Shane MacGowan en Japón en los años 90 / MASAO NAKAGAMI - WIKIMEDIA COMMONS (CC)

Shane MacGowan en Japón en los años 90 / MASAO NAKAGAMI - WIKIMEDIA COMMONS (CC)

Música

Shane MacGowan

El cantante logró reinventar el folk irlandés e ideó un nuevo y estimulante género musical tendiente al punk

3 mayo, 2021 00:00

Lleva casi veinticinco años sin grabar un disco y es dudoso que le quede voz, inspiración para escribir y componer nuevas canciones o, incluso, memoria para recordar las que compuso tiempo atrás, cuando al frente de los Pogues, primero, y de los Popes, después, ofreció al mundo su particular, frenético y melancólico folk irlandés acelerado a la manera punk. De hecho, sus admiradores nos conformamos con que siga (más o menos) vivo, aunque esté hecho una piltrafa a causa del alcohol que lleva ingiriendo en grandes cantidades desde que tenía seis años, cuando inició su estancia en esa dipsomanía recalcitrante en la que parece haberse quedado a vivir hasta que reviente (lo que puede ocurrir en cualquier momento, a tenor de lo hecho polvo que está).

Shane ha tenido suerte con la gente que le quiere (pese a dar permanentes muestras de tener un humor de perros). Victoria Clarke, su novia de toda la vida, se casó con él hace unos pocos años -triste figura la de nuestro hombre, en silla de ruedas y con pantuflas-, y el padrino de boda fue Johnny Depp, quien luego le produjo a Julien Temple un documental sobre su vida y milagros titulado igual que su último elepé con los Popes, Crock of Gold (aunque también podría haberse llamado La leyenda del santo bebedor, como la novela de Joseph Roth).Cíclicamente, saltan rumores de que nuestro héroe se dispone a entrar en el estudio de grabación, pero ese santo advenimiento no tiene lugar jamás. Me temo que a él y a sus fans solo nos queda el pasado, que, afortunadamente, es glorioso.

Al frente de los Pogues, el señor MacGowan (Pembury, Kent, Inglaterra, 1957, padres irlandeses) grabó entre 1984 y 1990 cinco discos magníficos en los que logró reinventar el folk irlandés y hacérselo disfrutar a una gente criada en el rock: Red roses for me, Rum, sodomy and the lash, If I should fall from grace with god, Peace and love y Hells´s ditch. Con los Popes pudo grabar un par de álbumes (The snake y The crock of Gold) antes de quedarse flotando definitivamente en un barril de cerveza del que solo sale en ocasiones excepcionales, como su boda en pantuflas o su participación en alguno de los homenajes que le monta su amigote Johnny Depp. Yo le descubrí en 1985 con su segundo disco, que me fue vivamente recomendado por mi viejo amigo Llàtzer Moix, y me enganché a su peculiar propuesta musical de inmediato: los temas, digamos, rápidos me empujaban al baile (sobre todo, si había bebido; los, digamos, lentos me sumían en una melancolía lírica de mucho fuste y en eso que Satie describió como desespoir agreable). El invento, en apariencia sencillo, de acelerar el folklore irlandés resultó sumamente eficaz y, durante unos años, hizo feliz a un público reducido, pero extremadamente fiel: sí, supongo que los Pogues pueden definirse como un grupo de culto.

Los vi actuar una vez, en Barcelona, ante un público que iba casi tan borracho como ellos (yo incluido: desde que no bebo, me cuesta poner en el plato un disco de MacGowan y su alegre pandilla). Creo recordar que tocaban muy fuerte y que todo sonaba más bien a rayos, pero ya era eso lo que se esperaba de ellos. Shane cantó una canción entera a cincuenta centímetros del micro, que, situado a su derecha, no parecía ver, pero a todos nos dio lo mismo y, si no recuerdo mal, algunos la cantamos en su lugar. Visto con perspectiva, era evidente que aquella pandilla de beodos que desafinaban constantemente y cuyo cantante no veía el micrófono no podía tener mucho futuro. Cuando la banda echó a Shane porque ya no podían más de sus trompas y su propensión a la catástrofe --acto algo suicida, pues era el que escribía las canciones--, lo entendimos y lo lamentamos. Creo que Shane consiguió agotar la paciencia de sus compadres cuando se dejó atropellar por un taxi a la salida del pub y los Pogues se quedaron sin ser los teloneros que había elegido el mismísimo Bob Dylan para su próxima gira mundial.

Su breve etapa al frente de los Popes fue correcta, pero no brillante. Y a finales de los 90, Shane tiró la toalla o se la tiraron encima para que dejara de farfullar. En ese momento, el artista cedió su lugar a la leyenda viviente de la que solo llegaban noticias preocupantes: una entrevista que leí en una revista inglesa acababa con nuestro hombre, completamente cocido, cayéndose en una zanja de regreso a su casa en un pueblo de Irlanda, seguido por todos los borrachos de la localidad, que lo habían convertido en una mezcla de ídolo y mascota que solía pagarse unas rondas.

No hay que ponerse moralista con Shane. Como a todos los borrachos, el alcohol le sirvió durante un tiempo para dar lo mejor de sí mismo; luego ya se convirtió en una adicción que no podía ni quería abandonar y con la que tendrían que convivir los que le apreciaran, como Johnny Depp y la voluntariosa Victoria. Cualquier día de éstos leeremos en la prensa que ha reventado y los que todavía beban brindarán a su salud. Los demás recordaremos lo felices que nos hizo durante unos años y lamentaremos las moralejas de la existencia, en la que todo, absolutamente todo, se paga y en la que un poeta y músico sensacional puede convertirse en una piltrafa si persiste en sus malas costumbres, que son, paradójicamente, las que le llevaron por el buen camino tiempo atrás, cuando era un jovenzuelo irlandés (de corazón) que pasó del punk al folk y, en ese tránsito, inventó un nuevo y estimulante género musical.