Shakespeare por ciencia infusa

Shakespeare por ciencia infusa

Letra Clásica

Shakespeare por ciencia infusa

Las obras del genial escritor inglés son sistemáticamente modificadas sin piedad y sus traductores son plagiados e ignorados

3 enero, 2018 00:00

¿Cuántas representaciones de Shakespeare tendrán lugar esta tarde, a lo largo de esta semana, durante este mes, en el curso del año que recién empieza? Es punto menos que imposible saberlo, porque la vitalidad de Shakespeare no cede y sus obras ocupan constantemente los escenarios de los cinco continentes (los seis si los hubiera) y, elevando el tiro, hasta los altos de la Luna si alguna vez se asienta allí un satélite del Globe, el teatro del dramaturgo más universal en derredor del cual giran y giran como peonzas cuantos se dedican al arte de las tablas.

¿Cuántas traducciones suyas existen, por otra parte, a todas las lenguas del mundo? Solo en España, ya sea en castellano o en las lenguas cooficiales, y hasta en alguna que persigue la oficialidad, como el asturiano, tenemos un elevado número que no deja de incrementarse. Ahora bien, a poco que se repare en ello, es chocante el divorcio existente entre la mayoría de esos montajes y las traducciones de las obras que los inspiran. El saco (o saqueo) de Roma fue motivo de una obra de Alfonso de Valdés. Quizá sea hora, ya, de componer algo sobre el saco de Stratford, o Londres; es decir, sobre el saqueo constante al que se ve sometido, ya esqueleto indefenso, el autor de Romeo y Julieta o La tempestad.

Magno estudioso de Shakespeare, Harold Bloom escribió un libro titulado Genios. Sin necesidad de leerlo, los responsables de muchos montajes y adaptaciones creerán, si por azar se encuentran con el volumen en alguna estantería, que el catedrático de Yale se dirige a ellos, pues no sino genios tienen que ser quienes se atreven a enmendar la plana al Bardo recortando aquí, alargando allá, podando acullá, hinchándolo o dejando que se desinfle, llevándolo a tal otro lugar o a tal tiempo distinto, todo por demostrar sus dotes escenográficas y dejar su propia huella; su impronta, ya que no su imprenta. Sucede que, más allá de lo afortunado o no de esos desplazamientos y virajes, suele producirse una traición no menos llamativa: pocos, por no decir casi ninguno, de esos transformadores se han enfrentado al texto de Shakespeare. Y cuando digo texto me refiero no a las traducciones ya existentes en las que ellos entran como curioso híbrido zoológico, mitad elefante en cacharrería y mitad urraca hurtadora, sino al texto original en inglés. De hecho, se observará que en los carteles de esas representaciones suele brillar por su ausencia el nombre del traductor y hasta tal apestado oficio, recurriéndose al muy apañado “versión”. Como el cuco, que expulsa del nido los huevos de otras aves, estos ínclitos dramaturgos se apoderan del trabajo de otros a los que despluman para lucir ellos sus galas.

Explotación

¿Se puede, o mejor dicho, se debe hacer un montaje sin conocer, destripar, interrogar al texto original mirándolo a los ojos? Seguramente, no. Es cierto que las obras del teatro isabelino y jacobeo sufrían modificaciones a manos de las compañías, cuyos elencos metían mano en las creaciones de los dramaturgos, y que, en el caso del autor de Hamlet hay disparidades entre las ediciones en cuarto y la del primer Folio (1623). Pero eran cambios que presumiblemente fueron aceptados por el autor, en diálogo con sus actores. El propio Shakespeare tenía una idea muy laxa de lo que son los derechos de autor, pues no tuvo empacho en tomar de otros lo que le venía en gana, e hizo de su capa un sayo, y sus dedos se le hicieron huéspedes, ante muchos argumentos de libros que pasaron por sus geniales manos.

Los clásicos del teatro griego han sido numerosas veces adaptados, y tenemos un copioso cúmulo de Ifigenias y Antígonas, por ejemplo. Pero aquí, tal vez por lo remoto en el tiempo, los adaptadores firman los resultados con sus propios nombres, no amparándose en el prestigio ajeno de Eurípides o Sócrates (que a su vez bebían en los mitos). De la primera nos han llegado reencarnaciones debidas a Racine, Goethe o Alfonso Reyes. De la segunda, de Espriu, Pemán o Brecht. Pero cuando se utiliza a Shakespeare como cantera para nuevas construcciones no solo se emplean los títulos de sus obras, ya suficientemente conocidos, sino que además se usa su nombre, vale decir marca, como blasón y garantía de calidad, como una patente en realidad violada de la que se toma lo más externo pero difícilmente la fórmula (nada secreta sino consignada en tinta). Es decir: se explota a un muerto, al que ya no se pagan regalías, y además se ahorra en el traductor, pues no lo hay, sino más bien un mero doctor Frankenstein que, a pesar de sus protestas de que lo que hace es insuflar nuevo brío, solo tiene trato con un fiambre, no con la carne viva.

Aunque murieran casi a la par, tenemos la fundada sospecha de que Shakespeare no era Cervantes y que por tanto las obras firmadas por el primero no fueron escritas en castellano o español, de donde se deduce que para verlas representadas en nuestro idioma hace falta un traductor, o sea, alguien que, salvo excepciones, en el mejor de los casos se escamotea o, si no, simplemente es plagiado y luego abandonado su cadáver, invisible, bajo algunos pies de tierra. Para traducir a Shakespeare, pues, no hace falta el detalle incómodo de sus palabras; basta, parece, la ciencia infusa de sus intérpretes. Mejor que fuesen mimos: callarían.