Oxfam, la histórica organización no gubernamental (ONG) cuyo origen se remonta a la Segunda Guerra Mundial, cuando nació para combatir el hambre en el Reino Unido, y que luego se extendió por otros países, ha reconocido que varios de sus cooperantes, entre ellos algunos directivos del contingente que acudió a auxiliar al Haití devastado por el seísmo del año 2010, habían contratado los servicios de prostitutas. A partir de ahí, alguna fuente anónima hablaba también --con el periódico The Times-- de "orgías dignas de Calígula", la ONG ha abierto una investigación interna y tomado medidas para que esas cosas no se repitan en el futuro, el Gobierno británico exige explicaciones y purgas, etcétera.

Chocolate por la noticia, como diría don Isidro Parodi. O como dijo el capitán Renault en el café de Rick en Casablanca mientras se embolsaba el dinero de su soborno: "Qué escándalo, he descubierto que aquí se juega".

Esta clase de revelaciones suelen parecer especialmente turbadoras cuando se trata de entidades caritativas, sin ánimo de lucro, animadas por las mejores intenciones de intervención humanitaria en países especialmente maltratados por la naturaleza o por la historia, adonde sus cooperantes acuden impulsados por un generoso ánimo altruista. También los casos de corrupción o los abusos que de vez en cuando protagonizan miembros de las fuerzas de paz de la ONU --los cascos azules--, o los estupros del mosén de turno sobre sus monaguillos, parecen especialmente ultrajantes porque al desvalimiento de las víctimas se suma la excelencia moral, la ejemplaridad que se le suponía al abusador: cae desde más arriba.

Una de las primeras señales de que a un país en apuros ha llegado por fin la ayuda humanitaria es la súbita multiplicación exponencial del número de prostitutas por kilómetro cuadrado

Quizá no sea constructivo explicar, como sin embargo hago yo aquí, que el caso de Oxfam en Haití no es una excepción, sino el pan de cada día. Como observé años atrás en el ejercicio del periodismo en el África negra, la primera señal, o la segunda señal de que a un país en apuros ha llegado por fin la ayuda humanitaria es la súbita multiplicación exponencial del número de prostitutas por kilómetro cuadrado. Parece que salgan de debajo de las piedras. Lo cual responde a la lógica elemental y cartesiana de la ley de la demanda y la oferta.

En tales escenarios de desgracia abundan, por supuesto, los cooperantes de moral intachable y con un riguroso sentido de la responsabilidad, gente abnegada y admirable; pero también hay muchos hombres solteros, desarraigados, que se apuntan a la ONG tanto por la necesidad de dar algún sentido a su vida desorientada como por anhelo de experiencias, de aventuras, de lontananzas exóticas, o de poner tierra de por medio para que cicatrice alguna herida emocional, por no hablar del anhelo también hondamente humano de hacer algo útil, ayudar al prójimo, para que se cumpla el terrible poema de Pemán, cima del filisteísmo: "Quiero hacer bien en mi vida / para sentir en mi pecho / esa dulzura escondida / que engendra la indefinida / satisfacción del bien hecho".

Así pues, este tipo de cooperante es un varón en la flor de la edad, solo y con las necesidades atávicas y perentorias de contacto humano y alivio sexual, que además se encuentra de paso en tierras asoladas por la desgracia y con pocos atractivos que ofrecer salvo sus mujeres, atraídas por las divisas que maneja como moscas a la miel. Las familias de las chicas lo saben o lo intuyen, pero como la necesidad aprieta, cierran los ojos. Todos contentos. O casi.

Así se da la paradoja de que uno de los primeros efectos de la caridad es el putiferio. Cuando ves esto in situ, la primera tentación que sientes es pensar que los cooperantes son una plaga, que el hombre blanco es tóxico por naturaleza y que la humanidad no tiene remedio. Pero este fatalismo sería reductivo e injusto con las ONG, muchas de las cuales hacen un trabajo admirable, fui testigo de ello.