Pronto empezaremos a ser como los ingleses: en los ascensores, cuando nos encontremos con los vecinos, hablaremos del tiempo. Es lo decisivo.

El calentamiento global, el cambio climático, provocan la sequía. La prolongación insensata del verano hasta vísperas de Navidad, que es un disparate se mire como se mire y una extravagancia, en conjunción con el hambre en el África expoliada desde el tiempo de los romanos cuando Roma arrasó Cartago, definen la afluencia incesante de pateras, yates y barcos que atraviesan el Mediterráneo cargados de varones jóvenes que huyen de la desesperación, sin llevarse puesta ni una mujer ni un título universitario, o sea sin argumentos para la resignación ni formación académica competitiva.

Y todo esto sucede en los prolegómenos de una mutación mediante las tecnologías digitales y biológicas que, según sostiene Klaus Schwab en La cuarta revolución industrial, provocará una transformación mundial infinitamente más traumática que cualquier cosa que la especie humana haya experimentado antes. Una predicción que ya se está empezando a cumplir. Comparado con el futuro inmediato, las revoluciones francesa y rusa apenas merecerán un alzamiento de cejas y un bostezo displicente.

El porvenir es una novela de ciencia ficción. Procuramos no hablar de ello, no pensar en ello demasiado. El proceso lleva ahora a cientos de miles de africanos hacia Europa pero dentro de veinte años llevará millones sin que haya frontera, muro ni valla capaz de frenarlos, a no ser que vuelva a legalizarse la caza del hombre. No está descartada, pese a Steven Pinker, que sostiene que en el fondo somos buenos y vamos mejorando.

Cuando vemos en la televisión esos inhóspitos desiertos norteafricanos por los que transitan caravanas de vehículos militares en dirección a tal o cual ciudad en ruinas, dominada, además, por alguna subsecta islámica cuyos sumos sacerdotes discuten seriamente en la madrasa si al infiel, al judío, a la adúltera, al gay, es mejor degollarlos o sólo hay que tirarlos desde lo alto del primer minarete donde un tipo barbudo declama todo el día “la palabra de dios”, nos preguntamos cómo demonios es posible que en ese erial achicharrado donde la historia se detuvo en el siglo XIII quiera nadie vivir, y por qué no se vienen ya todos de una vez para Europa, donde abres el grifo y suele salir agua. ¿Por qué no se vienen, desafiando si es preciso a los negreros, las mafias, los ultras, los patriotas de toda laya, las leyes, los cupos, etcétera? ¿No me digas que es por amor a aquellos secarrales tan feos? Lo primero es sobrevivir.

Canadá abre sus puertas a los inmigrantes en un momento en que los demás países relativamente ricos las cierran. Si mañana no llueve, vayamos pensando en pedir el visado y hacer el equipaje

Como, habida cuenta de lo que es el África y los que es Europa, esta situación y esta correlación no va a mejorar en los próximos veinte años --según va floreciendo, fabulosamente tóxica, la cuarta revolución industrial, y se acentúa el cambio climático; sin descartar, además, alguna nueva contribución occidental a la catástrofe, en nombre, claro está, de la libertad y la democracia-- hemos de  irnos haciendo a la idea de que la imagen del futuro europeo nos la da el Brasil actual: hiperprotegidos condominios para una minoría, rodeados de un mar de chabolas donde hierve una vida amenazante de chicos en bermudas, camiseta y chanclas, bastante enfadados y no sin motivo.

No hay que ser alarmistas pero, si la sequía de 2017 se repite dos o tres años más, no nos extrañará ver en Nochevieja brindar a Anne Igartiburu con una copa de agua, bebida que será considerada más exquisita que el champán de la Veuve Clicquot. Rebus sic stantibus --o sea: estando así las cosas-- convendría ir pensando en emigrar también nosotros hacia el norte. Dejando a nuestras espaldas, eso sí, cerrada con doble llave la puerta de casa. Por si algún día conviene volver de vacaciones. ¿Y a dónde ir? Al norte europeo no, que hay atascos y los morenos no somos bien recibidos, ni aun siendo catalanes.

Hay que ir al Canadá. Es un país muy rico, inmenso y despoblado: sólo 37 millones de habitantes. Tres habitantes por kilómetro cuadrado. Muchos lagos de agua potable, por ahí no hay problema. La mayor parte del territorio se considera inhabitable debido a las condiciones climáticas extremas, pero eso, con el deshielo y el calentamiento global, va a cambiar en seguida. Donde ahora un manto de nieve de dos metros de grosor cubre la tierra, pasado mañana plantaremos viñas.

Los sucesivos gobiernos canadienses han lanzado campañas de captación de inmigrantes, a los que subvencionan generosamente para que pueblen esas remotas regiones inhóspitas y nevadas. El actual primer ministro, Justin Trudeau, ha aumentado esas ayudas. La mayor parte de esos inmigrantes procedían a principios del siglo XX de Europa Occidental; a partir de la segunda guerra mundial, del bloque comunista europeo, pero ahora ya vienen de Asia, de Sudamérica y de África. También podemos ir los españoles, allí no le hacen ascos a nada.

En fin, Canadá abre sus puertas a los inmigrantes en un momento en que los demás países relativamente ricos las cierran. Si mañana no llueve, vayamos pensando en pedir el visado y hacer el equipaje. Ve aprendiéndote ya los nombres de las provincias: Yukón, Manitoba, Ontario, Quebec, etc.