Montaje con la opinadora Núria González y el Congreso de los Diputados
La democracia parlamentaria no estaba hecha para esto
"Sin embargo, hemos llegado a un punto en que ambas premisas imprescindibles para la supervivencia de la democracia en general y de la democracia parlamentaria en particular, han sido pulverizadas"
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En esta semana de celebración constitucional y de los derechos humanos, la primera conmemorada el 6 de diciembre y los otros el día 10, quiero aprovechar mi columna de esta semana precisamente para hablarles de la Carta Magna y de lo más importante que ella se contiene que es el régimen político de nuestro país, a saber, la democracia parlamentaria.
Todo el mundo hace tiempo que tiene la sensación de que no funciona nada. Y no es una sensación equívoca, ya que la realidad es que, efectivamente, no funciona nada. El asunto es que la razón es tan sencilla como difícil su solución.
Para que nuestra sociedad funcione es imprescindible que los tres poderes del estado funcionen correctamente. Y tienen que ser los tres, porque si uno falla, los otros dos dejan de rodar con normalidad.
La literalidad de nuestra Constitución no lo dice, pero aquello tan etéreo y casi sobrenatural en derecho que se llama “el espíritu del legislador”, deja bastante claro que el poder más importante en nuestra democracia es poder legislativo, que es el elegido, disque, directamente por el pueblo.
El poder legislativo son el Congreso y el Senado, los parlamentos autonómicos y los consistorios municipales. De estos tres niveles, el que más conoce todo el mundo son los plenos de los ayuntamientos que, obviamente por su cercanía a la ciudadanía, son los más efectivos y los que, teniendo menos mecanismos de control formal, están más controlados por aquellos que los votaron. La razón es que cualquier persona puede ir al pleno de su municipio a montar un pollo o hacer un requerimiento al alcalde o concejala de turno, que están obligados a contestar. Esto, claramente, cuanto más elevado es el orden de gobierno, menos pasa.
El problema realmente se encuentra en las Cortes Generales y los Parlamentos autonómicos y es un problema muy grave y de nefastas consecuencias.
Cuando se diseñó el sistema político español como una democracia parlamentaria, se basaba en dos premisas. Una práctica y otra política. La primera, la pragmática, es que las democracias parlamentarias parecen ser más inmunes a los desmanes políticos de cualquier líder autocrático y pseudopsicópta que pudiera parecer. Al obligar a llegar acuerdos, entendió “el legislador”, que si un dirigente dejaba se volvía un peligro directo para la democracia, el propio sistema de obligación de pactos lo expulsaría del poder, al entender que entre todos a alguien le funcionaría la neurona lo suficiente como para acabar con esa situación.
La otra gran premisa, la política, partía de la base de que todas las personas que ejercieran la política activa en cargos de alto nivel como diputados y parlamentarios, por muy distantes que fueran los idearios de los partidos a los que pertenecieran, tendrían un “sentido de estado” común y una lealtad institucional, que se suponía iba a estar por encima de los intereses partidistas. Un ejemplo, durante muchos años en este país no se hizo política con el terrorismo etarra. Era impensable que se lanzaran los muertos a la cara, y estaba bien tanto para la salud democrática como para la salud mental de todos los que habitamos en este país.
Sin embargo, hemos llegado a un punto en que ambas premisas imprescindibles para la supervivencia de la democracia en general y de la democracia parlamentaria en particular, han sido pulverizadas.
En el primer caso, hay un culpable claro. La partidocracia es un cáncer ahora mismo para la democracia. Porque no sirve de nada tener mecanismos de control para los cargos públicos si estos cargos públicos en lugar de rendir cuentas ante la ciudadanía solo rinden cuentas ante los gerifaltes de cada partido, que en estancias totalmente opacas eligen a los integrantes de sus listas, con la obediencia y la sumisión como mayores cualidades a tener en cuenta. Ello ha dado como resultado que tengamos como representantes públicos a acosadores sexuales, puteros, corruptos, encubridoras, matones de puticlub, familiares de tratantes, etc., que fuera de la política serían personajes mediocres y que con tal de mantener el actual nivel de vida elevado, venden a su madre con un lazo si hace falta. El sistema de democracia parlamentaria no estaba preparado para que el hampa cope los cargos públicos.
Y la segunda premisa, la lealtad institucional y la idea del bien común por encima del cortoplacismo, ha sido aniquilada como consecuencia directa de la situación anterior. Todos tenemos la sensación de que el único proyecto político de todos los partidos es o bien aguantar, cueste lo que cueste, o bien el “quítate tú para ponerme yo”. Y si para aguantar hay que implantar políticas pseudo soviéticas de ruina absoluta, como pasa con las políticas de vivienda, o implantar el apagón de la censura impuesto por los nuevos cumufachas que controlan la televisión pública, pues se hace. Y si para ponerme yo hay que tragar con los terraplanistas, negacionistas y antivacunas de los paseos a caballo, pues se hace también. Y si mis cuatro votos en Lleida me permiten bloquear el presupuesto de cuarenta y ocho millones de personas para hacer un tuit muy chuli, pues que se bloquee.
Pero que nadie se llame a engaño. Esta perversión total de la idea de la democracia parlamentaria no se soluciona ni con autoritarismo wokista comunistoide ni con la fachosfera al mando. Ambos populistas.
Hay que fortalecer la democracia con más democracia. Esto conlleva un esfuerzo para todas y todos, ya que la democracia y someterse a sus reglas del juego exige bastante generosidad y cierta “finezza” intelectual y mucho más compromiso de ciudadanía del que estamos ofreciendo todos ahora mismo.
Erradicación de los populismos de ultraderecha y de Woke izquierda, corrección de la ley electoral y mecanismos de protección a las instituciones para que no cualquiera pueda llegar a decidir cosas que nos afectan a todos. Así de claro. Porque si durante 50 años te parecieron bien los tiros en la nuca a tus vecinos, podrás ser elegido, pero no deberías poder decidir nada. Porque si odias al sistema que literalmente te mantiene, podrás ser elegido, pero no decidir reventarlo desde dentro (ese cuento trotskista es viejísimo…). Y si no respetas la libertad ajena, tampoco podrías implantar censura alguna.
Lógica pura para la democracia, que, sin ser perfecta, sigue siendo, sin duda, el mejor sistema político en el que vivir.