'Roma antica' (1757) / GIOVANNI PAOLO PANINI

'Roma antica' (1757) / GIOVANNI PAOLO PANINI

Letras

Roma desordenada

El diplomático Juan Claudio de Ramón dedica a la Ciudad Eterna, eje del poder terrenal y la devoción religiosa después de Grecia, un libro fragmentario de estampas breves y recuerdos

9 mayo, 2022 23:00

Me acuerdo que de pronto amé la vida / porque la calle olía / a cocina y a cuero de zapatos”. Según contó él mismo, en ‘La calle Pandrossou’ Jaime Gil de Biedma quiso reflejar la impresión que le produjo, al llegar a Atenas, la visión inesperada del Partenón desde esa callejuela del barrio de Monastiraki. El templo, sin embargo, ni siquiera se menciona en el poema, que termina hablando de una impresión olfativa vulgar y corriente. Gil de Biedma utilizaba ese ejemplo para explicarse la incapacidad moderna de expresar la grandeza, la belleza y la trascendencia. Un poeta del siglo XVI hubiera podido escribir una ‘Oda al Partenón’. En el siglo XX, en cambio, no quedaba más remedio que describir un calle anodina con muchas tiendas, mientras al fondo latía el Partenón sin poder ser representado, inalcanzable.

El propio Gil de Biedma también contó en más de una ocasión que estando una noche en Roma, en casa de María Zambrano, la filósofa dijo de pronto: “Qué bella está Venus”. El poeta pensó de inmediato que se refería a una estatua, pero miró por la ventana y no vio nada, hasta que se dio cuenta de que Zambrano se refería en realidad al lucero. Baudelaire fue el primero en describir esa ceguera del poeta moderno ante un cielo vacío, apagado por las luces de la ciudad. Desde entonces, a los habitantes de la metrópolis tecnificada –que hoy en día es ya casi el mundo entero– nos cuesta mucho ver la totalidad, algo acabado y unitario, absoluto. Dispersos en la urgencia y la publicidad, sólo alcanzamos a captar fragmentos, restos, astillas de lo que fuimos e intimaciones de lo que seremos, en tránsito todavía entre dos eras.

Roma desordenada, Juan Claudio de Ramón

La reflexión viene a cuento del estupendo libro que acaba de publicar Juan Claudio de Ramón, Roma desordenada (Siruela), con prólogo de Ignacio Peyró, nuestro cónsul allá donde vaya, que pronto será además romano de adopción y motivo de peregrinaje. Se trata de una serie de estampas breves, recuerdos, impresiones y anécdotas de la estancia laboral del autor en la Ciudad Eterna. Juan Claudio de Ramón es un diplomático de otro tiempo, culto, atentísimo, dueño de un estilo cada vez más depurado y tocado por esa forma de curiosidad que hace que uno pueda vivir elevado al cubo, la pleonexía platónica que Ortega comentó tantas veces. Desde la primera página, De Ramón sabe que escribir hoy en día sobre Roma supone insertarse en un género imposible, vetado a la modernidad, precisamente por esa dificultad de acceder a la grandeza. Por ello se apresura a traer a colación la observación de Josep Pla de que “Roma es una cosa aparte”. Escribir sobre Roma es constatar un fracaso. Y eso es lo que hace que este libro sea al mismo tiempo tan valiente y valioso.

Leyendo Roma desordenada uno toma conciencia de hasta qué punto se trata de una ciudad infinita, eje del poder terrenal y la devoción religiosa desde que el hombre quiso hacerse dueño del tiempo, es decir, después de Grecia. Roma es además una urbe cuyos destellos fantasmales aparecen en todas las ciudades del mundo, desde Washington hasta Londres, París, San Petersburgo, Barcelona, Estambul, Palma, Ciutadella o Atenas, que también acusa su influencia romana a posteriori. Roma es la ciudad preclásica, la capital imperial, la sede de los papas, el escenario de La dolce vita. Es el sustrato simultáneo e inabarcable de toda Europa. Los europeos no visitamos Roma, sino que nos reencontramos con ella, porque en todas partes, en cada rincón, hay algo familiar. Y eso es precisamente lo que hace, con gusto y gracia, Juan Claudio de Ramón en su libro, invitarnos al reencuentro de una ciudad imposible de conocer, pero al mismo tiempo viva e íntima, llena de aromas, colores y sabores, enriquecida por la mirada de sus vecinos espectrales, de Caravaggio, Goethe y Wincklemann a Pasolini, Zambrano o Ramón Gaya.

Juan Claudio de Ramón, diplomático español, autor de 'Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña' /CG

Juan Claudio de Ramón, diplomático español, autor de 'Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña' /CG

Gracias a su humildad, Juan Claudio de Ramón consigue que la Ciudad Eterna se aparezca a través de pequeños detalles inesperados, como Gil de Biedma en su poema sobre Grecia, fijándose, más que en los grandes monumentos, en los pinos, en los hierbajos que vencen el asfalto, en las fuentes, en la historia del Tíber, en los barrios periféricos, en la ausencia de cafés. Hay por supuesto también pintura y escultura, palacios y cardenales, políticos y poetas, pero lo mejor del libro estriba en su mirada a ras de suelo, que paradójicamente consigue elevar la crónica y desmentir por una vez a Joyce cuando dijo que Roma le recordaba a alguien que vivía de exhibir constantemente a los turistas el cadáver de su abuela. En un capítulo espléndido, por ejemplo, titulado ‘Hecha de ladrillo’, vemos la ciudad mejor que en todas las postales:

“Yo también llegué a Roma con el prejuicio del que cree que no hay mejor ladrillo que el que no se ve. Descubrí, sin embargo, que los momentos de mayor emoción por la ciudad coincidían con la intimidad de una enrojecida pared enladrillada. Una Roma salida del horno hace un número incierto de siglos y por la que se pueden pasar los dedos lentamente, de llaga en llaga, arañando virutas de un viejo cemento que los investigadores dicen que es más resistente que el nuestro. Paseando por los Foros, los ojos se dirigen al espolón de ladrillo del Palatino, no tanto a las pocas columnas en pie. En la Domus Aurea, la mayor impresión no me la causaron los frescos perennes de la guarida de Nerón, sino el impecable aparejo de un desnudo tabique de un albañil de época de Trajano. En la necrópolis vaticana, la supuesta tumba de Pedro me cautivó menos que las hiladas perfectamente cocidas de la pared del mausoleo H. En Villa Adriana, en fin, uno no se cansa de admirar la elegancia atemporal del opus reticulatum y sus ladrillos en forma de rombo. Imposible no descubrirse ante la albañilería perpetua que conjuga la belleza de los terrones con una utilidad a prueba de siglos. ¡Qué pomposa parece, de pronto, esa vanidosa piedra caliza que llamamos mármol! Si pudiera llevarme algo de Roma sin pasar por aduana sería un ladrillo viejo”.

El ladrillo, como comenta antes el autor, es una de las tres cosas que los romanos inventaron y que los griegos no sabían hacer. Las otras dos son el arco y el cemento. Ese avance técnico les permitió construir en altura, sin apoyo en desniveles. El Coliseo frente al teatro de Epidauro. Cabría preguntarse si ahí no empezó una forma de entender y representar la trascendencia que nos llevó a la ruina. El Partenón sacralizaba el entorno, la visión horizontal del mundo, mientras que el Panteón apunta ya a una altura inalcanzable y escindida. Desde esa elevación hemos caído otra vez al suelo. Como decía André Malraux, “estamos viviendo en la primera civilización capaz de conquistar la tierra entera, pero incapaz de inventar sus templos o sus tumbas”. Por eso Roma sigue siendo un lugar desde el que pensarnos como lo que somos, unos mutilados.