El poeta Ramón Andrés

El poeta Ramón Andrés

Poesía

Con Ramón Andrés

Un recorrido panorámico por la obra de Ramón Andrés, poeta, ensayista, músico y alguien capaz de ampliar el mundo interior de sus lectores

16 enero, 2019 00:00

“Cantar es unir, desocultar lo que sucede a nuestro alrededor, convertirse en sonido para probar hasta qué punto podemos comprender lo que no nos habla. Lo callado. El canto es acercarse a lo silenciado y dar sentido a aquello que la razón niega.” Es esta una de las tantas reflexiones memorables de Ramón Andrés en su último ensayo, Claudio Monteverdi “Lamento della Ninfa” (Acantilado, 2018), un libro breve y de lectura sedante, que deja en la memoria un recuerdo de arroyos, vegetación frondosa y agua resonante, ideal para olvidarse del horrible panorama político que nos rodea.

Ramón Andrés ocupa un lugar excéntrico y al mismo tiempo eminente en la cultura española. Músico, poeta, ensayista y virtuoso de la amistad, su obra se ha organizado en torno al oído, una característica muy rara en este país de sordos contumaces. Cuando escribe, Ramón Andrés nunca levanta la voz y parece estar escuchando mientras habla, como si fuera uno de los acusmáticos, los discípulos de Pitágoras que permanecían años en silencio, para vaciarse en la escucha antes de poder decir algo. Y así, con sigilo pero sin descanso, Ramón Andrés ha ido publicando a lo largo de las últimas décadas una obra imponente y compleja --a mi juicio de las más relevantes a escala europea--, hecha de diccionarios enciclopédicos, ensayos, poemas y aforismos. En su Poesía reunida. Aforismos (Lumen, 2016), nos encontramos con un poeta capaz de escribir esto:

            Una ladera,             un cortante,

            los perros bajan por el cantizal, 

                husmean con arqueos de guadaña,    

            han salido de Cranach o de Durero,

            no fieles.

                          No son posibles más ángeles

            tocando trompetas en la humareda,

            no pueden respirar,

            nadie toma aire. Ninguno

            es hallado digno. Ninguno

            es hallado digno.

                      Voz de muchas aguas.

            Los endrinos todavía ácidos,

            el campo arde como un pergamino.

                    Alguien piensa que morir

            es traslado, mudanza;

            el otro, que es un estribo o un bancal;

            el otro, que no oír a quien se acerca;

            el otro, que ser la sombra 

                                                             de un pinzón,

            hierba puesta a secar, adjetivo.

            Pero no es eso, no lo es:

                           morir es un tejado

            al que uno sube para reparar las tejas, 

            entendido en lluvias

                           y bajantes,

            que lo limpia de ramas y nidos,

            vacíos desde hace estaciones.

                       Un tejado, estás arriba,

                  los de la casa no se oyen.

            Ningún pájaro viene ya de África

            ni de los fiordos.

                              Aquí todo es centro.

Es un poema titulado “Visión”. En ese mismo volumen también nos encontramos a un pensador capaz de resumir tanto en este aforismo:

“Lo verdaderamente indestructible: la mirada del que obedece”.

O en este otro:

“Un don ofrecido a unos pocos: amar sin construir”.

En Pensar y no caer (Acantilado, 2016), una espléndida colección de ensayos, hay un texto en el que, a través de un comentario del tremendo cuarteto de cuerda de Lutoslawski, consigue hacer sonar lo que nadie quiere oír en la Europa de nuestros días:

“Cabe preguntarse si este escenario sin sobresaltos ni demasiadas fisuras no forma parte --y esto es decididamente trágico-- de una tregua que tiene su función y su lógica, de un espacio temporal que aporta distensión a la realidad del mundo para, de este modo, recobrar fuerzas y emprender, como impelido por un resorte, el camino de la destrucción, una destrucción cíclica que es tácita conditio de la civilización europea, al igual que los trallazos de los arcos del Cuarteto dejan paso, impensablemente, a unos pasajes silenciosos que albergan un pianissimo, el peor de los designios.”

Y en No sufrir compañía (Acantilado, 2010), su antología de escritos místicos sobre el silencio, nos encontramos con esta observación:

“El silencio, que no ha sido creado, guarda la propiedad de lo eterno”.

Ramón Andrés (2016)

Ramón Andrés (2016)

En cualquiera de los libros de Ramón Andrés uno se reencuentra con el mismo mundo acústico y filosófico. Su manera de adentrarse en su objeto es siempre cautelosa, como si temiera romper algo, preñada de una atención --la oración natural del alma, según Benjamin-- que termina por contagiarnos a sus lectores. Su enorme capacidad de escuchar hacia atrás disuelve siempre la falsa seguridad de quien se cree nuevo, original, llamado a grandes cosas. Lo acústico es el ámbito de los sagrado y ahí se mueve él siempre, rodeado de ancestros pero sin descender de nadie. 

En el ensayo sobre el Lamento de la ninfa de Monteverdi, Ramón Andrés empieza hablando de agua y de árboles, recordando que con el verbo “buscare” las gentes medievales aludían a la necesidad de adentrarse y perderse en el bosque. Su propio texto va creciendo como un enramado de referencias musicales, pictóricas, literarias y morales. Recuerda que la huida al bosque suele esconder un rechazo al mundo, como en el caso de Virgilio, cuyas Bucólicas son el reverso de la masacre provocada por la guerra civil que se desató después de la muerte de César. Habla luego sobre las ninfas --sobre las que últimamente han teorizado dos filósofos afines a él, Massimo Cacciari y Giorgio Agamben-- describiéndolas con esta precisión:

“La presencia de una ninfa implica una tensión entre lo posible y aquello que no lo es, entre lo corpóreo y lo incorpóreo. Ante ella se tiene la percepción de algo que es casi materia y, a la vez, sólo un rumor, el dyeu que en su raíz indoeuropea define un brillo, un destello que culmina en lo divino.”

Son las criaturas que pueblan el imaginario clásico y renacentista y cuya repentina ausencia en el Támesis tóxico del siglo XX lamentará T. S. Eliot en la tercera parte de La tierra baldía (1922):

El dosel del río se ha roto; los últimos dedos de follaje

tratan de agarrarse y se hunden en la orilla húmeda. El viento

atraviesa desoído la tierra parda. Las ninfas se han ido.

Fluye suave, dulce Támesis, hasta que mi canción acabe.

El río ya no lleva botellas vacías, papel de bocadillo,

pañuelos de seda, cajas de cartón, colillas

ni otros testigos de noches de verano. Las ninfas se han ido.

Pensar y no caer, Ramón Andrés

Pensar y no caer, Ramón Andrés

Ramón Andrés nos cuenta el origen de la pérdida que acabará en el lamento de Eliot, el tránsito de la polifonía --de la ecclesia-- al arte monódico, lo que supone “la conformación del individuo moderno concebido ya como finalidad, como un cometido, dueño de su devenir.” Es el mismo tránsito que observamos en el Quijote, en Hamlet, en Las Meninas y que en la música se concreta en “una melodía capaz de narrar y describir la nueva visión del compositor, pero también del oyente.” Será la música de los afectos y de las pasiones.

En pintura también podemos advertir una transformación parecida en un cuadro como Las reinas de Persia de Charles Le Brun, analizado magistralmente por Félix de Azúa en La pasión domesticada (Abada, 2006). Se trata de un cambio que afecta incluso al espacio. La polifonía estaba escrita para grandes estancias abiertas, mientras que la melodía acompañada sonará en habitaciones cerradas e íntimas. Y así es como Ramón Andrés nos conduce finalmente a la obra de Monteverdi, a su Orfeo, la primera ópera, al Lamento de Ariadna, el único fragmento conservado de otra ópera, al Lamento de la ninfa, a las historias de la vida del compositor que se esconden tras sus partituras y, como siempre, a la esencia misma de la música y del canto:

“Todavía más alejados en el tiempo, hacia el alba humana: el primer canto, la primera oscilación vocal de nuestros antepasados, el grito reducido a una entonación lastimera quizá sólo fue un acto reflejo por la pérdida de un miembro del grupo.”

Hay personas que ocupan y otras que abarcan, dice un aforismo de Ramón Andrés. Sin duda él pertenece a la segunda categoría. Cuando se termina la lectura de este libro --o de cualquiera de los suyos-- uno no tiene la sensación de haber sido ilustrado o persuadido, sino tan sólo de haberse ampliado interiormente.