista de la Generalitat del que Marta Ferrusola decía que llamarse Montilla es tolerable –no se pueden elegir los apellidos de tus padres—, pero ¡José! ¡Pudiendo cambiarse el nombre a Josep!...

Recordará el lector que Montilla era inexpresivo como Buster Keaton, y cómico como él, aunque en su caso la comicidad era involuntaria. Convocaba una manifestación contra el Tribunal Constitucional, y los manifestantes lo echaban a patadas. Asistía a un concierto de Llach en el Palau –¡que ya son ganas!— y el público exigía que se largase. Tuvo que salir Llach a pedir que le dejasen en paz, como ahora el indultado Cuixart ha tenido que terciar ante el público del pregón: ¡No la abucheéis, por favor!

La lección en los dos casos es la misma: no se puede contentar a todos, porque acabas no contentando a nadie. Puedes ser lazi o demócrata, pero las dos cosas a la vez, no.

Montilla acabó en el Senado. Espero que a Colau le tengan preparada también alguna sinecura así de bonita. Y que no llore más.