El desorden (XXIII) / DANIEL ROSELL

El desorden (XXIII) / DANIEL ROSELL

Manuscritos

El desorden (XXIII)

La gente que solo conoce un libro es terriblemente peligrosa

17 febrero, 2019 00:00

CUARTA PARTE

Otra vez la misma celda y otra vez los mismos internos, salvo que ya son dos los que por culpa de Blas lucen media nariz, como era de esperar. El mismo horario, las mismas bromitas para Sara y el mismo trato de favor para Juan Barcelona. Mi nombre se ha hecho tan popular que hasta los niños lo conocen, juegan a asustarse con él, lo pronuncian con miedo y respeto. La explicación es simple: me han dedicado dos programas monográficos en televisión, soy todo un personaje. Al público le sigue fascinando que no encaje en su estrecho modelo de asesino.

Aunque naturalmente los circunspectos doctores jamás me hablan de los otros internos, sus miradas de inteligencia indican que su consternación por la explosión del Tripas no ha llegado a desbordar los márgenes de un diagnóstico conocido. Me extraña que no les extrañe más. El crescendo emocional inducido por el emparedador de Utrera confirma que lo que Blasito no soporta es ser acusado de plagio, lo que le convierte, a mi modo de ver, en un caso insólito.

Lo lógico sería atribuir la seguridad de nuestros especialistas al hecho de que conozcan más historiales que yo. Con todas las cautelas, admitámoslo. Pero el talón de Aquiles del Tripas sigue sin encajar en la casuística de la vasta literatura clínica que ha caído en mis manos, acercando su condición a la del artista tramposo puesto en evidencia. Es posible que los doctores no manifiesten su sorpresa para no revelar lagunas o inexperiencia ante sus pacientes (algo perfectamente comprensible) ni ante sus colegas. Así, no afirmarían, por ejemplo, “lo de Blas es insólito” para no ser humillados por algún especialista capaz de invocar antecedentes de psicópata plagiario que pierde el control cuando se descubre su modelo.

Todo lo sé por un celador, el Tripas no me ha contado sus peripecias. Ya he dicho que su única reacción cuando sale a relucir lo del envío de las cabezas es subrayar que llegaron bien. Creo que habría que centrarse en este prurito perfeccionista para empezar a entender algo. Si pudiera malgastar mi tiempo, si no debiera ocuparme con premura de mis propias claves, ofrecería mi colaboración graciosa y concienzuda a la Institución. A nadie aprovechará este apunte precipitado, pero no puedo evitar esbozarlo. Veamos:

El Tripas es un peligroso psicópata, lo cual no le distingue del resto de los internos. Si no lo fuera, no estaría aquí. También es, y aquí topamos con un rasgo mucho más interesante, el arquetipo grotesco y deforme de los que se entregan a trabajos meticulosos e inútiles. Es, de algún modo, la sublimación de los coleccionistas. O de los burócratas, cuya existencia se justifica en la conclusión de expedientes. Mi padre lo colocaría entre los salvos, pues sin duda hace lo que debe. Su caso arroja nueva luz sobre un perfil humano reconocible en nuestra sociedad: salta a la vista la absoluta irrelevancia de sus desvelos; combina la indudable presencia de un propósito, por delirante que este sea, con la falta total de objetivos reales. Su primoroso trabajo es absurdo.

Arriesgo la hipótesis de que a Blasito le marcó la película Seven debido a un recurso estético que, sin ser nuevo, la película explota con maestría: las innumerables cuartillas escritas en letra diminuta que tapizan hasta la asfixia las paredes de la casa del asesino. Si hubiera sido capaz de un cierto grado de abstracción, Blasito también podría haberse identificado con el personaje central de El resplandor, Jack Torrence. En la película de Stanley Kubrick, el asesino, interpretado por Jack Nicholson, quema las horas y las semanas mecanografiando la misma frase. Cuando su esposa Wendy lo descubre, un escalofrío nos recorre el espinazo porque vemos de frente, sintetizada, la locura, que es minuciosa y es estéril.

Desconozco si Blasito el Tripas ha visto El resplandor, y a ver quién se atreve a preguntárselo. El caso es que se identificó con el criminal de Seven, empeñado en castigar los pecados capitales, porque ahí no había que forzar la analogía: las cuartillas plagadas de sinsentidos y planos, clavadas con chinchetas en la pared, coincidían con el paisaje de su trastorno.

Es inútil sumergirse en los escritos de Blas, tratar de desentrañar su significado. Tan inútil que más de un psicoanalista ya ha sucumbido a la atracción de la penosa tarea. Son descripciones torpes de los campos pelados donde creció, indicaciones topográficas, mediciones de acequias y cercas, catálogos de árboles y una numerología febril conectada con su edad exacta en días, en horas. Incluyen calendarios lunares y pirámides, diagramas alucinados, palabras sumadas, multiplicadas o divididas y cifras enfatizadas con signos de exclamación. Nada. Luego salta a una búsqueda paralela, a hallazgos y revelaciones extraídos de las páginas de libros dormidos procedentes de la mínima y honrada biblioteca paterna. En este punto cabría trazar algún pálido símil con mi caso, solo que yo sí leí los libros de mi padre; antes de cumplir los veinte años, la biblioteca de Sarriá, nada modesta, se me había quedado pequeña.

El Tripas creyó encontrar en el papel incomprensible un tesoro de señales, de órdenes, de instrucciones precisas. Después de agotadoras operaciones de agrimensura críptica en las afueras del pueblo, digamos que concluía: cuatro, nueve, cincuenta. Acudía al cuarto estante, noveno volumen desde la izquierda, quincuagésima página, y leía “¿En dónde estará el alma de los locos mientras ellos persiguen la mosca de oro de su idea fija...?” (Amado Nervo, El arquero divino). Entonces urdía una trama de justificaciones imposibles a partir de las letras, de su orden en el abecedario, de su capricho pormenorizado y monstruoso.

Mientras tanto, Blasito cuidaba a su madre enferma. Alivió su dolor y lloró su muerte como un hijo ejemplar. Una vez liberado de toda obligación, se puso manos a la obra. Anduvo decidido los caminos, se demoró en poblaciones cuya distancia podía cubrirse en un día a pie y localizó a ancianas que le recordaban a su madre, vulnerables, enlutadas. Las violó y descuartizó, enterrando las diferentes partes del cuerpo en puntos preestablecidos años atrás según las pautas de los libros, que reputaba sagradas. Convivió más de un año con las cabezas, cuyo número iba creciendo, alineadas sobre la mesa del comedor. Luego las metió en un baúl.

Leer, lo que se dice leer, es una operación que el Tripas sólo había realizado con El tercer ojo. Prefería los vídeos. La gente que solo conoce un libro es terriblemente peligrosa. Pudo pasar de la medición de los campos a la observación de mapas terráqueos. Supongo que incorporó el Tíbet de Lobsang Rampa a la dispersa sepultura de cada vieja, o que mezcló el Brad Pitt de Siete días en el Tíbet con el Brad Pitt de Seven, donde las familiares cuartillas obrarían como una confirmación cósmica. Y de ahí pasaría a considerar el envío de las cabezas por servicio de paquetería. Quién sabe. Culminó su trabajo, las cabezas llegaron bien. Pero restaba un poso de inseguridad, el único punto débil de su construcción: el plagio, que ponía en tela de juicio la predestinación, la intachable conclusión de su expediente de burócrata, la precisa fijación de sus objetos de coleccionista. Quizá el cine le parecía menos apto para los mensajes secretos que los libros, tanto más venerados cuanto menos conocidos. Así pudo ser.

[Continuará]