El añorado Manuel Vázquez Montalbán se preguntó, retóricamente y en voz alta, en las postrimerías de la transición, si contra Franco vivíamos mejor. El autor de Carvalho, que exhibía finura analítica a raudales, apuntaba con esta frase a su convencimiento de que los males que afligían a la izquierda patria de aquel entonces, radicaban en su incapacidad de superar el vivir contra el franquismo.

A la vista de la centralidad obsesiva del tema independentista y la ausencia total de propuestas reales para salir de la anomia en la que se halla la política catalana, quizás haya que empezar a preguntarse si no habrá demasiada gente que vive mejor contra el procés, que se encuentran confortablemente instalados en una zona en la que el exceso de análisis ha llevado a la parálisis. No hay día en el que no se publiquen 10 o 20 artículos, que, con ligeros retoques coyunturales, bien podrían haberse publicado en cualquier momento entre 2012 y hoy mismo. El procés ha dado fruto, entre otras cosas, a un subgénero literario consistente en reescribir los mismos libros y los mismos artículos hasta la saciedad.

Realmente cuesta pensar en que tiene que ocurrir para salir del círculo vicioso de la acción-reacción, para que a quienes les compete se den por aludidos y le quiten la iniciativa política al separatismo, yendo más allá de una protesta que aun siendo imprescindible, se manifiesta con demasiada frecuencia con una fútil estrategia de movilizaciones que perfectamente podría haber diseñado Manolo el del bombo.  

Los recientes espectáculos dentro y fuera del Parlament han vuelto a convertir la Ciutadella en un parque de atracciones como lo fue en su día el popular Saturno Park, instalado en las inmediaciones del actual parlamento catalán en 1911, en una algarabía que bascula entre los polos opuestos de quienes creen que la voluntad popular está por encima de la ley, y quienes defienden que se cumpla la ley aunque perezca el mundo.  

Estamos instalados en una guerra de trincheras autorreferencial y cacofónica, en la que el desgaste, el ruido y el humo hacen imposible no ya salir del impasse, sino tan solo parlamentar. El problema no está en la baja calidad de las propuestas, sino en su misma inexistencia, porque nada evidencia que haya quién esté pensando cómo vencer la inercia que nos empuja a acabar siendo una sociedad fallida.

En la calle la situación no es mucho mejor. Por un lado, las aún poderosas y eficientes organizaciones independistas marcan el paso, mientras que al otro lado, un puñado de réplicas low-cost sin socios ni presupuesto hacen lo que buenamente pueden, con más abnegación que resultados. Pero ni unas ni otras son a estas alturas capaces de ir más allá de la exhibición de coreografías callejeras mejor o peor coordinadas, cuya afluencia las respectivas propagandas se encargan de inflar o desinflar para consumo propio y de los procesólogos. Pero mientras todo esto sucede, el hastío taciturno y pasivo de todos quienes no son adictos al procés, está cada día más extendido. Una de las idiosincrasias catalanas es el fatalismo latente, que nos lleva a normalizar las anomalías y aceptar con apatía, como si del folclore y del paisaje se tratase, que, como en el cuento de Hans Christian Andersen, el rey está desnudo.

La prometida singladura a Ática se ha quedado en el espectáculo de los tres barqueros separatistas remando en círculos, con más épica que destreza, en las aguas estancadas del Parlament. De este modo, los antaño aspirantes a Bolívar han terminado liberando su Judea particular a lo Monty Python, mientras los espectadores miran de reojo y con pasmo sus cada vez más inverosímiles contorsiones, que ya solo sirven para entretener a los han encontrado el sentido de sus vidas en el procés.