El editor, traductor y escritor barcelonés Carlos Pujol / PLANETA

El editor, traductor y escritor barcelonés Carlos Pujol / PLANETA

Poesía

Los salmos (casi secretos) de Carlos Pujol

El editor, traductor y escritor barcelonés, desaparecido hace una década, escribió diecisiete libros de poesía donde aborda en verso desde las confesiones íntimas a las meditaciones espirituales

3 julio, 2022 21:00

En la elección que todo escritor debe hacer al menos una vez en la vida, Carlos Pujol (Barcelona, 1936-2012) optó por escribir una obra sólida, tuviera esta la salida que tuviera, más que ser vendedor de humo y pregonero, como tantos, de libros de inferior calidad disimulada por el peor de los ditirambos, el dirigido hacia uno mismo. Quiere decirse que decidió dedicar su tiempo y esfuerzos a escribir, no a proyectar una imagen pública, tarea que en la actualidad esclaviza a muchas personas con talento pero que les impide alcanzar la intensidad y la hondura en un oficio, podríamos llamar mester, el de las letras, que se desempeña en soledad.

Pujol desarrolló su actividad en cinco ámbitos: los más públicos y crematísticamente más rentables, la Universidad primero y el asesoramiento después en el Grupo Planeta, donde ejerció de sabio en una época en la que lo mismo recomendaba la publicación de un libro que actuaba como jurado en uno de los premios convocados por el gigante editorial. Fue crítico en varias cabeceras, fundamentalmente en La Vanguardia y ABC. También cultivó una obra propia en absoluto desdeñable.

'Homenot' Carlos Pujol / FARRUQO

'Homenot' Carlos Pujol / FARRUQO

En narrativa cultivó predominantemente la novela histórica (La sobra del tiempo fue la primera de ellas en 1981). Pero además dejó aforismos y una amplia producción ensayística. Con todo, el mayor número de libros corresponde al de las traducciones, de todos los géneros y del francés y del inglés principalmente, aunque donde más brilla, porque es difícil lograr la destreza técnica que él mostró, es en la traducción de poesía: Ronsard, Lamartine (con otros poetas románticos franceses), Baudelaire, Verlaine, Corbiére, Samain o Jammes. Del inglés vertió a Robert Browning y a su esposa Elizabeth Barrett Browning, a Emily Dickinson y a John Donne, a Gerard Manley Hopkins y a Robert Louis Stevenson. También tradujo del italiano (Emilio Coco y Guido Gozzano) y del catalán (Joan Sales).

Si siempre el resultado es magnífico, sería faltar a la verdad afirmar que en todos los casos mantuvo Pujol las peculiaridades de los autores traducidos. Si Stevenson, por ejemplo, no presenta especiales dificultades, Dickinson y Hopkins son harina de otro costal. El riesgo al traducirlos como a los demás, sin adoptar soluciones diferentes, entraña el riesgo de domesticación de lo que era salvaje, silvestre, personalísimo. El jesuita inglés hizo gala de muchos recursos métricos y fonéticos que lo apartan de la poesía de sus compatriotas y coetáneos, y lo ponen en una órbita al tiempo antigua y revolucionaria, de la tradición de la poesía aliterativa del inglés medio y después Chaucer, y de la poesía anglosajona cuyos mecanismos tanto cautivaron a Borges. Eso en las altísimas traducciones de Pujol pasa desapercibido.

Algunos poemas más de Emily Dickinson

La solitaria de Amherst se escapó siempre del largo dominio del equivalente endecasílabo de su tradición, y se refugió en los metros populares de los himnos religiosos, con versos más cortos. Si Pujol maneja a la perfección nuestros versos, siempre sin rima, quizá en el caso de ella habría sido preciso usar más los de arte menor, rimar (si no en consonante, en asonante) y mantener los guiones con los que tan pródigamente espolvoreó la autora sus poemas. En la justificación de sus traducciones, Pujol minusvaloró este rasgo distintivo de Dickinson. Pero por caprichoso que fuera, era el capricho de ella, y lo que la distingue de todo otro poeta. No respetar esos guiones, como hacen muchos incluido el gran Pujol, es como, en el otro extremo de las posibilidades, poner puntuación en un poema que no la lleve, o usar la caja alta para la humilde baja empleada por un E. E. Cummings (otro poeta que escribe a su modo, el cual hay que respetar).

La pulcritud de sus traducciones, no obstante, con un notabilísimo dominio del verso, y una interpretación atinada, hizo siempre que los productos de su telar (casi anagrama de l’arte o el arte) pudieran leerse como verdadera poesía. Era poesía medida que hacía que, donde otros parecen titubear con un lenguaje improvisado, él lograra líneas que el mármol reclama como suyas. Su traducción en alejandrinos de los Sonetos de Shakespeare en la colección La Veleta dirigida por alguien que lo adoptó como maestro, Andrés Trapiello, sigue siendo la que mejor se lee en ese metro (la de Ramón Gutiérrez Izquierdo en Visor, también en tetradecasílabos, es hinchada y llena de pompas de jabón siempre a punto de estallar cada vez que se compulsa con el original inglés).

Poemas de Gozzano

Se le puede objetar que en los Sonetos su música difiera de la melodía original de los versos ingleses que en español se asemejan al endecasílabo. Pero Pujol prefirió emplear aquel metro de mayor capacidad, barco de más tonelaje, para no tener que prescindir de portar en su bodega, de algunas de las palabras de los poemas shakespearianos. En su prólogo hablaba de lo que toda traducción supone: “Es como la complicadísima maquinaria de un reloj que se ha desmontado y que cuando intenta armarse de nuevo resulta que sobran piezas y que se ha convertido sorprendentemente en un artefacto difícil de clasificar, que uno confía también dé las horas”. Sus traducciones las dan e, incluso, más allá de esto, suspenden el paso del tiempo y diluyen esa otra magnitud: el espacio.

Pujol consigue que los lectores olviden que los textos que vierte fueron compuestos en otras épocas y otras latitudes, y otros idiomas. Discípulo de Martí de Riquer, dedicó su tesis doctoral a uno de los más interesantes traductores (o mejor sería decir adaptadores) del siglo pasado: La obra de Ezra Pound en sus relaciones con la lírica medieval románica. Él llegó a la poesía publicada relativamente tarde, a los cincuenta y un años, con Gian Lorenzo, en la malagueña colección Puerta del Mar. Luego vinieron dieciséis libros más. Tras su publicación en 1998 tras obtener el Premio Villa de Martorell, Fragmentos del Libro de Job reapareció con el póstumo Centón de salmos en edición de Teresa Vallés-Botey a finales de 2021 en una de las editoriales en las que más recurrentemente había ido viendo la luz su obra: la pamplonesa Pamiela. Es una excelente ocasión para acercarse a su poesía, que en este caso, como en la traducción, pero mucho más libremente, se basa en partituras previas.

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Vallés-Botey recuerda en su introducción la fertilidad del personaje bíblico Job. Resumirla es tarea poco menos que imposible, pero algunos hitos los constituyen el cuadro de Durero Job y su mujer, el Cándido de Voltaire o las Ilustraciones del Libro de Job de William Blake. Pujol fue creyente cristiano, y esta cosmovisión se manifiesta en los poemas, que adoptan la simetría de veinte poemas de veinte endecasílabos cada uno, más un epílogo de solo ya diez versos, y concuerdan con otros libros de tema religioso suyo como Magníficat (2011) y El corazón de Dios (2014, es decir también publicado tras su muerte e indicativo de esa preocupación acrecentada al final de su vida).

Llamas y no sabemos lo que quieres, / qué significa cada golpe tuyo, / por qué me desbaratas día a día, / qué hacer con el dolor y el acertijo / que se confunden en un solo mal”, interpela en el poema 16. Y aclara la posición desde la que habla: “Job no espera que cures sus heridas, / solo saber de ti y verte la cara” (20) .

Fragmentos del Libro de Job y Centón de salmos

Centón de salmos, por su parte, lo componen cuarenta poemas de diferente extensión, número que guarda también un eco bíblico (cuarenta, recordémoslo, fueron los días que Jesús pasó en el desierto). Qué duda cabe de que Pujol lo escribió ya desde la conciencia de que sus días estaban contados. Los salmos del barcelonés dialogan con los primeros 37 de la Biblia, y los transforman, conservando siempre alguna cita incrustada, una palabra clave. “Para el lector que conozca el texto bíblico a menudo la relación intertextual es tangible, pues se incorpora y reformula algún verso”, observa su editora.

En el primero de los salmos pujolianos, su prólogo, se habla del desmoronamiento íntimo, que se refleja no sin una pizca de humor: “cae el alma a los pies como pisándola, / debe de ser que Dios / se tapa los oídos por un rato, / a ver qué pasa entonces; / es un quedarse solos / como niños perdidos en el bosque, / Él se va, se despide a la francesa / sin dar explicaciones”. Ese despedirse a la francesa es indicio de lo que luego impregna los salmos: la superposición de la actualidad y lo eterno, con ciertos tonos coloquiales. Por estas páginas aparece la corrección política, la cultura audiovisual o este aguijón: “cultivan aureolas solidarias, / sonriendo melifluos en la tele”.

Desvaríos de la edad

Con ese tono ligero, si no omnipresente tampoco raro, más adelante apostrofa a Dios: “Tú esperas hasta el último momento, / la paciencia es el arma de los fuertes; / parecías neutral, distante incluso, /como si aquello te importara un bledo, / absorto en problemáticas más serias. / Hasta que se oye una corneta amiga, / como en una película de indios, / y el Séptimo de Michigan acude”. Recuerda a Miguel d’Ors, poeta católico como Pujol pero que aquí, en el poema titulado 'The End', no escribe desde una posición religiosa: “Esto es la vida. Inútil / que te cuentes mentiras: / no sonará, borrosa, una trompeta / aliada. No llegará John Wayne / con el Séptimo de Caballería”.

Como un examen de conciencia literario, no falta la autocrítica en estos salmos: reconocida la tendencia de uno a ponerse “altisonante y vacuo, / exclamativo, enfático, ¡oh, Señor!, / formal, ceremonioso, /campanudo, hierático, redicho”, y a regodearse en los posibles logros expresivos, el poeta se reconviene a sí mismo y se dirige al Altísimo: “Bueno, menos comedia. / Simplemente, Dios míos, conversemos, / que tengo muchas cosas que contarte”. Es un cierre que, además de la inspiración vetatestamentaria, coincide con el justamente célebre final de la 'Elegía' de Miguel Hernández: “que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero”.

El editor, escritor y traductor Carlos Pujol

El editor, escritor y traductor Carlos Pujol

Como eco de los Fragmentos del Libro de Job, algunos versos reinciden en los padecimientos: “¿Hasta cuándo?, pregunto, / como si la medida de mi tiempo / fuese también la tuya”. Y un poco más abajo en la misma página: “Quejarse es un reflejo, una costumbre, / ¿cómo van a gustarme estas heridas?, / ¿No es hora de una tregua? / ¿Tú qué dices? / ¿Qué todavía no?”. Dios no es solo la Redención y la posibilidad de habitar en su Paraíso; también es salvación en este mundo: “En esta olla de grillos que es el alma, / con tanto estorbo y mucho guirigay, / salvas de la idiotez y la ceniza”.

En el epílogo escribe: “¿Qué es eso de los Salmos? No parece / que merezca llamarse una poesía / de la experiencia, porque más que versos, / de la clase que sean, / es algo ineludible y esencial, / viene a ser respirar por una herida / que nunca va a cerrarse”. Se cierra el libro, pero si al principio era el Verbo, este reverbera. Esbelto como un hueso, enteco, Carlos Pujol era por su físico una vertical línea recta. Personalísimo, distinto, una raya en el agua; aunque a tenor de su rica producción literaria, un escritor redondo.