La manifestación que llenó el Paseo de Gracia el día de la Hispanidad, como la del 8 de octubre del pasado año, como las que vendrán en el futuro, son fruto directo del discurso del Rey del 8 de octubre de 2017. Al escuchar aquel discurso los catalanes (y no sólo ellos) perdieron el miedo, especialmente cuando dijo “no estáis solos”. Pienso que si un Jefe del Estado tiene que decir semejante cosa es porque se ha hecho evidente que en la ciudadanía ha cundido un sentimiento difuso de abandono, de aislamiento, de acoso, de desamparo, de temor y soledad…  que en efecto muchos, muchísimos, sentían ante las bravatas y las cacicadas de los aventureros que conculcaban leyes, mentían e intoxicaban sin tasa, redactaban constituciones y leyes “de desconexión”, fabricaban censos, preparaban impuestos, usaban su policía para espiar a los políticos desafectos y a la Guardia Civil (presuntamente, de momento), manipulaban sin escrúpulos a ancianos y niños, etcétera, en camino directo al golpe de estado, para el que decían tener mucha prisa.

Los ciudadanos de Cataluña sentían que el Estado al que pagan sus impuestos y del que esperan, a cambio, la protección de sus derechos y de su ciudadanía, les había entregado, en nombre de la descentralización, y no se sabe si por desidia, por torpeza o por ignorancia, a manos de quienes literalmente se declaran enemigos de ese Estado y actúan como tales, levantándose en rebeldía contra el orden constitucional el 7 y 8 de septiembre y el 1 y 2 de octubre, hasta la declaración de independencia a los ojos de la nación estupefacta y de cientos de medios de comunicación de todo el mundo.

Pero el Rey había pronunciado su discurso. El suspiro colectivo de alivio se debió de oír hasta en la estratosfera: había alguien ahí. El discurso cambió por completo la situación, desbarató la presunción de impunidad con que actuaban los sediciosos, que a partir de ese momento empezaron a temer que les esperaba lo que su contumacia merecía, y despejó la atmósfera en cosa de unos minutos solemnes. A todos nos recordó lo que tuvo que hacer su padre cuando el golpe del 23-F. En aquella ocasión los insurgentes pertenecían al estamento castrense, de ahí que Juan Carlos I compareciera ante las cámaras de televisión vestido de uniforme militar, como para recordar a la oficialidad y a todo el pueblo español que no sólo era Jefe del Estado sino también de los ejércitos, y estaba dispuesto a actuar en consecuencia si los golpistas no deponían de inmediato su actitud levantisca. Como el golpe del nacionalismo catalán no lo daban militares sino un poder civil, unas instituciones del Estado contra la totalidad del mismo, Felipe VI no precisó del uniforme y compareció de traje y corbata, como representante de la sociedad civil.

Ha pasado un año. He vuelto a escuchar el discurso, que entonces me pareció impecable. Me lo sigue pareciendo. No fue una pieza de oratoria memorable pero fue más que convincente y eficaz. Estética sobria y palabras equilibradas, claras, precisas, firmes; en la figura física del orador había además una cualidad dinámica y resuelta, la idea de una energía que tenía perfecto dominio y control de sí misma. A su lado tenía la bandera de España y la de la Comunidad Europea. Detrás, el retrato de Carlos III, el rey ilustrado, que hizo tanto bien y hubiera hecho más si las circunstancias se lo hubieran permitido. Frente a la ranciedad pretenciosa de las ceremonias nacionalistas en el palacio de la Generalitat y en el Parlament, con su solemnidad de quiero y no puedo, el discurso del Rey fue plenamente moderno.

Últimamente arrecian las campañas contra la monarquía desde dos trincheras: desde la extrema izquierda y naturalmente desde el nacionalismo (movimiento que ha abandonado, dicho sea de paso, este vocablo, en favor de “soberanismo” o “independentismo”, que parecen menos infamantes). Es lógico que quieran derribar el trono que obstruyó sin vacilaciones su aventurerismo y que representa el espíritu de continuidad democrática en el que quiere reconocerse, en el que se reconoce la nación.