Voy a atreverme a decir que la absolución, por parte de la Audiencia Nacional, de Josep Lluis Trapero, mayor de los Mossos d’Esquadra --y también de la intendente Teresa Planas; del exdirector de los Mossos, Pere Soler; y del exsecretario de Interior de la Generalitat, César Puig-- ha sido recibida, tanto desde la trinchera del constitucionalismo más estoico como desde la barricada más exaltada del laziplanismo, con una indiferencia tan asombrosa como digna de mención.

Ese desinterés general por el asunto --es un hecho empírico, husmeen ustedes en las redes sociales y compruébenlo-- no se debe tanto a que los acuciantes problemas que ahora mismo nos afligen (la pandemia, el aislamiento, las restricciones, el desplome de la economía) hayan venido a enfriar por completo, en un invierno de indiferencia emocional parafraseando a Antonio Machado, el corazón de las dos Cataluñas, que son irreconciliables y gélidas a más no poder. No, en absoluto. Lo de Trapero es otra cosa. Y si me lo permiten razonaré los motivos que han llevado al jurado a su absolución, y también los motivos de la supina indiferencia de constitucionalistas y nacionalistas ante esa sentencia, que se anunciaba conflictiva (casus belli al canto) y no ha causado revuelo ni algarada alguna.

Empecemos por la Audiencia Nacional, si les parece bien. Los magistrados, fríos, imparciales y analíticos, no consideran suficientemente probada que la actuación de Trapero, y del cuerpo de Mossos catalán (y en caso de duda probatoria, no lo olviden, prima siempre el “in dubio pro reo”) sea constitutiva de delito. En su revisión de los hechos acaecidos entre septiembre y octubre de 2017 --asedio a la Consejería de Economía de la Generalitat; acciones preventivas encaminadas a impedir el referéndum; y «apoteosis final» del 1 de octubre-- no consideran que se hubiera trazado ni aplicado un plan ladino destinado a favorecer esos desmanes por parte de la policía catalana. Es más, creen que los Mossos, y por consiguiente el mayor Trapero, hicieron aquello que “buenamente pudieron”, siendo como son unos mandados, dada la atmósfera explosiva de la situación. Y que aplicaron, en cada caso y circunstancia, la “fuerza” o capacidad de coerción justa y proporcional requerida, a fin de evitar un mal infinitamente mayor; coerción que hubiera dejado, de ser ejercida con contundencia, un rosario de imágenes aterradoras. Los Mossos, en definitiva, cerraron aquellos colegios electorales que pudieron cerrar y adoptaron la única actitud posible allí donde el ambiente era de pura crispación: la distancia y el comedimiento.

Más allá de la ausencia de pruebas inculpatorias irrefutables, el veredicto absolutorio debe mucho a la inteligencia y al modo en que Josep Lluis Trapero ha enfocado su defensa, a lo largo de más de dos años. Sin duda alguna los magistrados revisaron la grabación de la comparecencia del mayor ante el Tribunal Supremo, en Madrid, donde fue citado como testigo de primer nivel en el juicio contra Oriol Junqueras, Carmen Forcadell, Quim Forn, Raúl Romeva y el resto de encausados… ¿Recuerdan su testimonio?

Trapero testificó ante los siete jueces de la Sala de lo Penal, presidida por Manuel Marchena, en actitud contrita, escudado tras su imperturbable rostro ceniciento, su porte enjuto y seco, y un tono de voz pausado y monocorde que no varió ni un ápice, ni siquiera en los momentos más comprometidos del interrogatorio, poniendo blanco y en botella su disconformidad absoluta con el proceder de Carles Puigdemont y Oriol Junqueras. Manifestó haberse negado rotundamente a que el cuerpo policial fuera instrumentalizado tal y como pretendían los golpistas; haber primado en todo momento la seguridad en las calles y la integridad física de la ciudadanía; recalcó, una y otra vez, que tanto él como otros altos cargos de los Mossos advirtieron al President Puigdemont y a sus consellers, en sendas reuniones en el Palau de la Generalitat, del tremendo peligro que suponía seguir adelante con un referéndum en el que los acontecimientos podían acabar fácilmente fuera de control; y como guinda a todo su pliego de descargo no dudó en revelar que estaba dispuesto a detener y a esposar personalmente al prófugo de Waterloo y a toda su corte de dementes si se emitiera esa orden desde instancia judicial. A diferencia de los allí juzgados, que no desaprovechaban oportunidad, a la que agarraban un micrófono, para dejar constancia de su nulo arrepentimiento y de su orgullo por el estropicio causado, Trapero condujo su declaración según el abecé del manual de aquel que se ha visto involucrado en una trama criminal sin comerlo ni beberlo.

Y esa misma estrategia coherente ha seguido durante la causa vista en la Audiencia Nacional.

Que Trapero no era uno más en medio de ese hatajo de payasos sediciosos no constituía secreto alguno para nadie, ni siquiera para Puigdemont. Nunca se llegó a posicionar abiertamente a favor de la independencia, ni flirteó con entidades nacionalistas, ni enarboló esteladas o pancartas en primera línea. Él iba de “mandado”, cumpliendo con las órdenes que recibía, pero sin dejar de examinar en ningún momento el terreno minado que le tocaba transitar en situación tan compleja y delicada. Trapero no tiene ni un pelo de tonto. Es hombre de formación sólida y licenciado en Derecho. 

Al mayor se le podría acusar, en todo caso, de ser uno más de los muchos arribistas que han medrado a la sombra nutritiva de un Procés que ha convertido a la postre a Cataluña en un erial de desolación y decadencia; de ser un ídolo de pies de barro, encumbrado por el independentismo por el mero hecho de compartir las paellas golpistas de Pilar Rahola en Cadaqués junto a la flor y nata de los prohombres de la futura república. Ya saben: cualquiera que soporte con cara de póquer a Puigdemont triturando el Let it Be de los Beatles automáticamente pasa a formar parte del clan del oso cavernario neofascista catalán. Y si además es capaz de encogerse de hombros en una rueda de prensa y despachar a un periodista, que protesta por no ser atendido en español, con un abúlico «¡Bueno, pues molt bé, pues adiós!», entra directamente en el Olimpo de héroes de la República Milenaria por la puerta grande. El nacionalismo elevó la frase, con su habitual euforia imberbe, a la categoría de hito: imprimieron camisetas, tazas, carteles y toda la parafernalia que habitualmente venden en los chinos o en VilaWeb para seguir haciendo negocio. 

Para el independentismo la absolución de Trapero no supone motivo de alegría. Lo consideran ya un traidor a la causa del pueblo; otro con apellido ñordo en el que habían confiado y que ahora saben hubiera sido capaz de atar como a una ristra de chorizos a sus adorados líderes. Trapero es, para todos ellos, como Santi Vila, un felón condenado al ostracismo, un indeseable. Su exoneración les importa una higa y solo les sirve para seguir reclamando, a grito pelado, la libertad de los «presuspulitics», que José Luis Ábalos, con su habitual desfachatez, viene anunciando para que todos nos hagamos a la idea.

Para los constitucionalistas, Trapero no deja de ser una “presa menor”, uno de esos “pezqueñines no, gracias” que no “llena” cesta alguna. Lo que preocupa al constitucionalismo es intuir que deberán enfrentar en breve la ignominia de ver paseando por las calles a un puñado de golfos apandadores filofascistas, que no solo han pedido perdón por sus incontables fechorías sino que, además, juran y perjuran que las volverán a perpetrar lo antes posible.

El mayor Josep Lluis Trapero, en definitiva, es solo un muñeco roto del Procés. Uno más. Cataluña debería habilitar cementerios para acomodarlos a todos.