Una característica de nuestra sociedad, moderna y democrática, es la caída vertiginosa, pavorosa, de los ídolos, desde la cumbre al abismo. No sé si pasará lo mismo en otros países con tanta intensidad. Esta deriva comenzó con la cárcel para aquel estupendo ministro de Interior que era José Barrionuevo y para el admirable jefe de la policía Rafael Vera, por decisiones del juez Baltasar Garzón, que a su debido tiempo fue apartado de la carrera por prevaricador. Después buena parte de la cúpula del Partido Popular que gobernó España durante años ha ingresado en la prisión, convicta de toda clase de corrupciones y desfalcos. Cada día gotea aún el chorro de las revelaciones escandalosas, le descubren al señor Zaplana unos millones en Suiza. El yerno del rey anterior pena en una cárcel por corruptelas del caso Noos, y el mismo monarca se vio obligado a abdicar por ello, o quizá por haberse ido de cacería a África, cosa imperdonable. Luego toda la cúpula del Gobierno separatista catalán está sometida a juicio, o fugada y enredando por ciudades europeas, y se da por descontado que algunos años de cárcel les caerán, además del tiempo ya pagado en prisión provisional, por delitos equiparables a la alta traición que fueron cometidos además con gran aplomo ante los ojos de la ciudadanía.

Hay también la conciencia de que muchos que merecían estar a la sombra se salvan, sea por hastío y pereza de los organismos de la Justicia a la hora de perseguir crímenes demasiado extendidos, sea por miedo a enredar más las cosas. Es el caso, por ejemplo, de Artur Mas y de sus consejeros y asesores. Un hijo del otrora todopoderoso Pujol está en la cárcel, y si el mismo Pujol y su esposa no le hacen compañía en la celda es casi por piedad. Altos cargos de Madrid, Valencia, Sevilla o Barcelona se han escapado por los pelos de graves acusaciones, reales o  falsas. De otros próceres se sabe a ciencia cierta, o por lo menos se tiene la convicción, de que se han escapado del castigo que merecen gracias a alguna triquiñuela legal o prescripción.

Empieza a dar la impresión de que sucede en nuestro país una de estas dos cosas: o solo gente de poca sustancia y rectitud, solo gente muy torcida, asume cargos públicos, o bien asumir un cargo público es una tarea de máximo riesgo, se expone uno a ser escrutado con ojos poco benevolentes, extremadamente rigurosos e incluso injustos porque no tienen en cuenta circunstancias subjetivas, atenuantes. Como aquella Lola Flores que no daba crédito al ensañamiento del fisco con ella, que tanto había hecho por España, y que escribió sus memorias bajo el título Lo que sufrí en el banquillo, chiquillo. El crepúsculo de los ídolos es incesante y resulta un espectáculo pasmoso. No es un espectáculo edificante el de toda esa gente que no estaba escrito que acabase en la cárcel como cualquier delincuente de poca monta, sino que fue educada en las mejores universidades y estaba llamada a dominar y mandar, pero pasó algo inesperado y fatal. Los dos futbolistas más venerados se han librado de la cárcel pagando fortísimas multas. Ahora está en juicio por blanqueo de capitales Sandro Rosell. No hace tanto, lo recordamos muy bien, era un joven inteligente, despierto, y un miembro destacado, el más destacado, del autodenominado “círculo virtuoso” --denominación repetida y asumida por la prensa-- de Jan Laporta, que supuestamente iba a limpiar de corruptelas y modernizar el club de fútbol Barcelona. A Laporta no es preciso recordarle disfrazado de principito de las mil y una noches en Azerbayán, o sacando una tripa obscena en la cubierta de un yate y blandiendo un habano. Su “círculo virtuoso” ligó el club a siniestros emiratos del Golfo y a la ideología fascista del nacionalismo catalán. Si el círculo en vez de virtuoso llega a ser vicioso, quizá hubiéramos asistido a sacrificios humanos en medio del césped del Camp Nou, o Nou Camp, o como se llame. Luego los inteligentísimos y preparadísimos miembros de ese círculo se devoraron entre ellos, con querellas cruzadas.

Eran líderes, la clase de gente a la que un sarcástico Tom Wolfe en La hoguera de las vanidades llamaba the masters of the universe, los señores del universo, los dueños del mundo. Ignoro si Rosell es culpable de los delitos que se le imputan o víctima de un error judicial como parecen creer sus abogados, o incluso de una monstruosa conspiración. La verdad es que me da igual. Lo que me interesa es que Rosell creía haber aprendido, a fuerza de experiencia, carácter y disgustos, qué suelo pisaba, cómo funciona el mundo a un nivel planetario --que es el nivel en el que se movía--, y qué es la realidad y cómo debemos afrontarla. De ahí que titulase su libro de memorias prematuras Bienvenido al mundo real: una bienvenida que se dirigía a sí mismo y que parecía una lección de humildad bien asumida pero que sonaba también, sin duda involuntariamente, a altanería. Algunos lo entendimos como la pretensión de aquel publicista futbolero de explicarnos, generosa y claramente, cómo es de verdad el mundo real, ese mundo que por culpa de nuestras ideas confusas y brumosas, nuestra inteligencia escasa y perezosa, nuestro romanticismo gilipollas, no sabíamos cartografiar debidamente. Todo esto es bastante penoso y no me alegro en absoluto de la desgracia ajena, sería rebajarse; así, en abstracto, hubiera preferido que las cosas fuesen de otra manera para unos y para otros, pero pienso que la caída del caballo es también una oportunidad de repensarse y de reconocerse. En la desgracia siempre queda el consuelo del conocimiento. Y aunque uno esté físicamente preso, en lo íntimo y espiritual sí se cumple el versículo de San Juan que los husitas adoptaron como lema: “La verdad os hará libres”.