Cubierta de la edición en español de las entrevista de 'The Paris Review' / ACANTILADO

Cubierta de la edición en español de las entrevista de 'The Paris Review' / ACANTILADO

Manuscritos

Tres periodistas en 'The Paris Review'

La revista norteamericana, cuyas entrevistas publica Acantilado, prestó una especial atención a novelistas que fueron periodistas, como Capote, Hemingway o Tom Wolfe

24 diciembre, 2020 00:00

Entrevistar a un periodista es una suerte de duelo –entre iguales; el entrevistador frente al entrevistado– de cuya celebración se obtienen, a veces, resultados asombrosos. Es justo el caso de tres de las excelentes entrevistas que la editorial barcelonesa Acantilado, fundada por Jaume Vallcorba y dirigida por Sandra Ollo, incluye en su obra The Paris Review (1953-2012), un cofre editorial que incluye una selección de las mejores conversaciones que la prestigiosa revista literaria norteamericana organizó con los grandes autores de la segunda mitad del pasado siglo e inicios del presente. Letra Global ofrece, como adelanto editorial, algunos extractos de las conversaciones que Patti Hill y George Plimpton –éste por partida doble– celebraron con tres inmensos novelistas que, a su vez, fueron extraordinarios periodistas: Truman Capote, Ernest Hemingway y Tom Wolfe.

Truman Capote

Truman Capote

TRUMAN CAPOTE (1957): “Me apasionan los periódicos”

Truman Capote vive en Brooklyn Heights, en una gran casa amarilla recientemente restaurada por él mismo con el gusto y la elegancia que caracterizan todos sus proyectos. (…) Es bajito y rubio, con un flequillo que le cae sobre los ojos indefectiblemente y una sonrisa espontánea y luminosa. Se muestra amistoso con los desconocidos y manifiesta franca curiosidad, como si estuviera dispuesto a dejarse engatusar por cualquiera. Pese a ello, hay algo que te hace intuir que no es fácil engañarle y seguramente es mejor no intentarlo. 

–¿Qué es lo primero que escribió?

–Cuentos. Mis mayores ambiciones literarias siguen girando en torno al cuento. El relato es la forma de prosa más difícil que existe y la que más disciplina exige. Todo el dominio y la técnica que pueda tener se los debo enteramente a mi entrenamiento en este género. 

–¿Qué quiere decir exactamente cuando habla de dominio? 

–Me refiero a tener cierto dominio estilístico y emocional sobre tu material. Me importa un bledo que me acusen de preciosismo, pero estoy convencido de que se puede estropear una historia si falla el ritmo de la frase –especialmente si ocurre hacia el final–, o si fallan los párrafos o la puntuación. Henry James es el maestro del punto y coma, Hemingway es el que mejor sentido de los párrafos tiene, y desde el punto de vista del oído, Virginia Woolf jamás escribió una mala frase. 

–¿Cómo llega alguien a hacerse con la técnica del relato? 

–Dado que cada historia plantea sus propios problemas técnicos, no se puede generalizar en plan dos y dos son cuatro, evidentemente. Encontrar la forma correcta para un relato es descubrir cuál es la manera más natural de contarlo. La prueba para saber si un escritor ha dado o no con la forma natural de su relato consiste en preguntarte, después de leerla, si es posible imaginarla de otra manera o, por el contrario, acalla tu imaginación y te parece que ésa es la forma absoluta y perfecta. Perfecta como una naranja, como una naranja que la naturaleza, simplemente, ha hecho bien. 

¿Existen recursos para mejorar la técnica?

–El trabajo es el único recurso que conozco. Escribir tiene sus propias leyes de perspectiva, luz y sombra, al igual que la pintura o la música. Si has nacido sabiéndolas, estupendo. Si no, apréndelas. Y luego reordenas las reglas para adaptarlas a ti. Incluso alguien que despreciaba tanto las reglas como Joyce fue un soberbio artesano: pudo escribir Ulises porque había sido capaz de escribir Dublineses. Muchos escritores consideran que escribir relatos cortos es equivalente a los ejercicios de calentamiento de los dedos que hacen los músicos antes de tocar. Y, efectivamente, lo único que ejercitan esos escritores son los dedos. (…)

–Recientemente publicó un libro sobre la gira de Porgy and Bess por Rusia. Una de las cosas más interesantes del estilo que empleaba era su inusual desapego, incluso en comparación con los reportajes de otros periodistas que han pasado años registrando acontecimientos de manera imparcial. Tuve la impresión de que su versión de los hechos se parecía mucho a la que podría obtenerse a través de los ojos de otra persona, lo cual es sorprendente, dado el carácter marcadamente personal de su obra. 

–No considero el estilo de ese libro, The Muses Are Heard, demasiado diferente de mi estilo en ficción. Quizá el contenido, el hecho de que trate sobre acontecimientos reales, haga que lo parezca. A fin de cuentas, The Muses es puro reportaje, y en los reportajes estás ocupado con la literalidad y la superficie, demasiado implicado para hacer comentarios: no es posible profundizar como en la ficción. No obstante, una de las razones por las que quise hacer reportajes fue precisamente para demostrar que podía aplicar mi estilo a las realidades del periodismo. Y creo que en mi método de ficción se observa el mismo desapego.

La emoción me hace perder el control del relato: tengo que agotar la emoción antes de sentir que he logrado una mirada suficientemente clínica como para diseccionarla y proyectarla; en lo que a mí respecta, ésa es una de las leyes para lograr una auténtica técnica. Si mi ficción parece más personal es porque depende de la dimensión más personal y reveladora del artista: su imaginación (…) Creo que la mayor intensidad del arte en todas sus formas se logra mediante una cabeza deliberadamente fría y firme.

Un corazón sencillo de Flaubert: es una historia conmovedora, escrita con emoción, pero sólo pudo haberla escrito un artista muy consciente de la técnica, es decir, de las necesidades. Estoy seguro de que en algún momento Flaubert debió de sentir la historia muy hondamente, pero no cuando la escribió. O, por poner un ejemplo más contemporáneo, la maravillosa novela corta de Katherine Anne Porter, Vino de mediodía: tiene tal intensidad, tal sentido de la inme- diatez, y sin embargo el estilo es tan medido, los ritmos interiores de la historia son tan puros, que estoy seguro de que Porter se había distanciado de su material. 

–¿Lee mucho

–Demasiado,y de todo, etiquetas, recetas y anuncios incluidos. Me apasionan los periódicos; leo todos los diarios de Nueva York cada día, y las ediciones de los domingos, y varias revistas extranjeras. Los que no compro los leo de pie en los quioscos. Leo como media cinco libros a la semana; tardo unas dos horas en leer una novela de una extensión normal. Me encanta la novela negra y me gustaría escribir una algún día. Aunque prefiero la ficción de primera categoría, en los últimos años he leído muchas cartas, diarios y biografías. No me molesta leer mientras estoy escribiendo; quiero decir que no temo que el estilo de otro escritor interfiera en el mío.

–¿Cuáles son sus hábitos de escritor?¿Escribe sentado a un escritorio? ¿Escribe a máquina? 

–Soy un escritor completamente horizontal. No puedo pensar a menos que esté tumbado, ya sea en la cama o en un sofá con un cigarrillo y un café a mano. Tengo que estar dando caladas y sorbiendo. A medida que avanza la tarde, paso del café al té verde y de ahí al jerez y a los martinis. Nunca utilizo máquina de escribir cuando empiezo, escribo la primera versión a mano (a lápiz). Luego hago una revisión completa, también a mano. Me considero en esencia un obseso del estilo y concedo gran importancia a la colocación de una coma, al peso de un punto y coma. Este tipo de obsesiones, y el tiempo que les dedico, me irritan muchísimo. Luego escribo a máquina un tercer borrador en papel amarillo, un tipo muy especial de papel amarillo.

Tampoco me levanto de la cama para hacerlo. Sostengo la máquina sobre las rodillas. Y me funciona muy bien: tecleo cien palabras por minuto. Luego, cuando el borrador amarillo está terminado, dejo descansar el manuscrito durante una temporada, una semana, un mes, a veces más tiempo. Cuando lo retomo, lo leo con la mayor frialdad posible, luego lo leo en voz alta a uno o dos amigos y decido qué cambios quiero introducir y si quiero publicarlo o no. He tirado unos cuantos relatos cortos, una novela entera y otra a la mitad. Pero si todo va bien, mecanografío la versión final en papel blanco y ya está. (…) 

–¿Puede un escritor aprender el estilo?

–No, no creo que se llegue al estilo de manera consciente, lo mismo que no se controla el color de los ojos. Después de todo, tu estilo eres tú. Al final, la personalidad de cada escritor tiene mucho que ver con su obra. Humanamente, la personalidad tiene que estar ahí. Personalidad es una palabra desprestigiada, ya lo sé, pero le digo lo que pienso. La humanidad individual del escritor, su palabra o actitud ante el mundo, tiene que aparecer casi como un personaje que entra en contacto con el lector. Si la personalidad es difusa o confusa o meramente literaria, ça ne va pas. Faulkner, McCullers proyectan su personalidad de forma inmediata. 

–¿Está el libro completamente organizado en su mente antes de ponerse a escribir o va desarrollándose, sorprendiéndole a medida que avanza? 

–Ambas cosas. Invariablemente tengo la ilusión de que toda la trama de una historia, su comienzo, desarrollo y conclusión, se producen en mi mente de manera simultánea, como si lo viera todo en un destello. Pero durante el proceso de escritura se producen infinitud de sorpresas. Gracias a Dios, porque la sorpresa, el giro, esa frase que aparece en el momento justo no se sabe de dónde, es la ganancia inesperada, ese pequeño empujón gozoso que mantiene engrasada la máquina del escritor. Hubo un tiempo en que solía tener libretas de notas con esbozos de relatos, pero descubrí que de algún modo aquello destruía la idea en mi imaginación. Si la idea es realmente buena, si te pertenece de verdad, puedes olvidarte: te perseguirá hasta que la escribas. 

–¿Cree que las críticas son de alguna ayuda?

–Antes de la publicación, y realizadas por personas cuyo juicio respetas, sí son de ayuda. Pero una vez has publicado lo que tienes entre manos, lo único que quieres leer o escuchar son alabanzas. Lo que no sea eso es un aburrimiento, y estoy dispuesto a darle cincuenta dólares si me presenta a un escritor que pueda decir con sinceridad que las remilgadas reseñas y la condescendencia de los críticos le ayudaron en algo. No quiero decir que no haya que prestar atención a algunos críticos profesionales, pero pocos de los buenos realizan crítica literaria de manera regular. Si de algo estoy convencido es de que uno debe curtirse para que no le afecten las opiniones ajenas. He sido y sigo siendo objeto de considerables ataques, algunos de ellos absolutamente personales, pero ya no me afectan: he conseguido leer las calumnias más ultrajantes sobre mí sin inmutarme. No hay que molestarse jamás en responder a un crítico, jamás. Escribe mentalmente la carta al director, pero nunca la pongas negro sobre blanco. (…)

–¿Tiene extravagancias personales?

–Supongo que mi superstición podría considerarse una extravagancia. Tengo que sumar todos los números: hay personas a las que nunca telefoneo porque al sumar su número sale una cifra que trae mala suerte, o rechazo una habitación de hotel por la misma razón. No tolero la presencia de rosas amarillas, lo cual es triste porque es mi flor favorita. No puedo permitir que haya tres colillas en el mismo cenicero. No viajo en un avión con dos monjas. No empiezo ni termino nada en viernes. La lista de cosas que no soporto o no me gustan es interminable. Pero atenerme a estos preceptos primitivos me proporciona un placer curioso. 

Ernest Hemingway

Ernest Hemingway

ERNEST HEMINGWAY (1958): “El periodismo, cuando se alcanza un punto determinado, puede suponer una autodestrucción diaria para un escritor serio”. 

Hemingway escribe en el dormitorio de su casa en la villa de San Francisco de Paula, a las afueras de La Habana. Tiene un cuarto especialmente acondicionado para su trabajo en una torre de planta cuadrada situada en la esquina sudoeste de la casa, pero él prefiere trabajar en el dormitorio, y únicamente sube a la torre cuando los personajes lo arrastran hasta allí. (…) Las paredes están ocupadas por librerías blancas también de media altura (…)  El tablero superior de una de esas librerías –la que está junto a la ventana orientada al este, a un metro escaso de la cama– es el escritorio de Hemingway, una superficie de medio metro cuadrado escaso acotada por libros a un lado y una pila de periódicos, papeles, manuscritos y folletos al otro. En el poco espacio que queda libre hay el sitio justo para una máquina de escribir, un atril de madera, cinco o seis lápices y un pisapapeles de cobre para cuando entra aire por la ventana. Hemingway escribe de pie, un hábito que adquirió desde el principio. Con sus pantuflas un par de tallas más grandes de lo necesario, sobre una pequeña alfombra muy gastada de piel de kudú, se planta delante de la librería, con la máquina de escribir y el atril a la altura del pecho. 

–¿Me puede contar algo de su proceso de escritura? 

–Cuando estoy trabajando en un libro o un relato escribo todas las mañanas. Me gusta empezar lo antes posible, en cuanto empieza a haber luz. A esa hora no me molesta nadie, todavía hace fresco –o incluso frío– y voy entrando en calor a medida que escribo. Primero leo lo que ya tengo escrito, y como nunca lo dejo sin saber qué va a ocurrir a continuación, sigo a partir de ahí. Lo que hago es escribir hasta llegar a un punto en el que todavía tengo combustible y sé lo que viene a continuación. Entonces lo dejo y trato de conservar viva la idea hasta ponerme otra vez con ello al día siguiente. Si he empezado a las seis de la mañana, pongamos por caso, puedo trabajar hasta el mediodía, pero también hay veces que termino antes. Cuando termino estoy tan vacío, y al mismo tiempo tan lleno, como después de hacer el amor. Nada puede herirte, nada te puede ocurrir, nada importa hasta el día siguiente, cuando llega el momento de hacerlo otra vez. Lo difícil es la espera, el tiempo que va de un día a otro. 

–¿Es capaz de abstraerse del proyecto en el que está trabajando cuando suelta la máquina de escribir? 

–Sí, por supuesto. Pero es algo que requiere disciplina,y esa disciplina hay que aprenderla.  (…)

–¿No hay algún momento en que le falte la inspiración por completo? 

–Naturalmente. Pero, si dejas el trabajo cuando sabes lo que viene a continuación, siempre puedes seguir escribiendo. Mientras puedas arrancar, no hay ningún problema. La chispa ya llegará. (…) Se puede escribir en cualquier momento, siempre y cuando te dejen en paz y no te interrumpan. O, mejor dicho, se puede escribir si tienes la determinación suficiente para hacerlo. Pero nunca se escribe mejor que enamorado. (…) Una vez que escribir se ha convertido en tu vicio más irrenunciable y tu mayor placer, sólo la muerte puede ponerle fin. En ese caso, la seguridad financiera es una gran ayuda, pues te quita preocupaciones. Las preocupaciones destruyen la capacidad de escribir. La mala salud es perjudicial en el sentido de que genera preocupaciones que atacan tu subconsciente y acaban con tus reservas de energía. 

–¿Cuál es la mejor preparación intelectual para un aspirante a escritor? 

–Digamos que debería ahorcarse cuando descubra que escribir es una tarea tan difícil que raya en lo imposible. Luego alguien debería descolgarlo sin misericordia alguna, y, a partir de ahí, tendrá que esforzarse por escribir lo mejor que pueda durante el resto de su vida. Así al menos tendrá la historia del intento de suicidio para empezar. 

–¿Y qué opina de aquellos que compaginan la labor de escribir con una carrera académica? ¿Cree que los muchos escritores que se dedican a la enseñanza comprometen con ello su labor literaria? 

–Si un escritor es capaz de escribir y dar clases, que haga las dos cosas. Muchos escritores competentes han demostrado que es posible compaginar esas dos tareas. Yo, sin embargo, sé que no podría, y admiro a aquellos que lo han conseguido. La vida académica tiende a poner fin a las experiencias externas, lo cual puede limitar la adquisición de conocimientos acerca del mundo. El conocimiento exige mucha responsabilidad de un escritor y complica la labor de escribir. Intentar escribir algo de valor permanente es un trabajo a tiempo completo, aunque sólo se dediquen unas horas al día al acto concreto de escribir. Un escritor es como un pozo. Hay tantos tipos de pozos como de escritores, pero lo importante es que haya agua dentro, y es mejor sacar con regularidad una cantidad constante que dejar el pozo seco y esperar a que se llene de nuevo.

–¿Recomendaría trabajar en un periódico a un escritor joven? ¿En qué medida le resultó útil lo que aprendió en el Kansas City Star

–En el Star no te quedaba más remedio que aprender a escribir oraciones enunciativas sencillas y bien formuladas, y eso es útil para todo el mundo. Trabajar en un periódico no perjudicará a un joven escritor, y puede ayudarle si sabe salir de allí a tiempo. Esto es uno de los clichés más manidos que hay, y le pido disculpas por ello, pero si le hace a un viejo preguntas rancias, lo más fácil es que obtenga respuestas rancias. 

–En la Transatlantic Review escribió una vez que el único motivo para trabajar como periodista es cobrar bien. Decía: “Y cuando uno destruye sus posesiones más valiosas escribiendo sobre ellas, lo que quiere es mucho dinero a cambio”. ¿Cree que escribir es una forma de autodestrucción? 

–No recuerdo haber escrito eso, pero suena lo bastante ridículo y agresivo para que lo pueda haber dicho yo con tal de no morderme la lengua y decir algo sensato para variar. Desde luego, no creo que escribir sea una forma de autodestrucción, pero el periodismo, cuando se alcanza un punto determinado, puede suponer una autodestrucción diaria para un escritor literario serio. (…)

–¿Aprendió algo de otros escritores sobre el oficio de escribir? Ayer me decía que Joyce, por ejemplo, odiaba hablar del tema. 

–Con la gente del oficio se habla normalmente del trabajo de otros escritores. Cuanto mejor es un escritor, menos habla de lo que ha escrito. Joyce era un grandísimo escritor, y sólo explicaba lo que estaba haciendo a los necios. Los escritores que respetaba se suponía que eran capaces de entender lo que hacía sólo con leerlo.  (…) Cuanto más tiempo llevas escribiendo, más solo estás. Llega un momento en que la mayoría de tus viejos amigos –tus mejores amigos– han muerto. (…) Uno está más aislado, porque así es como tienes que trabajar. Y, puesto que el tiempo de trabajo es cada vez más corto, si lo desperdicias tienes la impresión de haber cometido un pecado para el que no hay perdón posible. (…)

–¿Cuando no está escribiendo sigue observando en busca de algo que pueda ser útil?

–No lo dude. Si un escritor deja de ser observador está acabado. Aunque no hace falta observar de forma consciente ni pensar todo el tiempo en la posible utilidad de las cosas. Tal vez sea así al principio, pero luego todo lo que uno ve va a parar al gran depósito de cosas que sabe o ha visto. Por si a alguien le interesa, diré que siempre intento escribir de acuerdo con el principio del iceberg. Siete octavas partes del total están bajo el agua. Puedes ocultar a la vista cualquier cosa que sepas, y tu iceberg tendrá mayor solidez, lo importante es lo que no se ve. Si un autor omite algo porque no lo sabe, crea una laguna en el texto.

El viejo y el mar podía haber tenido más de mil páginas, y podían haber aparecido todos los personajes del pueblo y todas sus historias personales sobre cómo se ganaban la vida, dónde nacieron, que tipo de educación recibieron, cuántos hijos tuvieron, etcétera. Hay escritores que hacen eso de forma extraordinaria, pero en literatura estás limitado por aquello que ya se ha hecho de forma satisfactoria, y por eso intenté aprender a hacer algo distinto. Lo primero que hice fue tratar de eliminar todo aquello que no es necesario para trasladarle al lector una experiencia de tal forma que, cuando termine de leer, pase a formar parte de su propia experiencia y tenga la impresión de que ha ocurrido de verdad. Eso es algo muy difícil, y me ha costado mucho trabajo lograrlo. (…)

–Archibald MacLeish ha hablado de un método que desarrolló usted para trasladar experiencias al lector cuando trabajaba como reportero de partidos de béisbol en los días del Kansas City Star. La idea era que la experiencia se relata a través de pequeños detalles –preservados de forma íntima– cuyo efecto es remitir a la imagen de conjunto de tal forma que el lector tome conciencia de aquello que sólo sabía de forma subconsciente. 

–Ésa es una anécdota apócrifa. Nunca escribí crónicas de partidos de béisbol para el Star. Lo que Archie estaba tratando de recordar eran mis intentos de aprender el oficio en Chicago en los años veinte, cuando buscaba detalles que suelen pasar desapercibidos pero resultan conmovedores, como la forma en que un jugador de béisbol tira el guante hacia atrás sin mirar dónde cae, el chirrido de las suelas de un boxeador en el ring, el color grisáceo de la piel de Jack Blackburn cuando acababa de salir de la trena y otras cosas que anotaba de la misma forma que un pintor hace bocetos. Me fijaba en el extraño color de Blackburn, las cicatrices y la forma en que derribaba a su adversario antes de que te pudieras dar cuenta. Ésas eran las cosas que lo conmovían a uno antes de saber de qué iba a tratar lo que escribiera. 

–¿Alguna vez ha descrito una situación de la que no tuviera una experiencia personal? 

–Ésa es una pregunta extraña. ¿Con experiencia personal se refiere a experiencia carnal? En ese caso la respuesta es afirmativa. Un escritor, si es bueno, no describe. Lo que hace es inventar o crear a partir de conocimientos personales o impersonales, y a veces parece tener incluso conocimientos inexplicables que podrían proceder de experiencias raciales o familiares olvidadas. ¿Quién enseña a la paloma mensajera a volar? ¿De dónde saca un toro de lidia la bravura, o un perro cazador el olfato?

Tom Wolfe, el bisonte blanco

Tom Wolfe, el bisonte blanco

TOM WOLFE (1991): “Yo no diría que el articu­lismo es más fácil que la ficción”.

Uno de los restaurantes favoritos de Tom Wolfe en Nueva York es el Isle of Capri, en el East Side, previsiblemente es­pecializado en cocina italiana. (…) El autor llega ves­tido con el conjunto blanco por el que se lo conoce –som­brero de fieltro blanco, abrigo blanco– pero, para sorpresa de los clientes habituales que miran desde sus mesas, cuando se quita el abrigo aparece un traje marrón claro combi­nado con una corbata malva. Cuando le pregunto por el tra­je marrón claro, responde: “Una prueba de que soy versá­til”. Luego me señala el único botón de su abrigo, algo raro y evidentemente poco práctico, al menos en los días en que sopla viento fuerte: “Para presumir hay que sufrir”. Una vez en la mesa pide agua embotellada y calamari, calamares. Su acento es más cosmopolita que sureño, aunque creció en el sur (Richmond, Virginia) y fue al colegio allí (Washington y Lee). Tiene la tez pálida y rasgos finos. 

–Usted empezó escribiendo para periódicos...

–El primer periódico para el que trabajé fue el Springfield Union. Escribí más de cien cartas a los periódicos pidiendo trabajo y recibí tres respuestas, de las cuales dos eran noes. 

–El estilo viene más o menos dado en la prensa, ¿no es así? ¿Puede decirnos algo sobre el desarrollo de su estilo? 

–La prensa es, sin duda, muy perjudicial para el estilo lite­rario. Por eso me fui inclinando hacia los reportajes, donde tienes un poco más de libertad estilística. Cuando empecé a escribir artículos para Esquire tuve que desaprender las re­glas y métodos de la prensa escrita. En un periódico, los lí­mites de extensión son muy estrictos, a menudo las piezas tienen que ser muy cortas, de modo que tiendes a caer en formas fáciles de humor: “Las mujeres no saben conducir”, y cosas por el estilo, ése es más o menos el nivel del humor en la prensa. Termina convirtiéndose en una forma de pere­za. Pero no me arrepiento en absoluto de los años que pasé trabajando para los periódicos, porque es una tarea que te obliga a disciplinarte y a sumergirte en muchos aspectos dife­rentes de la vida. Traté de ser todo lo chistoso que pude, creo que era un escritor de periódico bastante divertido, pero es­ taba muy lejos de ser un buen escritor. 

–¿No le decían los editores: “No te pases, no puedes de­cir eso”? 

–Cuando el asunto era serio, me lo decían, sí. TheWashington Post me ascendió de repente de reportero urbano a co­rresponsal en América Latina, y me mandaron a Cuba. Fidel Castro acababa de llegar al poder. Era un puesto muy emo­cionante, pero también lleno de responsabilidad. Cada vez que describía las venas hinchadas en la frente de un líder re­volucionario cubano, lo suprimían del texto, porque querían que me limitara a escribir: “El ministro de Defensa, Raúl Cas­tro, dijo ayer que…". 

–¿Cuándo se produjo el cambio?

–Bueno, en realidad se produjo en dos etapas. Cuando es­tudiaba en la facultad, en Yale, descubrí el grupo de escrito­res rusos llamados los Hermanos de Serapión. Entre ellos es­ taba Borís Pilniak, que había escrito un libro titulado El año desnudo, y especialmente Evgueni Zamiatin, más conocido por su novela Nosotros, en la que está basada la novela 1984 de George Orwell. Zamiatin era un brillante escritor que se había exiliado de la Unión Soviética en 1927, creo. Todos ellos eran rusos y escribían sobre la Revolución rusa; estaban muy influidos por el simbolismo francés, así que tenías todo el preciosismo y el esteticismo de los simbo­listas combinado con un tema muy crudo, la revolución.

Yo comencé a imitar a los Hermanos de Serapión en los relatos que escribía para mí, e incluso traté de incorporar ese tipo de recursos –siempre a hurtadillas– en mi trabajo para el pe­riódico, aunque sin excederme demasiado. (…) Una de las cosas que hacían esos escritores era experimentar con la puntuación. En Nosotros, Zamiatin divide constantemente un pensamiento en mitad de la fra­se con un guión, para tratar de reproducir cómo funciona el pensamiento, dando por hecho, bastante correctamente, que no pensamos frases enteras, pensamos emocionalmen­te. También utilizaba muchos signos de exclamación, un ras­go que yo también adquirí y aún conservo. Alguien contó los que había en La hoguera de las vanidades y eran muchísimos, miles y miles. Yo creo que están justificados, aunque han sido motivo de escarnio (…) Fueron recursos que empecé a utilizar en cuanto sentí la mano suelta. Fue entonces cuando comencé a escribir ar­tículos para Esquire, que era una cosa muy rara: una revista experimental de difusión masiva. 

–¿Es peligroso tener un estilo tan característico?

–Llegó a serlo. Al principio no me parecía que hubiera nada que pudiera identificarse como el estilo Tom Wolfe. Muchos de mis primeros artículos fueron para el nuevo dominical del Herald Tribune, que se llamaba New York y ahora es una re­vista independiente. Los suplementos dominicales de aque­lla época eran como golosinas para el cerebro, de usar y tirar. Siempre me pareció que no había normas para escribir en un suplemento dominical, así que podías experimentar todo lo que quisieras, y eso fue lo que empecé a hacer, pero tampo­co entonces pensaba que tuviera un estilo propio. 

–¿Qué es más difícil de escribir, y qué más satisfactorio, el periodismo o la ficción? 

–Cada uno tiene sus problemas, y yo no diría que el articu­lismo es más fácil que la ficción. A mí me resultó muy difí­cil pasar de la no ficción a la ficción, por razones que me sor­prendieron. Una de ellas era no haberme planteado lo más obvio: que como articulista tienes un tema dado, unos personajes dados de antemano. Simplemente, no había previsto de cuánto me privaba al ponerme a escribir ficción. La otra cosa que me sorprendió cuando empecé a escribir La hoguera de las vanidades fue que no me sentía tan libre, ni en lo relativo a la técnica ni en lo que se refiere al estilo.

Imagi­naba que sería lo contrario, ya que cuando escribes ficción se supone que tienes carta blanca, que dispones de una tre­menda libertad. Pero de pronto recordé todas las reglas que me habían enseñado en la universidad sobre cómo escribir ficción: la doctrina del punto de vista de Henry James, las ideas de Virginia Woolf sobre la intensidad psicológica de los personajes... De repente todo eran leyes. Me encontra­ba en un terreno poco familiar, así que mejor me limitaba a obedecer. Cuando comencé a escribir La hoguera de las vanidades para Rolling Stone no me sentía en absoluto libre. Me costó mucho darme cuenta de que podía disfrutar de tanta libertad como al escribir mis crónicas, en las que no aplica­ba reglas de ningún tipo, y finalmente comencé a apreciar la enorme flexibilidad de la ficción, pero me llevó algún tiempo. 

–Siempre quiso escribir un gran libro sobre Nue­va York que no fuera de ficción pero terminó echándose para atrás. ¿Por qué decidió escribirlo como ficción? 

–Pasaron dos cosas. Una era de carácter personal. Como prácticamente todos mis compañeros en la universidad que­rían ser novelistas, había sacado la conclusión de que lo úni­co que cabía escribir era una novela, que el periodismo era sólo una etapa de transición en el camino al triunfo final. En algún momento te trasladarías a una guarida –siempre era una guarida–y escribirías una novela: ésa sería tu auténtica tarea. Pero para cuando entré en The Herald Tribune esta­ban sucediendo muchas cosas en el campo de la no ficción. Gay Talese hacía cosas asombrosas, y también Jimmy Bres­lin, Tom Morgan, en Esquire, y muchos otros.

Todo ello me resultaba muy emocionante y empecé a escribir no ficción, tomando –como otros– muchos elementos de las técnicas de los escritores de ficción. Con todo, aunque sentía que esta­ba en el lugar correcto, siempre percibía un rechazo silencio­so –y a veces no tan silencioso–, como si me dijeran: “Todo esto es una sofisticada excusa para evitar el gran desafío de escribir una novela”. Entonces pensé que no quería llegar al final de mi carrera, mirar atrás y preguntarme: “¿Qué habría ocurrido si hubiera intentado escribir una novela?”. Me molestaba que pudiera pensarse que escurrí el bulto, que nun­ca me había atrevido. Además, había desarrollado una teoría sobre el futuro de la novela que elaboré en cierta medida en la introducción al libro El Nuevo Periodismo, donde expli­caba que en Estados Unidos la novela había tomado diver­sos caminos equivocados desde 1950 y que su futuro sería un realismo muy detallado, una especie de hipernaturalismo a la manera de Zola. 

–La hoguera de las vanidades se publicó po entregas. ¿Cuántas palabras tenía que escribir al día?

–Tenía que escribir unas seis mil palabras cada dos semanas. No es una cantidad exagerada cuando sabes lo que estás haciendo, pero es difícil si no lo sabes, especialmente si tratas de construir algo coherente. Al principio fue espantoso. El simple hecho de cambiar la lo­calización de Manhattan al Bronx significaba tener que re­solver un montón de detalles argumentales. Eso es algo que ocurre en la ficción y no en los artículos o la no ficción. Pue­des cambiar la estructura de un libro de no ficción y, por muy complicado que sea, es como un enorme juego de construc­ción: puede tambalearse si alguna pieza no encaja del todo, pero al final todo encajará porque todos los hechos son rea­les. Por el contrario, cuando empiezas a jugar con la estruc­tura de una ficción, es como tirar del hilo de un jersey: todo empieza a ir por derroteros que nunca soñaste. Eso siempre me daba problemas, de pronto me encontraba retocando y replanteando capítulos sobre la marcha. Me ayudó mucho descubrir y tener en cuenta cómo lo habían resuelto otros autores: leí mucho a Zola, Dickens y Dostoievski.

Llegué a la conclusión de que el maestro de esa forma era Zola. Nor­malmente, escribía cuatro o cinco capítulos por adelantado, de un total de doce o catorce. Si te fijas en cualquier novela de Zola, verás que se compone de doce o catorce capítulos, por­ que tenía un contrato para escribir una novela al año en una revista mensual. Y si procedes así, si tienes escrito el cuaren­ta por ciento de una novela, para entonces ya has resuelto los problemas más difíciles: ya conoces a tus personajes, ya sabes por dónde va a ir la trama, sabes cómo vas a crear sus­pense. Probablemente los capítulos finales los escribía sobre la marcha, ya sin red, con la presión de una fecha límite para acabar el libro, pero eso no es un problema en absoluto. La segunda mitad de cualquier libro, especialmente de un libro de ficción, no es tan difícil como la primera. Hacia el final, es posible advertir que Zola escribe precipitadamente. Lea el último capítulo de esa maravillosa novela que es Nana: es el final de un autor que, o bien está exhausto, o bien sólo dis­ponía de un día y medio para terminar... ¡para terminar un libro! En suma, si tuviera que repetir la experiencia, 

–Ésta no sería una entrevista de The Paris Review si no le preguntara por sus hábitos de trabajo. 

–Es la clase de cosas que los escritores siempre queremos saber: ¿qué hacen los otros? Yo utilizo máquina de escribir. Hace dos navidades, mi mujer me regaló un procesador de textos que me sigue cla­vando su mirada acusadora desde una mesa de mi despacho. Un día me sentiré obligado a aprender a utilizarlo. Pero de momento utilizo una máquina de escribir. Me fijo una cuota: diez páginas al día, a triple espacio, que equivale a mil ocho­cientas palabras. Si las escribo en tres horas, doy por conclui­da la jornada de trabajo, recojo los bártulos y me voy a casa; si esas mil ochocientas palabras me llevan doce horas, pues mala suerte, pero tengo que escribirlas. Así lo hago yo, no me sirve aquello de “voy a trabajar seis horas”. Puedo per­der el tiempo en mi despacho con tanta facilidad como mi­rando escaparates, que es uno de mis pasatiempos favoritos, así que trato de ser muy metódico y de obligarme a mí mis­mo a cumplir mi cuota. 

–¿Se sirve de algún dispositivo mnemotécnico?

–Siempre tengo frente a mí un reloj. A veces, si las cosas van mal, me obligo a escribir una página en media hora, y así descubro que puedo hacerlo y que lo que escribo forzán­dome a escribir es casi tan bueno como lo que escribo cuan­do estoy inspirado. En buena medida se trata de imponerse escribir. En un ensayo maravilloso sobre cómo escribir, Sin­clair Lewis explica que la mayoría de escritores no entienden que el proceso comienza precisamente cuando uno se sienta. 

–Hemingway escribía de pie. Utilizaba la encimera de su escritorio. 

–También lo hacía mi tocayo, Thomas Wolfe: escribía sobre la parte superior del frigorífico, porque era muy alto... 

–¿Tiene confianza en lo que escribe mientras escribe?

–Cada noche te vas a la cama convencido de que has escri­to el pasaje más brillante que jamás se haya leído, y al día si­guiente te das cuenta de que son puras tonterías. A veces tar­ das seis meses en darte cuenta de que la cosa no funciona, ése es un peligro constante. Comprendo bien a Ken Casey, quien explicaba que había dejado de escribir porque estaba cansado de ser un sismógrafo, un instrumento que anticipa los temblores a gran distancia. Decía que él habría querido ser como un pararrayos (que todo sucediera de repente, rá­pida y decisivamente): quizá eso es lo que sienten los pinto­res, aunque no lo sé. Sospecho que también ellos tienen al­gunos amaneceres horribles. 

–¿Le parece que el escritor de ficción detenta más poder, tiene más impacto que el que pueda lograr un periodista o un ensayista? 

–Al responder a su pregunta inevitablemente estaré defen­diendo mi propia teoría de la ficción, conforme a la cual en la ficción se puede dramatizar la realidad con gran economía de medios, y reunir muchas facetas de una sociedad en un mismo argumento. Con la ficción se puede obtener un gran efecto siempre que te ocupes de la realidad, que te propon­gas mostrar cómo funciona la sociedad, cuáles son sus engra­najes. Esto ha sido cierto en muchos momentos de nuestra historia literaria, sobre todo en los años treinta, con libros como Las uvas de la ira. (…) Vivimos una época, creo, que pide a gritos ese tipo de ficción. Pese a ello, en la actualidad ese tipo de efecto provie­ne sobre todo de la no ficción; es un gran momento para los escritores de no ficción porque el terreno de juego –el rea­lismo– ha sido abandonado por toda una generación de escritores de talento. Es un fenómeno mundial. 

–¿Qué caracteriza una buena novela?

–Para mí es una novela que te lleva al centro del sistema nervioso de los personajes... y logra que sientas en tu propia carne sus motivaciones, inducidas por la sociedad de la que forman parte. Es absurdo creer que puedes mostrar la psi­cología de un individuo sin situarlo firmemente en un entor­no social. Cuando se publicó La hoguera de las vanidades fui acusado de estereotipar negativamente cada tipo étnico y ra­ cial de Nueva York. Podría pedir a cualquiera de los que es­cribieron eso que me pusiera algún ejemplo, porque ningu­no lo hizo, y sigo esperando. Creo que de lo que en realidad me acusaban era de infringir una regla de etiqueta: puedes plantear el tema de las diferencias raciales y étnicas, pero de­ bes tratarlo de determinada manera. Conforme a esa regla, en algún momento del relato debe surgir una figura ilumina­ da, preferentemente marginal, que muestre a todos el error de sus prejuicios, para que se produzca una catarsis y todos se retiren quizá más tristes, pero también más sabios y mu­ cho más amables y compasivos. En fin, en Nueva York las co­sas no son así. Lo mejor que se puede decir de Nueva York es que su equilibrio se debe a que los antagonismos tienden a anularse mutuamente.

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[The Paris Review. Entrevistas 1953-2012. Traducción de M. Belmonte, J. Calvo, G. Fernández Gómez y F. López Martín. Acantilado, 2020. 2.832 páginas. 85,70 euros]