En el año 2006, cuando los servicios secretos rusos enviaron a dos o tres sicarios al Reino Unido con la misión de asesinar con plutonio a Alexander Litvinenko, uno de sus agentes que estaba allí refugiado y colaborando con el enemigo, aún era legítimo expresar cierto estupor y repugnancia, pero no sorpresa, pues todo el mundo sabe cómo accedió Vladimir Putin al poder en el Kremlin. (Si queda alguien que no lo sepa puede leer el libro de Masha Gessen El hombre sin rostro). Años después hubo el envenenamiento del traidor Serguei Skripal y de su hija, muy parecidos al del desdichado Litvinenko. Cuando la policía británica identifica a los ejecutores enviados por el Kremlin, y el gobierno de su Majestad los denuncia y reclama, aquellos salen a regañadientes de sus madrigueras y comparecen ante la televisión rusa para responder a las cándidas preguntas de una periodista complaciente: resulta que no son agentes de la FSB sino respetables profesores universitarios y si el día de autos se hallaban, ciertamente, en el lugar de los hechos, era por pura casualidad y en calidad de turistas. Son víctimas inocentes de las insidias de los enemigos de Rusia. (Luego en algún oscuro sótano de la Lubianka se les condecora con la orden de la perrita Layka.)

En el año 2010 un equipo de competentes verdugos del Mosad, disfrazados con pelucas y bigotes postizos, eliminó en un hotel de lujo de Dubai al dirigente de Hamás Mahmud al Mabhuhi. Todavía no se sabe cómo lo mataron, si lo asfixiaron o lo envenenaron o le inyectaron algún tóxico que le provocó un infarto fulminante, pero las cámaras recogieron sus idas y venidas por el hotel, siguiendo los pasos de su víctima, entrando y saliendo de su habitación. Cuando el gobierno de Dubai denunció el crimen hubo en Jerusalén algunas risitas y se descorchó alguna botella de champagne, pero por lo demás Israel se guardó mucho de reivindicar la hazaña. Y en las cancillerías europeas algunos exclamaron, con admiración pero en voz baja: ¡Hay que ver qué eficientes y resolutivos son estos tíos del Mosad! ¡Con qué pulcritud matan!

Los sauditas son algo más zafios. En el año 2018 el periodista Yamal Kashogy fue descuartizado en la embajada de su país, Arabia Saudí, en Estambul, probablemente por orden directa del príncipe heredero Mohamed bin Salmán, alias “el gran modernizador”, un estadista tan avanzado y progresista que incluso ha permitido que las mujeres se saquen el carnet de conducir.

Aunque Kashogy solo había ido a la embajada a renovar su pasaporte, gestión que pensaba despachar en cinco minutos, el señor embajador y unos cuantos colaboradores enviados ad hoc desde Riad consideraron más pertinente retenerle un ratito, estrangularle, trocearle y hacer desaparecer los pedazos. El crimen no quedó impune porque los servicios secretos turcos habían sembrado la sede de la embajada saudí de micrófonos (esto tampoco es bonito), y pudieron captar los últimos momentos del desdichado y los cínicos comentarios de sus verdugos mientras lo despiezaban. Luego, puesto ante las evidencias, el régimen saudí fingió sorprenderse mucho, lamentar los hechos y condenar a muerte a cinco chivos expiatorios. Asunto concluido. 

Lo que creo que no se había visto antes, en términos de crimen de Estado y violación de soberanías, es lo que el ejército de los Estados Unidos acaba de hacer por orden de su presidente con el general iraní Qasem Soleimani, que era la segunda personalidad del gobierno de Teherán y la figura pública más querida por los iranís gracias a su victoriosa lucha contra el Estado Islámico: o sea, enviarle un dron para hacerle pedazos, a él y a algunas víctimas colaterales, cuando acababa de aterrizar en el aeropuerto de Bagdad (Irak).

Eliminado con luz y taquígrafos. A diferencia de los dirigentes rusos, sauditas o israelitas, que disimulan, se encogen de hombros y dicen “a mí no me miren que yo no he sido”, El Donald no ha tratado de negar su responsabilidad en el crimen sino que, al revés, se jacta de su autoría y además amenaza como un matón con reducir Irán a escombros si los ayatolás se atreven a vengar el asesinato.

Por más que el gobierno norteamericano y sus terminales mediáticas aseguren que Soleimani era un hombre muy malo, responsable de acciones hostiles contra sus intereses y sus ciudadanos, y que se disponía a hacer cosas aún peores –sin aportar pruebas, pues son innecesarias, ya que Washington se las inventa cuando quiere, como las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein que nunca existieron pero bastaron para la guerra de Bush hijo contra Irak--, este caso no se inscribe en la pauta de la ejecución de Bin Laden o de Al Bagdadi, que eran caudillos de fuerzas militares y terroristas en guerra abierta y declarada contra el mundo. El caso Soleimani abre un nuevo modus operandi:

Sabíamos que las grandes potencias recurren al crimen cuando éste conviene a sus intereses pero por lo menos existía el velo de la hipocresía, el prurito de disimularlo, la conciencia de que no es algo de lo que enorgullecerse. Es el tabú estético: que por lo menos parezca que el mundo es un lugar más o menos decente.

Esto ha cambiado. Ciertamente es la hora estelar de los asesinos cuando el presidente de los Estados Unidos se pavonea de ser uno de ellos.

Más allá del puntual encarecimiento del barril de petróleo, de la estimulación del rencor de Oriente Medio contra Occidente y de la reunificación de la ciudadanía iraní en torno a un liderato reaccionario que era cada vez más criticado y tambaleante, aun no sabemos qué otras consecuencias tendrá la hazaña técnica y la aberración moral de El Donald. ¿Nada? ¿Otra buena guerra?

Acaso en algún sitio haya alguien que tenga la tentación de denunciarle ante el tribunal de La Haya como asesino confeso que es, y quizá como terrorista. Pero tenga cuidado el temerario denunciante y quienes estén a su alrededor, que bien poco le cuesta al Donald enviar otro dron.