Una imagen de la comarca del Cerrato (Palencia)

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Letras

Martínez Climent, un breviario de Castilla

El escritor indaga a partir del paisaje de la España rural en las asfixias de nuestra época, caracterizada por el dogma de una supuesta libertad colectiva que ahoga a la literatura y al arte

30 enero, 2023 19:20

“Ahora como antes, la condición para esa magia es la soledad: como vivimos en un mundo desencantado por la técnica, que es la modalidad más visible del Gran Desencantador (el Estado), tan sólo queda el retiro como capa aislante frente a los ácidos disolventes de la luz, la razón de Estado o el derecho universal, que es algo que asiste a cualquiera para exigir el cumplimiento de lo primero que se le ocurre”. Quien así habla es el narrador de Liturgia de los días. Un breviario de Castilla (KRK, 2022), de José Antonio Martínez Climent (Alicante, 1965), una meditación en forma de once cartas dirigidas a un conferenciante (“Estimado A.”) cuyas charlas ve por internet.

El personaje se ha retirado a un pequeño rincón de Castilla y se dedica sobre todo a estudiar el paisaje, la fauna y la flora, las lentas declinaciones de la luz, el carácter de los campesinos. Experto ornitólogo, observa con fruición la vida de las aves. A veces deja escapar detalles de su experiencia como biólogo en el Norte de Europa. También se infiere que en algún momento ha estado enfermo o impedido, postrado en una silla de ruedas. Es alguien, en cualquier caso, que intenta vivir y pensar fuera de las constricciones de nuestro tiempo.

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Las opiniones de este epistológrafo podrían ser tachadas de reaccionarias si todavía manejáramos la oxidada nomenclatura ideológica del siglo pasado. Su caso moral, sin embargo, es mucho más interesante y de hecho se propone como ejemplo dramático de las asfixias de nuestra época. Lo que cabría llamar el absolutismo democrático, profetizado ya en el XIX por escritores como Flaubert, ha generado una curiosa paradoja. La ilusión de emancipación total ha creado al mismo tiempo un sistema de vigilancia que, en aras de una presunta libertad colectiva, está sofocando cualquier forma de disidencia. La sociedad occidental se despierta cada mañana con instrucciones precisas sobre cómo hay que hablar, comer, amar, hacer deporte o tratar a los perros. La experiencia humana en su conjunto está regulada por un manual de conducta y dicción del que cada vez es más difícil salirse so pena de exclusión social. También las artes, la literatura y el cine se sienten en la obligación de cumplir con ese código deontológico de buenas maneras.

vida y embajadas

Por ello, la actitud moral del narrador de este breviario se corresponde más bien con la del Waldgänger de Jünger, alguien que se oculta en la oscuridad del bosque para rebelarse contra las órdenes del mundo administrado. Hay que recordar, de todos modos, que el emboscado no es el beatus ille del mito horaciano sino un desterrado que puede habitar en cualquier lugar, también en las ciudades. El personaje de Martínez Climent vive en la provincia castellana pero está conectado a internet, consume noticias como cualquier ciudadano, consciente de que su sabotaje no tiene nada que ver con la inhibición monástica. La radicalidad de su emboscamiento se manifiesta de un modo irreductible para las categorías públicas hoy vigentes. Él, por ejemplo, es ecólogo pero abomina de la tiranía ecologista:

“Pese a nuestra calidad de ecólogos, vivimos un tanto alejados de las consideraciones deterministas o sentimentales sobre la vida animal; nos hemos servido de la ciencia para un descripción parcial de las condiciones objetivas que exige su mera supervivencia, lo que de por sí constituye un tesoro; sólo que fauna y flora nos demandan algo más que la simple custodia de su existencia o la constatación de su funcionalidad, algo más hondo que el franciscanismo o que el empleo de los animales como narcóticos, como estimulantes de la autocompasión, como mascotas”.

Martínez Climent sabe que la naturaleza es algo mucho más serio que la versión edulcorada que está generando la cultura de nuestros días. En sus reflexiones a veces parece resonar aquel pecio de Ferlosio: “Naturaleza y civilización... Pero, decidme: ¿qué es más naturaleza: un león persiguiendo a un antílope en el Parque Nacional de Tanganika o un gato persiguiendo a una rata bajo la luz de los faroles junto a la interminable pared del matadero?”

Lionel Trilling ya advirtió hace demasiado tiempo que la imaginación del cómodo mundo liberal se había ido dulcificando hasta la inanidad. El reaccionario Faulkner tenía ideas mucho más verdaderas acerca de nuestra condición que los novelistas que se dedicaban a celebrar los nuevos mitos de la democracia. Ahora la sensibilidad política se ha adiestrado, por parte de la moral de Estado, en una cursilería que está resultando atroz por cuanto contribuye a desvirtuar tanto la naturaleza humana como la animal. Por eso reconforta escuchar al personaje de Martínez Climent decirse a sí mismo, en una tienda del pueblo, cosas como esta: “El silencio en las carnicerías nos remite a la muerte por una vía tan antigua que casi la hemos olvidado”.

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Si el bosque, como observó Canetti, ha sido la metáfora del alma alemana, con su ejército como encarnación de los árboles rígidos y erguidos, no hay duda de que Castilla ha servido a lo largo de los siglos como espejo de una España en perpetua crisis. Ya Ortega, en su meditación inaugural, describió a Don Quijote como un signo de interrogación que se encorva sobre la abierta llanura manchega. Y Juan Benet observó que Cervantes se alejó en su novela de la razón de Estado, pero sin pretender ser un reformador ni un moralista ni un destructor, sino adentrándose simplemente por otro camino para no ser molestado.

El Caballero, como sabemos, es el último habitante mágico de un mundo que empieza a desencantarse por la incipiente extensión de la técnica. Los molinos de viento, como advirtió también el ingeniero Benet, eran entonces artilugios recientemente importados, imposibles de conceptualizar por un alma que aún pertenecía a la Edad Media. La locura de Don Quijote no es sino una imaginación todavía inocente, santa. No parece casual, por tanto, que el personaje del breviario observe las ruinas de la Ilustración, la Iglesia y el Estado desde Castilla, el espacio al que una y otra vez se ha retraído el imaginario español en busca de sus fuentes.

Con respecto a esta última cuestión hay que decir que Martínez Climent acierta a exponer uno de los problemas políticos esenciales de la modernidad, de larga tradición filosófica. La democracia es un proyecto nihilista, en un sentido positivo, por cuanto aspira a diluir todos los contenidos naturales en la ley de la igualdad. Ese es el resultado de un trayecto filosófico que empieza en Hobbes, sigue con Kant, Hegel y la crítica de Marx y llega a su completa aniquilación con Nietzsche. La ciencia y el derecho se constituyen en límites de una sociedad civil que luego, en virtud de ese proyecto, se queda sin ningún límite. Tras la crítica de Marx a esa estructura, ya sólo fue posible el reconocimiento, por parte de Nietzsche, del poder ilimitado del individuo y el dominio de la muerte sin fin.

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En otras palabras, la modernidad se quedó sin ningún ámbito alternativo desde el que formular una crítica a ella misma. Y es ahí, en esa tierra de nadie, donde las distintas y contradictorias manifestaciones de lo reaccionario antimoderno se producen, tratando de encontrar un lenguaje a su perplejidad, de Heidegger y Jünger a Calasso y Scruton. Bajo esa luz cabe entender, me parece, reflexiones como esta:

“El observador, entre emocionado y herido por la hybris, se pregunta: si la Iglesia no quiere ser lógos rector de Santa María de Palazuelos, ¿qué queda ahí? Si el Císter ya no es nous de esta tierra ¿en qué convierte la restauración a este edificio y la labor que lo rodea? La respuesta es inmediata y lo detiene todo, pero queda dentro en forma de herida. Mirando un poco más a lo ancho, nos damos cuenta de que si Cristo no es el lógos-nous, la historia de Europa es un fraude”.

Por último, La liturgia de los días también sirve para reflexionar hasta qué punto la literatura se está ocultando. La profesionalización del oficio de escritor ha creado una imaginación al servicio de los dogmas de la sociedad que quizá no haya sido nunca tan ostensible y obscena como en nuestros días. La literatura no era la asamblea del acuerdo y la solución sino el reino del problema y la disidencia.

Por otra parte, desde hace ya bastante tiempo, casi todas las formas de escribir se parecen, inspiradas por un mismo estilo internacional forjado en las traducciones de novelas anglosajonas. Por todo ello, incluso la antipatía que pueda despertar la voz que habla en este breviario resulta tan saludable y beneficiosa como su estilo robusto, en absoluto impostado, lleno de objetos, rico en matices de contemplación, armado con periodos bien modulados. A la imaginación le sienta muy bien tener autores que hagan otra cosa –militares como Jünger, ingenieros como Musil, médicos como Céline–, tal vez porque la verdadera literatura es siempre una caza furtiva.