El poeta Rainer Maria Rilke

El poeta Rainer Maria Rilke

Música

Rilke y la música

El poeta austríaco encontró en la dimensión acústica del arte una visión sacralizada de todo lo que la civilización del Romanticismo estaba a punto de dejar de ver tras desvincularse de la naturaleza

26 septiembre, 2022 20:30

Música: respiración de las estatuas. Quizás: / silencio de las imágenes. Tú lenguaje donde todas las lenguas acaban”. Así describió Rilke, en un poema de 1918, un arte con el que siempre mantuvo una especie de distancia sagrada, como si temiera que le desbordase o le afectara demasiado. Durante la primera parte de su obra, sobre todo en los Nuevos poemas (1907-1908), el poeta evidenció el influjo que en su obra habían ejercido las artes plásticas, tanto la escultura como la pintura. Rodin primero y luego sobre todo Cézanne fueron modelos que le ayudaron a configurar su imaginario poético maduro, dedicado a objetivar (muchas de las piezas que conforman los Nuevos poemas son considerados Dingegedichte, es decir, poemas-cosa) una realidad que se estaba volviendo cada vez más confusa.

El positivismo del XIX había dado paso a una física de la relatividad y la incertidumbre. La industrialización, por otra parte, estaba arrancando a las cosas de su dimensión “lárica”, por utilizar un adjetivo rilkeano, de su arraigo en el hogar y la memoria de las generaciones. Rilke reaccionó a ello con una extrema conciencia de algo –el sentido de la cosa– que estaba a punto de perderse. En sus cartas, describió la obra de Cézanne como “una extenuación del amor en el trabajo anónimo”. Frente a la invasión de objetos de recorta y pega, ya sin ninguna relación con la mano del hombre, el poeta opuso una visión sacralizada de todo lo que estábamos a punto de dejar de ver, último estadio de la despedida romántica de la naturaleza. Llegó un momento, sin embargo, en que lo visual empezó a resultarle insuficiente.

Rilke en el Hotel Byron de París

Rilke en el Hotel Byron de París

Tras la publicación de Los cuadernos de Malte (1910), Rilke sufrió una parálisis creativa que no se resolvería hasta enero de 1912, cuando experimentó, una mañana en el castillo de Duino, la célebre revelación que supondría el inicio de las Elegías. Durante los diez años que duró la composición del ciclo poético   –y que tendría como coda los Sonetos a Orfeo–, se produjo en su obra un tránsito de lo plástico a lo auditivo. En las Elegías de Duino sigue habiendo referencias pictóricas –a Los saltimbanquis de Picasso, por ejemplo–, pero la dimensión acústica –el reino de lo sagrado, como observó Hannah Arendt a propósito del propio Rilke– es mucho más importante.

En esos poemas, Rilke se impuso la tarea de revertir la relación de dominio que el hombre venía sosteniendo con la naturaleza. En un mundo sin dioses y por tanto sin límites, la tierra se había convertido solo en una fuente de explotación. Nuestro hacer se estaba convirtiendo en un mero producir y destruir, desentendido de la totalidad a la que pertenecemos. Rilke se dio cuenta de que, en esa situación existencial, la muerte era la que gobernaba nuestra forma de habitar. Cegados por nuestro poder de alteración, la muerte “que nosotros solo vemos”, como dice en un verso maravillosamente ambiguo de la 'Elegía octava', lo ha inundado todo, convirtiéndose en la verdadera señora de la naturaleza.

Rilke

La conciencia de la muerte es a la vez lo que nos conforma y nuestro instrumento de trabajo. Contra la resignación nihilista de las sociedades modernas, Rilke propone aprovechar nuestra condición de mortales dotados de palabra y, en lugar de librarnos a la aniquilación, recuperar el sentido de la existencia que habían tenido por ejemplo los griegos, pero teniendo en cuenta que nosotros ya no podemos acudir a los dioses. Nosotros, los modernos, no tenemos divinidades, pero conservamos aún el lenguaje, entendido en una dimensión que va más allá de la función meramente comunicativa. Todo lo perecedero –nosotros mismos– puede participar de lo eterno gracias a la palabra. La tierra entonces deviene invisible en nuestro interior, porque solo nosotros somos capaces de verla así, simultáneamente presente y pasada, los muertos en los vivos, lo desaparecido en lo visible, la luz en la oscuridad.

En esta metamorfosis ontológica, el oído es el órgano que percibe y piensa. La palabra dicha, el canto, dota de espíritu a toda la creación y con ello salva a las cosas de su aniquilación, porque no las remite a la nada sino a la totalidad. Nuestra propia muerte, la gran obsesión de la humanidad, queda resuelta al situarse en el centro de la existencia y no al final, ese final que nunca deja de renovarse y defenderse y que por ello arrasa todo lo que encuentra. Frente a la comprobación ocular y empírica de lo que desaparece –y que nosotros interpretamos como destrucción– el oído ve aquello que persiste y es ingénito, continuo e indestructible.

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El oído, a diferencia del ojo, no reconoce propiedades, de la misma manera que nadie se considera autor de su habla sin dejar de saberse al mismo tiempo indisociable del lenguaje. Como se lee en el primero de los Sonetos a Orfeo: “Allí creció un árbol. ¡Oh puro sobrecrecimiento! / ¡Oh canto de Orfeo! ¡Oh árbol más alto en el oído! / Y todo calló, pero incluso en el silencio / hubo nuevo inicio, señal y transformación”.  El ángel en las Elegías y Orfeo en los Sonetos son los nuevos agentes en los que la misión de revertir lo visible en invisible se ha cumplido.

En la correspondencia de la época, Rilke se fue abriendo poco a poco a la música, perdiéndole el miedo. Gracias a su amistad con la clavecinista Wanda Landowska o con el compositor Ferruccio Busoni, pero sobre todo gracias a la relación amorosa que mantuvo con la pianista austríaca Magda von Hattingberg, a la que llamó Benvenuta, el poeta acabó por dejar que la música entrara en su vida. En una carta escrita a Benvenuta en febrero de 1914, Rilke comentaba:

Caricatura dibujada por Antonio López Sancho en la que aparecen 31 personajes ligados al Concurso de Cante Jondo y al flamenco / UNIVERSO LORCA

Caricatura dibujada por Antonio López Sancho en la que aparecen 31 personajes ligados al Concurso de Cante Jondo y al flamenco / UNIVERSO LORCA

“En Egipto me contaron algo que comprendí enseguida. En el Reino Antiguo, la música (según se dice) estaba prohibida; sólo podía ser interpretada ante el dios; para él tan sólo, como si sólo él pudiera soportar el exceso y la seducción de su dulzura, como si fuese mortífera para cualquier ser inferior. ¿Y acaso no lo es, amiga mía? ¿Sabe usted lo que es la música? ¿Estaba usted familiarizada con ella ya en la infancia y andaba entre los leones y ángeles de ese elemento, segura de que no le haría daño? ¿O es la música la resurrección de los muertos? ¿Se muere uno en su límite y emerge radiante en ella para no causar más destrucción? Pero ¿tiene mi corazón ya la fortaleza suficiente para morir en ella plenamente y emerger de nuevo con plenitud? […] Cuando recuerdo la inmediata fuerza de algunas piezas de esa música ancestral e interrumpida que tuve ocasión de escuchar en Italia o en España, a veces también en el sur de Rusia, Beethoven se me antoja el señor de las huestes, investido de un poder de poderes, capaz de desgarrar los peligros para tender sobre ellos puentes de radiantes salvaciones”.

André Malraux observó que España y Rusia son los dos únicos países europeos que tienen un “canto improvisado”. El cante jondo, a su juicio, sólo tenía equivalente en Rusia. Rilke viajó por esos dos extremos de Europa, al principio y al final de su vida, como siempre en busca de residuos de lo sagrado, por debajo de la racionalidad francesa y alemana. Durante la década que duró la composición de las Elegías de Duino –de cuya conclusión se cumplen ahora cien años–, el poeta entendió al fin la música porque asumió que su obra se componía de la misma sustancia. Como escribió en los Sonetos (I, III): “El canto no es, como tú explicas, anhelo, / no es halago de algo finito y alcanzado; / el canto es existencia”. Gesang ist Dasein. Ahí ya no hay separación ni propiamente obra. El lenguaje se habla lo mismo que la música se toca. A diferencia de la prosa, que siempre mantiene la fuerte impronta de la autoría, la mejor poesía es aquella que alcanza un “puro centro anónimo”.