Periódicos alemanes en un kiosco

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Manuscritos

El periodismo según Xavier Pericay

'Letra Global' publica tres capítulos de 'Las edades del periodismo' (Athenaica), un ensayo del filólogo y escritor catalán sobre la historia cultural de la prensa

14 mayo, 2021 00:10

Xavier Pericay (Barcelona, 1956) es licenciado en filología catalana por la Universidad de Barcelona y escritor. Autor de los libros  Filologia catalana: memòries d'un dissident, Verinosa llengua o El malentès del Noucentisme, en colaboración con Ferran Toutain, y traductor (al catalán) de obras de André Gide, Stendhal o Josep Pla, trabajó durante tres años como corrector en el Diario de Barcelona y ha impartido clases de Periodismo en la UAB y en la Universidad Ramón Llull.

Gracias a estas experiencias profesionales, que compagina con la docencia, la investigación y colaboraciones en prensa como articulista de opinión y --hasta 2019-- también con la militancia política en Cs, partido en cuya fundación participó, ha construido una teoría personal sobre la historia cultural de la prensa.

Sobre esta cuestión trata Las edades del periodismo, un ensayo de algo más de un centenar de páginas que se suma a la excelente colección Breviarios de la editorial sevillana Athenaica, que hasta el momento ha publicado en ella reflexiones sobre la edición (Adolfo García Ortega), el arte de la viñeta (José Antonio Antón Pacheco), la obra del poeta norteamericano T.S. Eliot (Jaime Siles), la Tercera España (Luis Antonio de Villena) o la Poesía (Javier Lostalé). Todos libros planteados como breves ensayos de autor. Pericay, que es un estudioso de la vida y obra del escritor catalán Josep Pla, de quien ha traducido algunos títulos de sus Dietarios y del que editó todas sus crónicas en prensa sobre La Segunda República española, aborda en esta reflexión una historia condensada desde los orígenes de los periódicos bajo la forma de las gacetas informativas del XVII o el ensayismo ilustrado del XVIII, hasta llegar a nuestros días, donde el periodismo se encuentra en plena transformación por la irrupción de internet y las nuevas tecnologías.

Pericay recorre en este breviario las distintas etapas por las que ha atravesado el oficio, poniendo el foco en una edad de oro que en el caso de España habría tenido lugar desde mediados de los años veinte hasta el estallido de la Guerra Civil. Un auge que implicó la expansión de la industria y el comercio, los ingresos por la publicidad o la invención de la linotipia y que facilitaron la conversión de la antigua prensa política en diarios de empresa, donde los redactores de gabinete dieron paso a los reporteros. 

El filólogo catalán trata también en este libro el origen de las escuelas de periodismo, el sensacionalismo o el género de las crónicas de viaje, así como la censura o los conflictos entre la objetividad y la ideología. Todo esto a partir de nombres de escritores de periódicos como Julio Camba, Gaziel, Pla o Chaves NogalesLetra Global ofrece, a modo de adelanto editorial, tres capítulos Las edades del periodismo, publicado por Athenaica:

El filólogo y escritor Xavier Pericay

El filólogo y escritor Xavier Pericay

ESTRAGOS DE LA CENSURA

El acuerdo en la profesión se daba si acaso en otra materia, y no precisamente en una que fuera a impartirse en una escuela o facultad de periodismo. Y se daba, por supuesto, a contrario. En una Carta sobre la censura publicada en La Veu de Catalunya en diciembre de 1934, a remolque casi de aquel aciago mes de octubre en que le había correspondido cubrir la Revolución de Asturias para su periódico, Josep Pla relataba su propia experiencia en este campo, coincidente con la de buena parte del oficio: "Durante mi vida periodística, que ya empieza a ser larga, he estado sólo esporádicamente libre de los estragos de la censura. [...] Ahora no sé cómo va, ni quién ejerce, ni de qué manera, ni con qué criterio se lleva a cabo la censura. Lo cierto es que me encuentro ahora censurado con el mismo ardor de siempre --como en tiempos de Dato, de Romanones, de García Prieto, de Bugallal, de Primo de Rivera, de Berenguer y de Azaña--. Todo pasa menos el lápiz rojo del censor. ¡Es fantástico!». Y al futuro autor de El cuaderno gris aún le quedaba por vivir la censura de guerra y la de su segunda y muchísimo más larga y desesperante dictadura.

El caso es que la historia del periodismo español anterior a nuestra democracia presente es inseparable de la historia misma de la censura. A veces se ha querido reducir esa limitación de la libertad de expresión y de imprenta a los tiempos de dictadura. Nada más inexacto; la mancha --basta recordar las palabras de Pla en su carta-- es tan extensa, que alcanza a toda clase de regímenes y de gobiernos. Y si se analiza desde el punto de vista del encarnizamiento censurador, la afirmación tampoco se sostiene. Por lo menos en relación con la primera de las dictaduras. La legislación de la Segunda República española, su tristemente famosa y temida Ley de Defensa de la República, en particular, produjo estragos sin duda mayores que los ocasionados por la práctica censora del régimen instaurado por el general Primo de Rivera, intentos de regulación incluidos. Produjo querellas, multas, suspensiones y cierres a espuertas.

Lo que no debería llevarnos a creer que la censura es siempre negativa. Como destaca Sarah Bakewell en su monografía sobre Montaigne, ya el autor de los Ensayos "observó una vez que determinados libros se convierten en mucho más vendibles y públicos al intentar eliminarlos. Hasta cierto punto, esto fue lo que le ocurrió a él: la eliminación de su libro en Francia le dio un aura irresistible. En el siglo siguiente [al de su prohibición, acaecida en 1676], crecería su atractivo para los filósofos rebeldes de la Ilustración e incluso para los revolucionarios políticos auténticos». Un parecer del que también participará siglos más tarde, ni que sea por contraste, Pietro Quaroni, embajador italiano en París durante la segunda posguerra mundial.

Cuando el periodista Indro Montanelli le pidió permiso para hacer público algo que acababa de referirle, Quaroni respondió: "¿En un artículo...? Oh, hágalo pues... Vivimos en tiempos de libertad de imprenta, o sea en tiempos en que un artículo, expresando las opiniones personales de quien lo escribe, no cuenta nada, como nada cuenta la palabra de un embajador, que expresa solamente la opinión personal de quien la expresa... Sólo cuando la libertad de imprenta no existe, la prensa se torna verdaderamente importante, amigo mío... Escriba, escriba pues lo que quiera. Por lo demás, nadie lo leerá; ni, si lo lee, lo creerá, especialmente si lo que usted escribe es sensato...".

Convicción que debió de compartir asimismo Julio Camba, a juzgar por lo que escribió, medio en serio, medio en broma, como solía, sobre los efectos producidos por los blancos --a saber, los fragmentos que el censor había extirpado de modo inmisericorde de las planchas de las que luego saldrían las páginas-- en la prensa francesa de hace un siglo: "Al suprimir la censura, [el primer ministro Georges] Clemenceau suprimió los blancos, y al suprimir los blancos, suprimió las prosas imaginarias, tan superiores siempre a las reales". Y, en fin, puede que nunca la prensa española tuviera tanta importancia como cuando en 1966 se suprimió, con la nueva Ley de Prensa e Imprenta del ministro Manuel Fraga, la censura previa. Incluso si la posterior intervención gubernamental podía acarrear para la empresa afectada suspensiones y cierres. Al cabo, y por decirlo a la manera de Camba, o sea, medio en serio, medio en broma, seguro que durante la suspensión del periódico las prosas imaginarias fueron siempre superiores a las reales. Y no digamos ya si la autoridad había obligado a la empresa a echar definitivamente el cierre.

Aunque acaso lo más paradójico en relación con la censura no sea tanto ese tipo de consuelos como una anécdota inserta por Manuel Chaves Nogales en el reportaje que realizó en 1933 por la Alemania nacionalsocialista, cuando Hitler llevaba tres meses gobernando. En él, el periodista sevillano contó que en 1928, durante la etapa berlinesa de su vuelta a Europa en avión, había visitado en la redacción del muy liberal Berliner Tageblatt a Theodor Wolff, su longevo --lo fue 27 años consecutivos-- y prestigioso redactor jefe, y este le había transmitido su posición favorable a la censura. Sí, pero "para los políticos y los gobernantes que se valen de la prensa. Lo horrendo, lo espantoso, lo que tiene consecuencias incalculables es el estado de opinión unánime que en un momento dado un gobierno puede provocar en un país por medio de los periódicos. Yo sueño en una censura de prensa ejercida por un tribunal internacional con un alto sentido de la justicia y una autoridad indiscutible; un organismo análogo al Tribunal de Justicia Internacional de La Haya, que llegado el caso pudiera cortar ciertas propagandas infames que los gobiernos mismos alientan".

No hace falta añadir que el sueño, en sueño quedó. Y en cuanto al liberal Wolff y a su periódico, los peores vaticinios se cumplieron con el acceso de Hitler al poder. Wolff tomó el camino del exilio y fue detenido diez años más tarde en la Francia ocupada, internado en un campo de concentración alemán y luego, gravemente enfermo, en el hospital judío de Berlín, donde falleció. Y el Berliner Tageblatt, por su parte, se convirtió, de un día para otro, en un diario furibundamente nacionalsocialista.

Las edades del periodismo, Xavier Pericay

CULTURA DE LA CONFORMIDAD

Pero no podemos cerrar este recorrido por los márgenes de la censura sin aludir a su inevitable corolario, la autocensura. El periodista que teme ver amputado, del todo o en parte, lo que escribe, no escribe a sus anchas, sin otras trabas que el espacio y el tiempo, no es plenamente soberano de su palabra. De igual modo, el empresario que teme ver sancionada su cabecera según lo que publique, insta a su director a ejercer una censura previa sobre los textos de sus redactores para evitar males mayores. Claro que la autocensura toma a veces formas mucho más sibilinas. Toma, tomaba y quién sabe si no ha tomado siempre.

Wenceslao Fernández Flórez, en un artículo publicado en 1916 en El Noroeste de La Coruña, describía de manera admirable el proceso de amoldamiento del periodista al diario donde trabaja: "El periodista es como esos niños que, en la época bárbara, eran encerrados en moldes monstruosos para que se adaptasen a ellos en su desarrollo y fuesen después figuras ridículas que pudiesen ser vendidas a próceres y magnates que tenían la risa fácil ante las deformaciones ajenas. Al periodista se le encierra el alma en otros moldes estrechos también, de los que no puede salirse sin pérdida inmediata de su destino. En un periódico hay una norma inquebrantable, casi siempre impuesta por las conveniencias y las ambiciones de una empresa, y a esa norma se acoplan desde el artículo de fondo hasta la última y la más inocente de las noticias. [...] Así se logra que casi todos los periodistas lleguen a la plena madurez de su entendimiento con el alma seca por el escepticismo, perdida toda su jugosidad y toda su generosidad también en las cárceles espirituales por donde haya pasado. Cuando nos asomamos a las columnas de un periódico, nuestra buena fe se exalta, sentimos rebullir un quijotismo, nos prometemos hacer de nuestra pluma lanza con la que acometer a todos los facedores de entuertos. Poco a poco vemos que las trabas y las prohibiciones se enroscan a nosotros; primero nos rebelamos; después nos dejamos invadir por el desaliento; luego nos conformamos porque ya no hay más remedio, porque hemos ido demasiado lejos y no podemos retroceder y el ambiente de las redacciones tiene no sé qué atractivos con los que no se puede romper. Y vamos tejiendo sin fe nuestra obra, dejándonos fecundar de mala gana con espíritus y convicciones en pugna con las nuestras, y por dentro nos reímos de las cuartillas que nacieron de aquella unión en que nuestra alma hizo el papel de Magdalena fácil al dinero".

Tal y como se desprende de las palabras de Fernández Flórez, esa autocensura consistente en una suerte de progresivo amoldamiento bovino a las prácticas periodísticas y empresariales de la cabecera en la que uno estaba empleado se daba al margen de cualquier censura oficial. Era previa a esta, no su resultante, y en todo caso independiente de ella. Hoy día, cuando no existe censura oficial ninguna en España desde hace más de cuarenta años, sigue existiendo en cambio esa cultura de la conformidad que denunciaba el periodista gallego hace un siglo. Habrá mutado, se manifestará de otro modo, ni siquiera llegará a estudiarse en las facultades de periodismo, pero, para bien o para mal, se diría que es consustancial al oficio.

En el prólogo que escribió en 1945 para Rebelión en la granja y del que no se tuvo noticia hasta transcurrido un cuarto de siglo desde la aparición del libro, George Orwell aludió también al asunto. No era la primera vez. En realidad, se trataba de una idea recurrente en su obra. El título de dicho prólogo, La libertad de prensa, puede llamar a engaño. Esa libertad de prensa a la que se refiere no es la que está regulada por ley y que las circunstancias a veces recortan o trituran, no es la que coartan guerras y dictaduras; es más bien un asunto propio, individual, privativo del periodista o del escritor. Aunque Orwell dirigiese entonces su requerimiento a los editores y directores de los periódicos –esa dupla característica del periodismo anglosajón–, su apelación puede hacerse extensiva al conjunto de la profesión.

Al periodista que era él. O sea, al reportero, al articulista, al crítico, permanentemente sometido, en su acto de escritura, a la confrontación con los hechos y la verdad. Así, "si los editores y los directores de los periódicos se esfuerzan en eludir ciertos temas no es por miedo a una denuncia: es porque le temen a la opinión pública. En este país, la cobardía intelectual es el peor enemigo al que han de hacer frente periodistas y escritores en general". Y al igual que Fernández Flórez había descrito los modos que adoptaba aquel conformismo del periodista de su tiempo, Orwell hacía lo propio con los del conformismo del suyo, que no estaba tan alejado, al cabo, del del gallego, aunque tuviera un alcance mucho más amplio que el que permiten las cuatro paredes de una redacción: "Su origen [de la censura velada] está claro: en un momento dado se crea una ortodoxia, una serie de ideas que son asumidas por las personas biempensantes y aceptadas sin discusión alguna. No es que se prohíba concretamente decir esto o aquello, es que no está bien decir ciertas cosas, del mismo modo que en la época victoriana no se aludía a los pantalones en presencia de una señorita. Y cualquiera que ose desafiar aquella ortodoxia se encontrará silenciado con sorprendente eficacia. De ahí que casi nunca se haga caso a una opinión realmente independiente ni en la prensa popular ni en las publicaciones minoritarias e intelectuales". 

Lo cual le llevaba a concluir con unas palabras que han adquirido ya, con el tiempo, categoría de máxima: "Si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír". En efecto. Trasladado, por ejemplo, al campo del periodismo político, ello significa que el único periodista digno de tal nombre será el que se imponga como un deber ejercer en todo momento su derecho a preguntarles a los políticos lo que no quieren que se les pregunte

LA RED

El 14 de enero de 2002 Julián Marías pronunció la conferencia inaugural de un ciclo que él mismo dirigía y que llevaba por título Cambio de siglo. Para Marías el siglo había arrancado el 11 de septiembre de 2001. Y había arrancado mal, sin duda. Además, lo que se avecinaba era algo radicalmente distinto a cuanto hubiéramos vivido hasta entonces. Otra edad, para entendernos, marcada por la técnica, por la tecnología, por lo que Marías denominaba la "pantallita verde". Su preocupación procedía de la dificultad que íbamos a tener en adelante para objetivar la realidad. O la realidad en su conjunto, para ser precisos.

Esa parte nueva, virtual, que estaba generando ya en el campo de la ciencia y de la medicina, por ejemplo, novedades maravillosas, se iba imponiendo con una rapidez desacostumbrada hasta entonces cuando de mutaciones se trataba. Y ello iba a afectar de lleno a nuestra relación con la verdad –su conferencia se titulaba precisamente así, La verdad, y en ella retomaba su clasificación de 1947–. En aquel arranque de siglo lo que llamamos la red estaba aún en pañales. Existían las páginas web, los portales, los blogs y, en especial, los correos electrónicos. Eso sí, todo se hallaba en sus inicios, movido y sostenido mediante tecnología ADSL y tarifa plana, y, por tanto, con una velocidad de transmisión y descarga que hoy consideraríamos propia del medievo. Pero el proceso de comunicación global había comenzado y, para bien y para mal, ya no iba a dar tregua. Si el crecimiento experimentado a raíz de la revolución industrial lo calificamos en su momento de exponencial, ¿cómo calificar el de las últimas dos décadas?

Todo indica que el periodismo de papel no supo ver las consecuencias del vendaval tecnológico que se le venía encima. Y si las vio, fue incapaz de afrontarlas. Se repitió por entonces –y sigue repitiéndose hoy–, como escape y consuelo, el mantra de que la aparición de nuevos medios no ha acabado nunca con los ya existentes, que les ha bastado, por así decirlo, con echarse a un lado y cambiar un poco de postura. Había pasado con la radio y con la televisión, ¿por qué no iba a pasar ahora con internet?

Las predicciones basadas en la inexorable repetición de la historia suelen tener los pies de barro. Pero es que en este caso, además, la televisión no sólo había obligado a la prensa tradicional a echarse a un lado; también había introducido en el mundo de la comunicación un nuevo paradigma, el de la imagen. Aun así, no estábamos ante un fenómeno parecido. El tiempo que ahora estrenábamos era virtual, como nos prevenía Marías. Un tiempo en que la búsqueda de la verdad, esa bandera irrenunciable del periodismo, podía quedar fácilmente en suspenso.

Porque lo que peligraba no era sólo el periodismo papel; era el periodismo mismo. Arcadi Espada advertía en 2008, ante el advenimiento del llamado periodismo ciudadano, de la "gran novedad" que implicaba "el uso periodístico de internet por personas que no son periodistas: [...] el acceso directo de la fuente al medio". Y concluía con lo que debería ser una divisa para cualquier ciudadano que acude a la red en busca de pescado informativo, y no digamos ya para un profesional del oficio al que no le queda más remedio que recurrir a ella: "En internet todo es mentira hasta que no se demuestre lo contrario, convicción que es otro de los grandes paradigmas mutados respecto del pacto de veracidad tradicional en los periódicos".

Y si ya era mentira en 2008, qué no será hoy en día, cuando han venido a sumársele las redes sociales, con sus fuentes embozadas, sus fake news y sus trending topics. El problema no consiste ya sólo en discriminar lo real de lo irreal, lo verdadero de lo falso, la verdad de la posverdad, la información de la desinformación, sino también en aquilatar con pertinencia y rigor los hechos. En las redes sociales el valor de lo propuesto se mide por el número de réplicas que ha generado un texto, por lo general brevísimo, que puede ser a su vez réplica de otro anterior. Se mide, pues, el impacto, la huella, la marca, la posición en el ranking. El hematoma público, en una palabra. Toda apelación al dato, al contraste, al razonamiento resulta ociosa. ¿Qué futuro aguarda al periodismo en una Gran Sociedad como nunca la hubiesen imaginado Wallas y Lippmann y donde el liderazgo de la opinión está cada vez más en manos de politicastros, faranduleros y robots? ¿Existe alguna posibilidad de que el viejo patrón del oficio –aquel "contar y andar" de Chaves y tantos otros– siga vigente mucho tiempo? ¿Podría darse el caso, en fin, de que esta edad del periodismo en que nos hallamos, tan radicalmente distinta de las que la han precedido, sea además la del cierre? 

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[Las edades del periodismo. Xavier Pericay. Athenaica Ediciones. Sevilla, 2021. 104 páginas. 14 euros].