Su clientela son los que se quedan. Los que viajan apenas entran en la cantina de la estación. Reina una penumbra espesa, un olor a ranciedad. El espacio está dominado por la televisión siempre encendida, la radio a ratos y un expositor con discos de Marisol, de Ádamo y de Rocío Dúrcal, como si hubiésemos viajado en el tiempo y regresado a algunas décadas atrás. La cantina de la estación es el bar del pueblo de veraneo donde pasan el rato las piltrafas humanas, el refugio de las afueras para los disidentes sociales, las ovejas negras del pueblo, el tonto.

Atiende una chica suramericana, algo entrada en carnes, vestida con transparencias poco favorecedoras. Una buena chica, no siempre de buen humor, y tiene sus motivos. Ha llegado hasta aquí desde el otro lado del Atlántico, pero no parece que vaya a llegar mucho más lejos. La cantina de la estación es el final de su viaje, como el de su clientela.

Sentado en la mesa del fondo, en la esquina más oscura, a veces está un tipo despeinado, huraño, con aires de intelectual de pueblo, de listillo al que no engaña nadie. Bebe copitas de orujo, o de anís… Hay también un viejecito con una taza delante, esperando que se enfríe el café con leche.

Las tragaperras emiten en vano sus luces parpadeantes. Aquí nadie viene a jugar. Desde una ventana se ve llegar los trenes, desde la otra ventana los vemos partir. Los andenes se vacían, al cabo de un rato se vuelven a llenar. Es muy fuerte la sensación de que el tiempo pasa.  

Se oye en el exterior, en esa explanada que se usa como aparcamiento, a una yonqui, sólo piel y huesos y unas greñas canosas, gritándole al teléfono móvil.

Casi se me ocurre una idea. Pero no llega a cuajar y se desvanece.

La gente llega al andén y llegan los trenes y se van, puntualmente, a sus horas, pero nosotros, los clientes preferentes de la cantina de la estación, nos quedamos en el cómodo malestar barato. En esta especie de rencor satisfecho.

¿A qué hora llega nuestro tren?... ¿Cómo dices?... ¿Que ya ha pasado?... Ay, cómo es posible que no nos hayamos dado cuenta, si llevamos años sin movernos de la cantina de la estación.