Cartel promocional de un programa de radio dedicado a Shostakovich (ABC Classics)

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Música

Shostakovich y el arte como terapia (1)

El crítico británico Stephen Johnson relata en un libro cómo la música del compositor ruso, la más desgarradora y violenta del pasado siglo XX, le ayudó a evitar el suicidio

24 agosto, 2021 00:00

“¿Era una bestia si la música le conmovía tanto?” Con esta cita de La transformación  de Kafka se abre Cómo Shostakovich me salvó la vida (Antoni Bosch, 2021), la crónica en la que el periodista y crítico musical inglés Stephen Johnson cuenta cómo la obra del compositor ruso le ayudó a evitar el suicidio. Diagnosticado en tres ocasiones de trastorno bipolar e hijo de una madre desequilibrada, Johnson cuenta cómo desde los trece años algunas piezas duras y difíciles de Shostakovich le permitieron escapar de la desesperación y la locura a la que parecía condenado. 

El poder terapéutico de las artes  –y de la música en particular– es uno de sus más impenetrables misterios. Johnson trae a colación diversas investigaciones que se han hecho al respecto en el campo de la neurociencia. Pero los resultados son a menudo insatisfactorios y muy poco convincentes. Siempre que se habla del funcionamiento del cerebro para explicar nuestra reacción emocional frente a la música o cualquier otro arte, uno tiende a bostezar. Ted Hughes sostenía que la poesía era una forma oculta y ancestral de curación. Como el chamán, el poeta cura a sus lectores –a su tribu– sanándose primero a sí mismo mediante una restauración del equilibrio entre el mundo interior y el exterior, después de un viaje a las profundidades del alma en busca del pozo de la energía curativa.

Dmitry Shostakovich

Dmitry Shostakovich

Sea como sea, lo cierto es que muchos han reparado su salud mental a través del arte. Julien Green recuperó la fe después de haber leído dos versos de George Herbert, el poeta metafísico inglés: “Methought I heard one calling Child / and I replied My Lord” (“Me pareció oír a alguien diciendo Hijo / y yo contesté Mi Señor”). T. S. Eliot inició su proceso de restitución espiritual tras escuchar el segundo movimiento del cuarteto opus 132 de Beethoven, una pieza que el propio compositor escribió después de una larga enfermedad y en agradecimiento a Dios por haberse salvado, según dejó escrito. Y Wittgenstein confió a un amigo que un movimiento del tercer cuarteto de cuerda de Brahms le había impedido suicidarse en más de una ocasión.

Stephen Johnson se pregunta por qué la música más desgarradora y violenta del siglo XX le salvó la vida. Y no hay respuesta para ello, sino tan sólo la evidencia de la luminosa afirmación que la obra de Shostakovich le ayudó a formular. En ese sentido, la universalidad de la música es otro de sus misterios. ¿Cómo puede una música escrita por un ruso bajo la dictadura de Stalin llegar a transformar a un ciudadano inglés educado en una vieja democracia y aquejado de un trastorno depresivo? ¿Por qué la música trasciende siempre sus condicionantes históricos? ¿Será porque es a la vez presente y origen, la manifestación más honda de la conciencia? Si uno lee lo que Bruckner imaginaba mientras componía sus sinfonías, se le cae el alma a los pies. Parece un niño imaginando tontas gestas medievales. Y sin embargo, de esa ingenuidad surgió la música devocional más honda y turbadora de nuestra cultura, comprensible tanto en Sankt Florian como en Tokio.

ShostakovichEl caso de Shostakovich es particularmente dramático y elocuente. Durante toda su vida, el compositor se mantuvo en una angustiosa ambigüedad con respecto al régimen soviético al que se vio obligado a servir. Pero la irreductible naturaleza abstracta de la música le dio una libertad que muchos otros colegas no pudieron permitirse en otras artes. La poesía de Ana Ajmátova, por ejemplo, fue prohibida. Y la pintura de Malevich confiscada. Shostakovich, en cambio, se las arregló para disimular sus verdaderas motivaciones sin traicionarse a sí mismo, aunque tampoco se libró de la censura y de la amenaza, que fueron constantes, hasta extremos paranoicos.

El caso de Shostakovich es particularmente dramático y elocuente. Durante toda su vida, el compositor se mantuvo en una

El resultado es una obra que define, acaso como ninguna otra, el siglo XX en su dimensión a la vez épica, trágica, lírica y cómica. Sus quince sinfonías, sus quince cuartetos de cuerda, su quinteto de piano, sus veinticuatro preludios y fugas y sus conciertos para chelo, sobre todo, constituyen la más atrevida indagación en torno al terror, la guerra, el vacío espiritual, la necesidad de humor (hay pocos compositores tan humorísticos como él, un rasgo que heredó de Mahler) y la fe de vida. 

Stephen Johnson se centra en dos de sus obras más divulgadas, la quinta sinfonía y el cuarteto de cuerda número 8. En cuanto a la quinta, la historia de su composición es bastante conocida. En 1934, Shostakovich había estrenado su ópera Lady Macbeth de Mtsenk, una mezcla de sátira y tragedia que fue un éxito en toda Europa. Sin que se sepa muy bien por qué, Stalin tardó mucho en ir a ver la obra, cosa que hizo finalmente en enero de 1936. Los presentes en el teatro, entre ellos el compositor, observaron aterrados cómo al dictador le incomodaban algunas escenas picantes y le desagradaban muchos pasajes musicales. Al final, Stalin se fue sin hablar con nadie. Al cabo de unos días, el Pravda publicó un artículo sin firmar, titulado Caos en vez de música, en el que se condenaba la ópera sin ambages. Muchos atribuyeron su autoría al propio Stalin. La última frase era escalofriante: “Las cosas pueden terminar muy mal”. Como todos los tiranos, Stalin era un cursi y consideró que esa música era lo que los nazis llamaban arte degenerado, un vehículo inapropiado para reflejar las bondades de la utopía socialista.

Hay que recordar que en aquellos años, los más infernales del terror estalinista, en los que la población era sometida a constantes purgas, con juicios sumarios, deportaciones y asesinatos, estaba muy mal visto aparecer serio en público. Todo el mundo –y en especial los artistas y los responsables políticos– debía mostrarse sonriente para demostrar que vivía en el paraíso proletario. En consecuencia, toda la producción artística tenía que ceñirse a los postulados del realismo socialista alegre y triunfante. Tras el fiasco de su ópera, Shostakovich se debatía entre el silencio o la reconciliación con el régimen, temiendo cada noche por su vida, rodeado de relojes, cuyo tic-tac al parecer le ayudaba a mantenerse sereno. Hacía poco que había terminado una nueva sinfonía, la cuarta, que finalmente decidió no estrenar, por temor a que sufriera la misma suerte que su ópera. (La extraordinaria cuarta no se estrenaría hasta 1961, muchos años después de la muerte de Stalin). 

Así las cosas, Shostakovich decidió aparentar una sonrisa y estrenó su quinta sinfonía en 1937, en el Gran Salón de la Filarmónica de Leningrado, la orquesta ya entonces dirigida por un joven Tevgeny Mavrisnky, que sería uno de los mejores amigos e intérpretes de Shostakovich, otro disidente clandestino y un director colosal. El estreno fue un éxito rotundo y clamoroso. Como cuenta Johnson, el esfuerzo final por volver a la tonalidad mayor, con las fanfarrias de las trompetas y el retumbar de los tambores, levantó al público en una ovación de media hora. Y al cabo de unos días, el lacayo musical de Stalin, Alexsei Tolstoi, publicó una crítica muy favorable de la sinfonía, calificándola como “una reconstrucción de la personalidad”. 

Shostakovich se había reformado y había salvado así el cuello. Pero, ¿qué escribió en realidad el compositor en esa sinfonía? En la red puede encontrarse un estupendo documental titulado Keeping the Score: Shostakovich’s Fifth Symphony, en el que Michael Tilson Thomas, titular de la sinfónica de San Francisco, analiza paso a paso lo que el músico hizo para burlar el discurso oficial. Para el primer movimiento, Shostakovich se apoyó en Beethoven, uno de los pocos autores que habían sobrevivido a la censura comunista, por ser considerado, hasta cierto punto, revolucionario

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Los compases iniciales, asertivos e imponentes, aunque con un punto siniestro, recuerdan al principio de la novena de Beethoven, pero muy pronto la estructura en forma de sonata llega a una especie de punto muerto, con tres notas que parecen retractarse de la afirmación inicial, rompiendo la inercia del movimiento y disolviéndolo “into a gently rolling figure”, como dice Tilson Thomas, “en una suave figura rodante” que nos lleva al siguiente tema, una aparente aria lírica a la manera de Tchaikovsky, sólo que Shostakovich, alterando una sola nota, subvierte el recuerdo melódico del pasaje y lo somete a una tensión inesperada. 

Luego, de forma abrupta, los metales y la percusión asumen las tres notas del punto muerto y las convierten en una marcha militar que recuerda a la Obertura 1812 del mismo Tchaikovsky y que, a su vez, recoge a través de las cuerdas el lamento inicial, llevándolo a un clímax en el que se reúnen todos los motivos desplegados, pero sin dejar que esa cima sea el final del movimiento, ya que luego las maderas retoman el motivo recurrente con gran humildad, como si caminaran por un páramo en el que empieza a oscurecer. Un solo de celesta, interrogante y enigmático, parece recordar al final que nada ha terminado. 

Gustav Mahler

Gustav Mahler

El segundo movimiento es un scherzo muy vivaz y con visos cómicos, todo un homenaje a Mahler. Shostakovich escribió también música para películas –fue una de sus facetas más apreciadas– y siendo muy joven había tocado en cines, acompañando al piano la proyección de las primeras comedias mudas. Esa es la experiencia que se refleja en este movimiento satírico, donde apenas hay un momento de dulzura en el que un solo de violín, luego doblado por las maderas, parece reproducir la danza fugaz de una bailarina para luego dar paso otra vez a la troupe de payasos. 

El tercer movimiento, el Largo, es el verdadero corazón de la sinfonía, un Requiem sin voz por todos los muertos anónimos, un memorial a las víctimas de Stalin y en realidad a todas las víctimas de cualquier época y bajo cualquier régimen. Como explica Tilson Thomas con esa claridad pedagógica tan propia del mundo anglosajón, reminiscente de la de Leonard Bernstein, Shostakovich fue muy hábil a la hora de distribuir las cuerdas en varios grupos para dar la impresión de un coro que canta durante la liturgia ortodoxa rusa. Algo parecido había hecho Tchaikovsky en la Obertura 1812, reproduciendo la melodía de un himno concreto, pero Shostakovich no podía permitirse citar una referencia religiosa evidente, así que no le quedó más remedio que inventarla, apelando a la memoria tácita del público, que inmediatamente se vio congregado en un templo, recuperando todo aquello que les había sido arrebatado. 

El solo de oboe, de una tristeza infinita, recuerda al verso de Hölderlin: “Los que están muriendo deben cantar”. Luego los contrabajos y los chelos parecen unirse al lamento con una furia desatada, hasta que toda la orquesta lleva el movimiento a otro punto muerto en el que de pronto se oye una referencia espectral al solo de celesta del final del primer movimiento, acompañado en esta ocasión por el arpa. Y como dice Tilson Thomas, “the strings breath a last benediction”, (“las cuerdas exhalan una última bendición”)

Después de este trance, Shostakovich sabía que, para salvar su vida, debía acabar con un movimiento alegre y afirmativo, en la línea del primero, aparentando de nuevo la sonrisa oficial. Y así lo hizo, pero deslizando por debajo la amargura interior. Al principio, la orquesta arranca llena de brío, triunfante, pero al poco llega a otro punto muerto, a un valle de melancolía y recogimiento, para luego dar paso a una especie de marcha lenta que, según Tilson Thomas, recuerda una escena de la ópera Boris Godunov de Músorgski en la que el pueblo es obligado a adorar al zar. En cualquier caso, la marcha conduce al esperado e impuesto happy ending triunfal de toda la sinfonía. Sin embargo, Tilson Thomas demuestra que en esa apoteosis hay algo que no encaja. Como en la conclusión del primer movimiento, Shostakovich hizo aquí una pequeña alteración en su final feliz. En lugar del si natural que hubiera confirmado la versión feliz y mayor, eligió un si bemol que nos devuelve a la versión menor y triste, produciendo en el conjunto una leve estridencia muy perceptible si uno escucha con atención. Según Tilson Thomas, esa fue la manera que tuvo Shostakovich de decir que las armonías felices del final eran totalmente falsas. La sinfonía, así, terminaría en realidad en otro punto muerto y no en la aparente proclamación de éxito. 

El día del estreno, los oídos fanáticos se contentaron con las fanfarrias patrióticas, pero otros muchos reconocieron la angustia, el miedo, el fervor clandestino y el grito de dolor y vida que la obra contenía. Un joven Rostropovich, presente en el público, le contó a Stephen Johnson que él, como tantos otros, se dio cuenta enseguida de la tragedia que subyacía al final aparentemente optimista. Muchos años después, Mvravinsky, ensayando la sinfonía con su orquesta, muerto ya Shostakovich, no daba con el tono exacto de un vibrato. Lo hacía repetir una y otra vez, hasta que de pronto, como recordó uno de sus músicos, estalló: “¿Han olvidado ustedes las condiciones bajo las que esta música fue escrita?” No hizo falta añadir nada más.

Shostakovich se pasó la vida jugando al ratón y al gato con la barbarie soviética, burlándose del poder y aprovechándose de él. Después de la segunda guerra mundial,  había compuesto ocho sinfonías. Todo el mundo esperaba por ello que la novena fuera otra gran novena, después de las míticas de Beethoven, Bruckner y Mahler, una obra coral que cantara el triunfo del comunismo sobre el fascismo. Pero el compositor se descolgó con una sinfonía breve, casi bufa, irónica y brillante que dejó perplejo al público e indignados a los gobernantes. Su verdadera opinión se la reservó para la décima, que se estrenó después de la muerte de Stalin y que de algún modo constituye un retrato de su tiranía. Y así, muriéndose a la vez de risa y de pánico, Shostakovich fue sobreviviendo y legándonos una música que sigue salvando vidas. Para quien quiera escucharla de verdad.