En un reciente artículo Xavier Roig ha afirmado que la sociedad española es adicta a los totalitarismos. Su argumento de partida es que el triunfo de Franco fue inevitable porque lo que estaba en discusión –antes y durante la Segunda República— no era democracia y dictadura, sino el tipo de totalitarismo que se tenía que implantar: fascismo o comunismo. Franco fue, por tanto, la consecuencia, la cara de una misma moneda. Roig concluye esta tendenciosa y finalista interpretación con el conocido símil de Josep Pla sobre las represiones en los bandos franquistas y republicanos: “No obtienes dos quesos diferentes cuanto cortas un queso por la mitad”.

Un error bastante común entre algunos historiadores y demás aficionados es explicar la Historia siguiendo a San Agustín, según el cual existen unas constantes que se repiten y unas leyes generales que explican lineal y acumulativamente los sucesos históricos, de aquella causa esta consecuencia. Y así desde Adán y Eva o la abuela Lucy hasta nuestros días. Esa engrasada y cómoda mecánica es alérgica a los matices, cómplice de dogmas y defensora del determinismo de la inevitabilidad. En este caso, es la sociedad española la causante de todos los regímenes y tics totalitarios que han existido o que puedan producirse, porque en esencia ella es totalitaria. Con ese argumentario Roig termina afirmando, obviamente, que nuestra democracia es “posfranquista”. Los comentarios de algunos lectores de Ara demuestran el éxito de esta falaz y repetida interpretación: “La España franquista continúa”. Es la causalidad esencialista el punto central de esta esquemática corriente intelectual que tanto se afana en nutrir al reaccionario republicanismo soberanista.

Aún más, según este ingeniero la Segunda República fue represora y, sobre todo, catalanófoba: “No siguem infantils! Es tracta de ser una mica objectius” (sic). Pues con tan sólo “una mica” es insuficiente. Es necesario ser riguroso o, al menos, intentarlo y no solo parecerlo. Pongamos otro ejemplo del mismo Roig. Para explicar que Franco dio soporte al nazismo lo justifica con que muchos de sus ministros fueron “pronazis descarats, y entre ellos cita a dos, Serrano Suñer y Carceller.

Sobre Serrano Suñer se ha escrito de todo. Convertido en el Cuñadísimo que aproximó Franco a Hitler, se ha despreciado cualquier matiz que ayude a comprender –que no a compartir– su lógica filonazi de aquellos años, salvo el débil calificativo de “europeísta” que sugirió un prestigioso historiador nada sospechoso de tendenciosidad alguna. Tan sólo con leer El franquismo sin mitos. Conversaciones con Serrano Suñer (1982) podríamos empezar a conocer un poco mejor a este personaje clave en el triunfo de Franco y, rápidamente, apartado del poder (1942). Insisto en este libro porque fue elaborado en plena transición por Heleno Saña, prestigioso filósofo de familia libertaria y exiliado desde 1959 en Alemania.

Pero si Serrano Suñer dejó todo tipo de información, sobre Demetrio Carceller Segura no existe abundante documentación. Ante esa escasez los historiadores se han limitado durante años a dar referencias de brocha gorda sobre su persona. Algunos afirman que era un camisavieja, otros aseguran que fue un serranista, mientras que unos pocos lo han visto como un antiserranista. Está bastante extendido el calificativo de filonazi y, sobre todo, el de germanófilo. Un estudio de próxima publicación (Ariel) demuestra que los papeles del Foreign Office revelan cuál fue la capacidad de negociación de este ministro. Para los británicos, frente a los delirios ideológicos de la familia falangista, Carceller Segura fue ante todo un hombre de negocios y un político pragmático, clave en todas las negociaciones con los alemanes, los italianos, los británicos y los americanos. Fue aliadófilo y partidario de la neutralidad, al menos desde 1941. No fue el cerebro económico de Falange, como tan a menudo se afirma, sino el cerebro económico de la política exterior, primero no beligerante, después neutral y, en la práctica, cada vez más aliadófila.

No sería paradójico que la tesis del innato totalitarismo español, que con tan escasa información defiende Xavier Roig, la aplique algún día también al procesismo, aunque me temo que no es esa ahora su intención. Porque si llegado el caso admite los fundamentos fascistoides del nacionalismo y del independentismo catalán, posiblemente haga como Franco: eludir su responsabilidad como atizador del enfrentamiento civil. Cuentan que el dictador estaba un día de pesca en Asturias, y en la comida sus acompañantes comenzaron a hablar de un conocido que hacía tiempo que no veían. “¿Qué habrá sido de él? –preguntó uno–. Y Franco respondió: “A ese lo mataron los nacionales”.