Se está recordando en los últimos días, una vez más, el discurso de Ortega y Gasset sobre el Estatut de Cataluña en las Cortes republicanas de 1932. Tuve la suerte de hacerme con un ejemplar de ese discurso en una feria barcelonesa del libro viejo y de ocasión de fines de los años setenta. Enterrado entre volúmenes de a cien pesetas estaba la edición, algo rota, de la Revista de Occidente y la Agrupación al Servicio de la República. Además del texto de Ortega, despertó también mi curiosidad que el libro se abriese con un discurso sobre el proyecto de reforma agraria del diputado y notario cordobés Juan Díaz del Moral, el primer gran historiador de las agitaciones andaluzas.

Qué importante es en un libro el sentido de las formas y los paratextos que le acompañan. La portada es muy sencilla, sobre fondo que debió ser blanco y en letra de color verde se lee: "La Reforma Agraria y el Estatuto Catalán". En la primera página de este ejemplar está escrita y firmada con trazo rápido una dedicatoria de Díaz del Moral a un joven republicano, que años más tarde sería un conocido arquitecto franquista. Que tratase del problema catalán y del problema andaluz me produjo en aquel instante una inquietud de la que nunca he podido desprenderme cada vez que abro este libro repentino.

¿Sucederá lo mismo con el problema catalán que con el problema andaluz? ¿Acabará algún día disolviéndose como un azucarillo en su propio café?

Casi cuatro décadas más tarde he vuelto a leer el discurso del diputado por Córdoba y he sentido una desazón diferente, al recordar ahora un comentario que hace tiempo me hizo el sociólogo Manuel Pérez Yruela. En los inicios de la transición se realizó una encuesta sobre la vigencia del problema de la tierra entre los andaluces. Y la respuesta mayoritaria fue que no se quería el reparto de la tierra sino un salario digno. Poco a poco la reivindicada reforma agraria fue desapareciendo del escenario político andaluz. Incluso la asimilación de la figura del jornalero y de su explotación y sufrimiento como signo de identidad andaluza ha ido perdiendo vigencia. Muchos factores así lo constatan. El más importante ha sido la transformación radical del mundo rural en el último tercio del siglo XX y la práctica desaparición de la comunidad campesina, incluso como forma de cultura, en el siglo XXI. Actualmente, la cultura campesina es una variación de la cultura urbana, los campesinos son llamados empresarios agrarios y la mayoría de los asalariados son temporeros y subsidiados.

Vuelvo a la página 119 y escucho a Julián Besteiro decirle a Ortega: "don José, tiene la palabra". Y Ortega, con una oratoria impecable, nos devuelve al presente: "Y en medio de esta situación de ánimo, vibrando España entera alrededor, encontramos aquí, en el hemiciclo, el problema catalán". Sin complejo alguno y dirigiéndose a los diputados catalanes, el filósofo afirmó: "comprenderéis que un pueblo que es problema para sí mismo tiene que ser, a veces, fatigoso para los demás". La aclamada intervención de Ortega no fue tanto sobre el encaje de Cataluña en España, sino sobre el encaje de las Cataluñas en Cataluña, ante lo que él consideraba una constante histórica: "la disociación perdurable de la vida catalana". ¿Sucederá lo mismo con el problema catalán que con el problema andaluz? ¿Acabará algún día disolviéndose como un azucarillo en su propio café?

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Siempre queda una puerta abierta a la esperanza. Abril es tiempo de libros: he aquí una propuesta ingenuamente libresca. El 23 de abril es el día nacional de Castilla y León y el de Aragón. Ese mismo día los catalanes abrazan libros y rosas, con besos y sin malas lenguas de por medio. En esa fecha recordamos la muerte del genial Cervantes. En fin, no sería un despropósito que en ese 23 primaveral se celebrase el día de España y de las Españas, nación de naciones o patria de comunidades nacionales, o llámese solar común de tantas alegrías y desgracias compartidas. Sea bienvenida la fiesta aunque sea con libros por medio.