En el amplio catálogo de prácticas sexuales poco ortodoxas, figura algo denominado asfixia autoerótica, una parafilia consistente en tunear el onanismo restringiendo el suministro de oxígeno al cerebro, causando una anoxia que al parecer produce un cierto grado de alucinación embotada y un aumento de la excitación sexual que se resuelve en un clímax.

La técnica no está exenta de riesgo, porque la correlación entre miedo, libido e intensidad sexual puede hacer que al onanista se le vaya la mano que tiene libre y acabe corriendo la suerte del pequeño saltamontes David Carradine en Tailandia.

Como ha explicado con brillantez Adolfo Tobeña, los mega-happenings organizados por la ANC tienen un elemento de narcisismo colectivo, aguijoneado por una legión de cupidos profesionales especializados en estimular las bajas pasiones independentistas. Estas congregaciones de mutua gratificación colectiva han gozado de una popularidad notable, hasta tal punto que es posible que algunos de sus participantes hayan desarrollado una dependencia biológica no muy distinta de la que caracteriza a los adictos a la autoasfixia erótica, sobre todo entre el contingente estudiantil del soberanismo social. Y, como en el caso de la anoxia sexual, es posible que la intensidad de las últimas protestas haya llevado a que mueran de éxito.

Uno de los problemas a los que se han enfrentado los organizadores del Tsunami Democràtic ha sido la competencia. Las reacciones al fallo del Supremo tuvieron que competir en cuota de pantalla con las revueltas en Hong-Kong, Beirut, Bagdad, Santiago de Chile, el Cairo y Argel, lo que situó a los participantes en las protestas de Barcelona en la tesitura de elegir entre una procesión al estilo del entierro de la sardina o tirar de adoquín y gasolina. Pero, como dijo la escritora Iveta Cherneva, no existe el bad timing, sino los líderes débiles. Y, repasando el rendimiento de Torra durante las protestas barcelonesas, es difícil no estar de acuerdo con ella.

Todo lo que se le ocurrió al ocupante de la Generalitat fue ensayar una interpretación propia de El doctor Jekyll y Mr Hyde, con algún toque de L'auca del senyor Esteve; tomando parte en unas movilizaciones cuya violencia colateral reprimía, acto seguido, como el máximo responsable de la seguridad pública en Cataluña que es. Pero claro, Torra no es Robert Louis Stevenson y al final la mano con la que sostenía la antorcha no sabía lo que hacía la que aguantaba la manguera. El pobre hombre, ante tantas emociones contrapuestas, ha terminado padeciendo un leve anoxia de cuya pérdida de lucidez ha emergido representando una parodia del teléfono de Gila,  confundiendo a Pedro Sánchez con Godot.

Cuando el abismo se quedó mirando fijamente a los ojos de Torra, y una vez constatado que Madrid no iba a lanzar a la Brigada Paracaidista Almogávares sobre la Plaza de Urquinaona, Torra se dio cuenta de que la sardina que iban a enterrar no era sino él. Marlaska no se había dejado seducir por los cantos de sirena ronca de Abascal y Rivera, sabedor de que en realidad sólo hay dos escuelas de pensamiento para gestionar las revueltas públicas: el modelo Macron y el modelo Netanyahu. Moncloa optó por la vía parisina, consistente en denegar a Torra la posibilidad de escribir el relato de la excepción, reduciendo el problema a una cuestión de orden público; frustrando a propios y extraños, pero logrando que la creciente sensación de ahogo entre los ben-pensants barceloneses al constatar que los hijos de Saturno habían empezado a devorarle, llevase a los violentos a desistir en su empeño confrontacional y retirarse a sus cuarteles de invierno en el Empordà, para recuperarse de tanta excitación y tanto selfie.

En todo esto hay una cierta sensación de cansino déjà vu; de bluce meláncolico, qué diría Juaristi. Porque algunas de las arengas que hemos escuchado durante el punto álgido de las protestas catalanas se asemejan mucho a las de quienes, en los años de plomo, también con el PSOE en el Gobierno, se desgañitaban exigiendo que los crímenes de ETA fuesen tratados como un problema militar, no como un problema policial. Afortunadamente para todos, estas voces fueron ignoradas entonces, como lo han sido ahora, aunque esto apunte a que tal vez estemos condenados a seguir atrapados en el ciclo de enterrar y desenterrar sardinas, calle arriba, calle abajo.