Uno de los a prioris predilectos de los nacionalistas es el de la unidad del pueblo catalán. Esa unidad es algo tan bueno y positivo que son muy malas personas las que la niegan o los que contribuyen a debilitarla con su indiferencia, con su hostilidad, o peor aún con su tibieza. La unidad es tan valiosa que idealmente debe ser refrendada con la institución de un nuevo Estado que la ampare, y mientras tanto debe preservarse a costa de todo lo que haga falta, negando las fracturas y las grietas aunque sean evidentes e incorporando a cualquiera que habite en el territorio y manifieste su respeto a los descendientes de los que llegaron antes a él --y por tanto se consideran legítimos dueños del solar— y su voluntad de someterse a ellos e integrarse.

¿Integrarse a qué? A lo que es llamado la “identidad” o sea unas tradiciones que perpetúan una historia común, una cultura particular, una lengua “propia” de ese territorio geográfico y mental, en fin, elementos que conforman una determinada “visión del mundo” e incluso una forma de ser especial: una forma de ser, ça va de soi, matizada, sofisticada, culta, humanista, inteligente, conectada a la revolución industrial, y a través de ésta a la idea burguesa del progreso; más próxima, para entendernos, a los pueblos de la Europa del Norte que a los levantinos, no digamos ya a los africanos, esa catástrofe.

Historia, cultura, tradiciones, lengua y “forma de ser” o sea carácter conforman una identidad tan sólida, tan fuerte, tan claramente perfilada, que por una parte ha resistido a todos los intentos de asimilación (salvo a los franceses e italianos, pero bueno ésa es otra historia), y por otra se puede permitir, sin incurrir en peligro de muerte, adoptar a los inmigrantes que renieguen de forma más o menos explícita de su “identidad” de origen y abracen la buena, la de llegada; mejor aún si se cambian el nombre, y ya estupendo sin cambian también el apellido. Venimos del norte y venimos del sur y una bandera nos hermana. Una bandera o sea una patria o sea un nacionalismo o sea una nación.

De ahí, por ejemplo, la imposición del raro concepto de “lengua propia” para deslegitimar el concepto, mucho más humano y realista, de “lengua materna”. Todo en la vida y en la política es cuestión de lenguaje. Todo es cuestión de lenguaje.

De ahí la imposición del monolingüismo allí donde se pueda, y por supuesto en todas las áreas de la administración y del poder que escapan al control de los órganos centrales del Estado, sea porque se le han arrebatado mediante pactos y chantajes, sea porque las ha cedido con esa pachorra e indiferencia que no se sabe bien si es una forma decadente de la elegancia o un alarde de pereza máxima o de necedad. O de las tres cosas.

Todo esto parece aceptado con más o menos resignación hasta que el tirón asimilador es demasiado brusco, la histeria demasiado chillona, y muchos sienten un exceso de presión para que renuncien a su “identidad” de origen, sus mitos, su lengua, y se sumen a la identidad de “llegada”. Porque es que también tienen sus tradiciones, su lengua, su historia, y hasta también sus “sentimientos” de adhesión y propiedad a unas tierras, unos paisajes, etc. (que por mucho que les gusten y conozcan y añoren tampoco fueron nunca “suyos”), a los que de ninguna manera están dispuestos a renunciar. Y todo eso conforma otra “identidad”. Ya tenemos dos.

También existe una tercera Cataluña, una tercera “no-identidad”: la de esa gente que descree de los sentimientos de pertenencia, de la identidad y la unidad de un pueblo, y que sólo por respeto humano no se echa a reír cuando le hablan de una forma de ser y de estar en el mundo que a través de la compartida lengua, cultura, tradiciones e historia les iguala con los demás catalanes.

Pero por favor, ¿cómo se les ocurre? ¿En qué figón, en qué templo de santurrones que huelen a caca, en qué bar de neones de colores nos presentaron a todos? Y tú aparta, bicho, contigo no.