No vale la pena leer novelas para pasar el rato, ya que el rato pasa solo. Sólo vale la pena leer libros si están escritos con la propia sangre. Hay que regirse por esta norma nietzscheana.

Me contó Valentí Puig (y él casi siempre tiene razón) que Il·lusions elementals está en la estela de los libros testimoniales de un descenso a los infiernos de la indigencia, como Sin blanca en París y Londres, donde Orwell, entonces un joven aprendiz de escritor, emprende una investigación periodística, sociológica y antropológica sobre la vida de los menesterosos, los desposeídos de todo... sometiéndose él mismo a la experiencia: se despide de sus refinados amigos en Londres, cruza el Canal de la Mancha sin un penique en el bolsillo y durante una larga temporada sobrevive sin techo, mediante la mendicidad y gracias a los comedores y residencias de la beneficencia pública.

El de Orwell es un testimonio pavoroso. De la lectura que hice en su día, cuando se publicó, recuerdo, aparte del clima miserable que se respiraba en todo el texto (el clima de suciedad, el hedor, las chinches, el frío, el hambre, la depresión y la locura) que para aliviar París de la superpoblación de menesterosos una ley francesa les obligaba a echarse a los caminos y viajar constantemente por Francia, permitiéndoseles pasar sólo dos o tres noches en cada población. Orwell era uno más en ese triste descubrimiento a pie de la dulce Francia. Para emprender esa aventura desgarrada tuvo que haber en él, era patente en el libro, además del sentimiento cristiano de solidaridad con los desvalidos, además de la voluntad de dar testimonio de una realidad, de una gente miserable y desvalida a la que procuramos no ver, una pulsión masoquista que me pareció un poco malsana --aunque luego he descubierto que es precisamente el masoquismo el motor de muchas de las cosas interesantes e inesperadas que emprendemos en la vida--. Ponerse voluntariamente en la situación del indigente sin serlo de veras puede ser también el supremo lujo, el máximo capricho. Algo un poco obsceno.

Ponerse voluntariamente en la situación del indigente sin serlo de veras puede ser también el supremo lujo, el máximo capricho. Algo un poco obsceno

En esto, la novela con la que a Ponç Puigdevall le han dado el Premio Joanot Martorell es mejor, pues no nace de un proyecto literario o periodístico o voluntad de dar testimonio o lección alguna de moral; lo que aquí impele al narrador --como el autor, un respetado escritor que se ganaba la vida como crítico de literatura catalana-- a echarse a los caminos de la autodestrucción y a pasar las noches en los bancos públicos o en los cajeros de las oficinas bancarias de Girona, Gijón y media España, durante seis años, antes de regresar al punto de partida, es la pura y dura fatalidad, la mala suerte y la mala cabeza, el aburrimiento y el asco del orden, y un orgullo de dimensiones cósmicas. No hay voluntad de denuncia ni hay voluntad didáctica: un extremo caso humano se explica a sí mismo, con todos los pelos y señales, sin sombra de autoindulgencia, y esto le da a la ficción un marchamo de autenticidad y de autoridad notarial.

Es fácil decir que es un libro perfecto, pues logra lo que se propone. Más arduo sería explicar el hecho de que esta crónica de la angustia y la pena sea una lectura fascinante. Sólo puedo imaginar que ello responde a un dominio magistral de la lengua y del fraseo y ritmo exactos. Ya se sabe, o debería saberse, que una buena novela no "va de", no "es sobre" ningún tema, y que su grandeza o miseria estética y moral se resuelve en la sucesión de frase tras frase. "En realitat el matrimoni rus no veia res, o molt poc, i no buscava altra cosa que no fos beure fins a matar-se minuciosamente: en aquell apartament s'hi sentia el tic-tac de la mort, no el tic-tac del temps, i hi havia alguna cosa cosa d'atroç quan l'home es quedava devant del got intentant no beure'l, massa dèbil per cedir a la debilitat, o quan la dona, com si es cansés d'estar asseguda a la seva butaca, com un animal estrany i maliciós...". Etc. Grande, Puigdevall.