Los españoles están entre los ciudadanos más infelices de Europa, los terceros empezando por la cola, según el informe de Advisors on Global Happiness recién publicado, que contradice otros previos, de otras entidades, que sostenían que en general la ciudadanía española está contenta. Según esos Advisors, no, al contrario, nos sentimos casi tan desdichados como los argentinos, y estamos en el extremo opuesto del ranking encabezado por los canadienses y los australianos y, en Europa, por Francia y Gran Bretaña.

Claro que estas estadísticas hay que tomarlas siempre con precaución, no solo porque se basan en las declaraciones de los mismos encuestados y porque en realidad no sabemos si merecen mucha confianza los sociólogos y ingenieros en datos que las confeccionan. Sino porque las mismas preguntas sobre la felicidad tienden a la confusión, dado lo evanescente del concepto. Bien dijo Kierkegaard que una mañana esplendorosa puede ser arruinada por la adversidad más insignificante, como un pelito que se mete en el ojo: “Contento, lo que se dice contento, absoluta e infinitamente contento, no lo estará el hombre jamás, mientras viva”. Es más: “El hombre se sentirá tanto menos contento y satisfecho cuanto más viejo sea, cuanto mayores sean sus conocimientos de la vida, su gusto por lo agradable y su afán de delicadezas y exquisiteces. Es decir: cuanto más competente, más descontento”. (La Repetición, Alianza, pág. 122).

Basta cruzar estas sentencias inapelablemente confirmadas por la experiencia de cada uno con otras estadísticas que señalan, por ejemplo, que los españoles son uno de los pueblos que gozan de más esperanza de vida (el segundo, por detrás de Japón), de una más humana estructura social, de excelente alimentación, de un clima suave, y otros factores de bienestar y dicha; según The Economist, es el mejor país del mundo para nacer, el más sociable para vivir y el más seguro para viajar, y el nivel de nuestra democracia está muy por encima de países tan acreditados en esto como Bélgica, Francia e Italia.

Respaldado por los datos de la prestigiosa publicación, escribí hace unas semanas un texto sobre las luces y sombras de la España de hoy, poniendo el acento, previa consideración del contexto en que se publicará, precisamente en las luces. El tono en general es optimista y me abstuve de señalar los tres problemas más graves de España, que son los que quizá determinan ese estado de infelicidad de la población detectado por Global Happiness: los sueldos son rigurosamente bajos; la natalidad está hundida; y, tercer problema grave, hay un malestar regional que socava la confianza general y amenaza la estabilidad y el futuro.

El problema de la baja natalidad lo padeció también Alemania hace unos años y lo resolvió con una batería de medidas legislativas para amparar a la familia y a las madres solteras, familias y madres solteras que aquí están abandonadas a su suerte. Los otros dos problemas me temo que tienen más difícil solución, especialmente si no se toman en serio.