Dentro de pocos días leeremos en las noticias, o nos dirán por televisión, que ha muerto un chico en moto acuática.

Y algunos al enterarse sentirán una vergonzosa satisfacción. Pues yo no, no me alegraré.

Nadie quiere a esos chicos. Todos les desprecian. Se les desprecia de forma impotente. Y cuando se les ve pasar a toda velocidad se les envían ondas mentales de desprecio, ondas que dicen: “eres un advenedizo del mar, un parvenu. Te portas como un bárbaro y perteneces a la escoria de la tierra”. 

Pero los chicos de las motos acuáticas no perciben esa hostilidad. Van a lo suyo, de pie sobe su máquina, brincando sobre las olas, la mar de contentos, disfrutando de la velocidad, a veces  con una chica detrás, agarrada a su cintura y lanzando grititos para fingir que pasa miedito.

El año pasado murieron en las Baleares cuatro chicos en diferentes accidentes de moto acuática; en el resto de nuestro litoral mediterráneo fallecieron algunos más: en esas circunstancias el mar no es el blando fluido que conocemos, y el impacto desde esos ingenios a toda velocidad es brutal; la cabeza revienta. El próximo septiembre haremos recuento y ya veremos qué cosecha ha sacado la muerte este verano del juego tonto de la moto acuática.

Decía que todo el mundo desprecia a esos chicos. Hay motivos: el ruido estruendoso, el oleaje molesto que levantan, el lipori que da su tonto exhibicionismo, el peligro que generan, los accidentes que provocan. Y sobre todo el hecho de que llevan al mar, a la experiencia de la natación en el mar y de la navegación, en especial de la navegación a vela, que es de naturaleza lenta, contemplativa, concienzuda y silenciosa, su misma contradicción: ruido, velocidad, precipitación y cierta violencia.

Hay que comprender a esos chicos: la moto acuática es la única vía que tienen para “conquistar” el mar del verano. No tienen título de patrón de barca. No tienen yate, ni barca, ni idea de por dónde sopla el viento. Estarían condenados a quedarse en tierra, pero tienen unos euros y se conceden este sucedáneo de la navegación: esta alegría fantástica de saltarse todos los requisitos, todas las jerarquías del conocimiento y del dinero. Cuando además van en manada, a toda velocidad, ¡qué sensación de poder avasallador!

Hay que comprender a esos niños grandes que siguen queriendo que su madre preste atención a sus monerías. Pasa el chico de la moto acuática, da gas, acelera, molestando a todo el mundo, y oigo la voz infantil gritando: “¡Mira, mamá! ¡Mira, mamá! ¡Mírame! ¡Mírame!”. La voz de un niño mimado, maleducado y pesado. Dan ganas de darle un bofetón.