Ha fallecido Mehran Karimi Nasseri, un hombre, una curiosidad, que alcanzó cierta, moderada celebridad por haber vivido 18 años en el aeropuerto Charles de Gaulle, de París. Spielberg dedicó una película con Tom Hanks como protagonista, inspirada en su caso, naturalmente edulcorándolo; y el escritor británico Andrew Donkin pasó varias semanas en el aeropuerto hablando con Mehran Karimi para escribir en comandita su autobiografía, The Terminal Man (El hombre de la terminal).

No es extraño que Spielberg y Donkin se hayan interesado por su caso, ya que este tiene ciertos efluvios literarios, en la intersección de las burocracias kafkianas frente al individuo que, por carecer de documentación –parece ser que era un refugiado político que había perdido el pasaporte—, no le permitían embarcarse en un avión y le amenazaban con prisión si se atrevía a entrar en territorio francés. Se suman además las consabidas contradicciones paradójicas entre la soledad del individuo náufrago y su supervivencia en una isla tecnificada como es un aeropuerto. Y entre la inmovilidad, la permanencia obligada en un lugar que sirve precisamente para que millones de personas se trasladen de un sitio a otro. Cabe también que el señor Karimi no solo habitase físicamente en esa tierra de nadie que es la zona de tránsito de un aeropuerto, sino mentalmente en las fronteras de la locura, de una locura inofensiva y organizada para la supervivencia. Ciertamente debe de ser para volverse loco ser un paria solitario que no puede salir de un edificio mientras ve por los ventanales los aviones que emprenden el vuelo o que aterrizan, y, alrededor, a las multitudes que arrastran sus maletas hacia París… Debió de ser un récord Guinness, pero ¿quién envidia ese récord? Nadie.

La prensa ha informado de la rutina diaria del señor Karimi: lo primero que hacía por la mañana era asearse y afeitarse en los lavabos públicos del aeropuerto; luego acercarse al kiosco para comprar o que le regalasen algún periódico, que leía mientras desayunaba en un McDonald’s (pagando con bonos de comida que le regalaban pilotos y azafatas, que los habían recibido de sus compañías aéreas pero preferían traerse de casa la fiambrera); y una vez alimentado y puesto al día de las últimas noticias, volvía a su banco, rodeado de las pertenencias que a lo largo de los años había podido reunir, y entonces se dedicaba… a escribir. A escribir su diario.

Alguien le regalaba cajas de folios, que él cada día llenaba, por las dos caras para ahorrar papel, con las observaciones de su día a día, alternándolas con sus reflexiones. Uno se pregunta qué cosas pueden merecer anotarse en un sitio que, como el área de tránsito de un aeropuerto, los arquitectos definen como un “no lugar”: un día, se ha declarado una amenaza de bomba, pero ha sido una falsa alarma. Otro día, ves a una pareja que se separa y están los dos muy tistes y rompen a llorar. Un borracho que arma bronca. Gente que va y viene. Pasa una mujer muy guapa. Se ha puesto enfermo el kiosquero. Se ha jubilado la camarera del McDonald’s, la sustituta también es amable. El hilo musical repite siempre la misma música para aeropuertos y ascensores. Alguien ha perdido la maleta. Hay una gotera en la terminal y han venido los fontaneros a repararla. Pasan unos policías llevándose a un preso.

Y todo esto reseñado meticulosamente día tras día, durante 18 años, hasta conformar un manuscrito de 10.000 páginas por lo menos, según los cálculos de Donkin. Mehran Karimi Nasseri ha sido un escritor caudaloso. ¿Por qué escribía incesantemente, qué sentido tenía ese Diario? Seguramente el mismo motivo y el mismo sentido que lleva a todos los escritores del mundo a tomar la pluma.

A saber qué habrá sido del largo manuscrito, ahora que él ha fallecido. A lo mejor es una obra maestra, una rareza.

En los últimos años de su vida, debido a un cambio en la legislación sobre pasajeros en tránsito, Mehran Karimi Nasseri fue expulsado del aeropuerto y fue alojado en un albergue de caridad en los suburbios de París. Para redondear su misterioso y tan literario personaje, estando ya muy mermada su salud, abandonó el albergue y regresó al aeropuerto Charles de Gaulle, donde pasó las últimas semanas de su rara vida y donde falleció, víctima de un ataque al corazón, el pasado día 13.