Me comprometí a llevar a mi sobrinita a la cabalgata de los Reyes Magos. La cría tiene sólo seis años y es una criatura muy dulce, muy ilusionera, con ricitos dorados y ojazos llenos de asombro. Mi cuñado Lautaro me la trajo a casa y me agradeció el favor:

--¡Eres Gardel, cuñao! --dijo--. Así, mientras vos hasés de baby sitter de mi pibita, tu hermana y yo podremos pasar la noche en el club La Amistad, sin preocuparnos por la hora.

--¿La Amistad? ¿No es un local de intercambio de parejas?

--Un boliche macanudo. Nos hace mucha ilusión participar en una linda orgía clandestina que han organizado, sin mascarillas, ni antígenos, ni forros, ni hostias. ¡A puro pelo!

--Ya.

-- Será bárbaro. ¿Sabés, cuñao? ¡Eso sí va a ser una cabalgata regia!

--Ya imagino.

--Pienso coger con las minas como puro chancho bravo --se entusiasmaba--. Las vi a culiar sin piedad… Les vi a morfar la concha…

--Ahórrame los detalles, Lautaro, de verdad.

--Bueno, chau, cuñao. Disfrutá de la cabalgata. Que te lo pasés grandioso.

--Y tú también en la bacanal. Ten, que te olvidas el bandoneón.

En fin. Por fin se fue. El caso es que en la tele dijeron que en la cabalgata de Barcelona, teniendo en cuenta el Covid, para evitar las aglomeraciones, los Reyes Magos no iban a repartir caramelos. Y pensé: Si no dan caramelos, ¿para qué demonios voy a ir a la cabalgata? Con lo bien que se está en casa. Así que puse a mi sobri a ver la tele, le di su cena preferida --macarrones y croquetas-- y me quedé dormido, a su lado, en el sofá, viendo un episodio de Pokemon.

Dormí profundamente. Soñé que me había tocado la lotería. Además, volvía a tener diecisiete años, pero --eso era lo más raro-- tenía también toda la experiencia, los conocimientos y la sabiduría que debería haber ido acumulando a la edad real que he alcanzado. ¡Menudo chollo!

En aquel sueño yo era un joven prodigioso que estaba dando la vuelta al mundo de hotel en hotel, y allí por donde pasaba reconocían mi genio las multitudes de todas las razas y religiones, representadas por sus Reyes: éstos me ofrecían recepciones lujosas en sus magníficos palacios y me invitaban a pronunciar discursos y conferencias, que inevitablemente terminaban en nutridas salvas de aplausos. Yo era feliz.

Hasta que un día (no sé si fue en la corte de Lhasa, o de Bután, o de no sé qué otro país misterioso, oculto entre altas cordilleras, con muchos monasterios llenos de monjes rapados) pronuncié un discurso titulado “Paz para todos en el año 2022”, tan lúcido y brillante que hizo llorar emocionada a toda la corte.

También lloraba Miss Universo, que --olvidaba decirlo-- viajaba conmigo: era una belleza venezolana de piel lustrosa, parecida a Hedy Lamarr, y, como ella, también estaba dotada de una gran inteligencia que aplicaba a ayudar a los demás. La conocí cuando trabajaba como doctora voluntaria en la isla de Molokai, cuidando a los leprosos. Pero aquel alma sensible y cuerpo suculento renunció a todo, a los fastos de Miss Universo y al ejercicio de la caridad cristiana, para acompañarme a dar la vuelta al mundo.

Así pues, lloraba mi Hedy, lloraba la corte, lloraba la familia real…

Los llantos me despertaron. Volví de golpe a la realidad, a la realidad catalana (que es como una realidad aumentada a la enésima potencia) y me encontré en el sofá de mi piso, sentado junto a mi sobrinita, que lloraba a moco tendido.

--¿Qué te pasa, Montse-Eulàlia-Laia-Llibertat? --pregunté--. ¿Por qué lloras?

-- ¡Es que el monstruo me ha dicho que los Reyes Magos no existen, que los reyes son los papás! --contestó mi sobrinita sin dejar de sollozar--. Y si son los papás no tienen poderes mágicos y esta noche no podrán traerme los juguetes que he pedido. Me habéis estado engañando. ¡Nunca más podré fiarme de nadie!

Quedé muy chocado. No soporto que se rompan las fantasías de los niños, que se les incruste de golpe en el principio de realidad, en la prosa de la vida. Traté de consolarla:

--Vamos a ver, Montse-etcétera: ¿Qué juguetes habías pedido en la carta?

--La muñeca Pinipon.

--Te la traen seguro, ya verás... ¿Y qué más?

--El móvil... la Nintendo...

-- Bueno, sobri, estas ya son cosas caras y no creo que Lautaro... ¿Qué más pedías?

--¡La independencia de Cataluña!

--Eso sí, está al caer, sobrina. Es como si ya la tuvieras. Dalo por hecho.

--Pero el monstruo me ha dicho...

--¿A qué monstruo te refieres? --aunque yo ya me imaginaba quién había aprovechado mi sueño para destruir, con sus revelaciones, el candor de mi sobri. Y en efecto, oí la atiplada voz de Chuky, el muñeco diabólico que habita en mí--.

--¡A los seis años la criaja no puede seguir en Babia! ¡Basta ya de puerilidades, el mundo que espera a los niños exige que maduren, cuanto antes, mejor! ¡Hay que decirles ya la verdad!

--¿La verdad? --respondí, pensando en voz alta--. ¿Qué es la verdad?

Y creo que lo dije exactamente en el mismo tono de Poncio Pilatos cuando le llevaron a Cristo.

El llanto de la niña, de puro agotamiento nervioso, estaba amainando. Yo dije:

--¡Chuky, le has robado a mi sobrinita el mes de abril!... ¡No te lo perdonaré jamás, muñeco diabólico! ¡No te lo perdonaré jamás!

Entonces pasó algo extraordinario: viendo que cesaba el llanto de la niña, Chuky, estirándose desde mi pecho, le asestó un bofetón en el moflete derecho.

¡Qué horror! La mano de Chuky es pequeñita y el golpe no fue muy fuerte, pero la pobre niña, tras un momento de estupor y suspense, frunció la carita entera, y de repente rompió otra vez a llorar con desesperación, para gran regocijo de Chuky, que decía:

--¿A que está mona cuando llora? --se partía de la risa-- A mí es que me encanta ver a los niños cuando hacen esos pucheros tan graciosos.

--¡Maldito seas mil veces, monstruo, Herodes! ¡Te superas en abyección!

--¿A que sí?

Yo estaba escandalizado; perdí la paciencia y agarrándole del cuello, le amenacé:

--¡O consigues devolverle a mi sobrina la sonrisa y el puñetero mes de abril, o ahora mismo te estrangulo! ¡Y así se acabarán de una vez estos artículos contigo que no tienen ni pies ni cabeza, ni ningún sentido, ni tesis, ni antítesis ni síntesis, lo úico que tienen son tus barbaridades y mamarrachadas!

--No te equivoques, Ignacio. Yo soy muy popular entre los lectores de Crónica Global, según todos los sondeos. ¿O no recuerdas que el otro día, en el Registro Civil, una señora te reconoció, y te dio recuerdos... recuerdos para mí?

Sí, eso es verdad. “¡Recuerdos a Chuky, don Ignacio!”. Y es que tengo que reconocer que sin Chuky bien poca cosa soy. Me encogí de hombros. Para acabar de apaciguarme, el muñeco adoptó ahora un tono melifluo y sumiso y se sacó este as de la manga:

--Vas a ver cómo sí tengo sentimientos, Ignacio. Y un corazón más tierno aún que el tuyo, porque te recuerdo que a ti te ha dado pereza llevar a Montse-Laia-Mariona-Queta a la cabalgata de los Reyes; mientras que yo, para compensarla, le he preparado una cabalgata alternativa, aquí mismo, en tu salón. Verás qué bien se lo pasa. Esperad unos minutos.

Y en efecto, al cabo de unos minutos entraban por la puerta del salón y desfilaban ante nuestros ojos --los de mi sobrinita muy abiertos y llenos de alegría; los míos, no tanto--, disfrazados de Reyes Magos de Oriente, los tres muñecos de ventrílocuo que, como recordará el lector, adopté, en un arrebato de compasión, cuando a su “padre”, José Luis Moreno, ese genio del humor, lo metieron en chirona por un quítame allá unas deudas impagadas.

Monchito, como signo de que encarnaba al rey Melchor, iba tocado con la corona de cartón dorado del roscón de reyes; Rockefeller (rey Gaspar), llevaba sobre los hombros, a modo de capa de armiño, mi albornoz de la ducha; y finalmente Macario (rey Baltasar) blandía un cazo a guisa de cetro.

Cabalgaban sobre escobas y fregonas, pasaban y volvían a pasar por delante del sofá, cantando, no sé porqué, en vez de algún villancico, que hubiera sido lo propio de estos días, una marcial marcha militar; aquella que dice: “Margarita se llama mi amor, / Margarita Rodríguez Garcés, / una chica, chica, chica ¡bom! / del calibre ciento ochenta y tres, ¡ochenta y tres!”.

Tengo que reconocer que estas marionetas, siempre tan alegres y parranderas, han convertido mi vida solitaria y rumiante en un carrusel de emociones y sorpresas. Y por eso les estoy muy agradecido, a pesar de algunas bromas pesadas que me gastan de vez en cuando…

“Margarita el pañuelo sacó / cuando el tren hizo pííí, chachachá, / y una lágrima rodó, rodó, rodó / por su rostro angelical”.

¡Cómo desafinaban los malditos! ¡Y Chuky cantaba, o mejor dicho, berreaba, peor aún que ellos, mientras mi sobri aplaudía con pueril entusiasmo... que se transformó en estupor y temblores cuando las tres marionetas, impulsadas por no sé qué tremenda fuerza interior, se elevaron en el aire, a horcajadas sobre sus escobas, y se quedaron suspendidas entre el techo y el suelo, bajo la lámpara, emitiendo carcajadas y satánicas blasfemias y componiendo una de esas mudas y sombrías estampas goyescas que representan aquelarres. Mi sobri gritaba:

--¡Tito Ignacio, tito Ignacio, tengo miedo!

Pero en ese momento Macario, Rockefeller y Monchito apuntaron sus escobas en dirección a la ventana, y por allí salieron volando y se perdieron en la noche.

--¿A dónde crees tú que van, Chuky?

--¿A dónde van a ir? ¡A la calle Ausiàs March! ¡A la orgía de La amistad! Y no tiene nada de extraño --agregó el muñeco diabólico en tono de frustración, evidenciando que le encantaría irse con ellos-- porque se ha anunciado la presencia y participación de los acróbatas y las gentiles trapecistas del Cirque du Soleil.

¿Sería verdad o uno más de sus habituales embustes? Tentado estuve de tomar un taxi e irme para allá a comprobarlo, pues, como periodista que soy, me puede la curiosidad.

Pero ¿dónde podía aparcar a la sobri? ¿Podía encerrarla en el cuarto de las ratas hasta mi regreso? No me parecía bonito, y además tenía que preparar el agua y los dátiles para los camellos de los Reyes Magos, sus auténticas Majestades de Oriente, que esa noche pasarían por casa a dejar regalos para todos.

Y pasaron. Y dejaron, para Montse-Laia-Eulàlia-Llibertat, el móvil, la Nintendo y un certificado de la independencia de Cataluña firmado por Puigdemont con sangre (pero no con la suya: con la de Valtònyc). Y para mí y para esos capullos que viven conmigo --Chuky, Rockefeller, Macario y Monchito--… ¡carbón, carbón, carbón, carbón y carbón!