Pedro Almodóvar y Penélope Cruz, en los premios Goya 2019

Pedro Almodóvar y Penélope Cruz, en los premios Goya 2019

Letra Clásica

Una película de Almodóvar y una de Agnès Varda

Hay films que están tocados por una gracia especial, resultado tanto del talento del autor como de algunos azares felices

1 septiembre, 2019 00:00

Tenía toda la razón del mundo Pedro Almodóvar al reivindicar su propio cine, como hizo el otro día al recibir el León de Oro en reconocimiento a toda su trayectoria con que le distinguió la Mostra de Venecia. En el discurso de agradecimiento dijo que sus películas mostraron al mundo que “la democracia española era real”. Y es verdad. Esas películas, sobre todo las primeras –Pepi Lucy Boom (1980), Entre tinieblas, Qué he hecho yo para merecer esto o su consagración con Mujeres al borde de un ataque de nervios– mostraban que la mentalidad franquista había sido arrollada por la brutal energía de un espíritu juvenil libertario, hedonista sin tabús, encantadoramente cándido, descaradamente festivo y sexualizado, que se mezclaba “de buen rollo” con las pervivencias carpetovetónicas de un casticismo eterno: cóctel extraño que definía propiamente la patria de la tolerancia y la alegría de vivir. Monjas yonquis. Punkies y castañeras. Beatas, modistas y travestis relacionándose con naturalidad. Otra cosa –en la que no vamos a entrar– es que España fuese o no fuese así, pero así es como nos presentamos en las salas de cine de todo el mundo, y así es como nos vieron. Hay que ponerse en la piel de un ciudadano joven de un país cualquiera –un ciudadano que entra en una sala de cine de Moscú o de México D.F.– y ve una de aquellas películas delirantes, entusiastas, libérrimas, para hacerse cargo de lo que éstas hicieron por la imagen de este país. Es justo que a Almodóvar se le reconozca.

Hay películas que están tocadas por una gracia especial, resultado tanto del talento del autor como de algunos azares felices, entre los cuales seguramente también hay que contar el momento determinado, el estado de ánimo, del público colectivo y del espectador particular. En mi recuerdo es pura gracia Mujeres al borde del ataque de nervios, que vi una tarde de 1988 en el hoy desaparecido cine Arcadia de la calle Tuset. Apenas había público. Era un cine comodísimo. Qué bonita era Madrid en la pantalla y qué viva estaba.

También tocada por una gracia inefable, fruto tanto del talento de la autora como de algunos azares felices –porque cierto charme solo puede ser casual, es imposible programarlo–, es Cléo de 5 a 7, la obra maestra de Agnès Varda, que este año se viene proyectando en las pantallas de distintas filmotecas españolas –también puede verse en alguna plataforma de cine online– como homenaje a la cineasta francesa, fallecida el pasado mes de marzo. Por cierto, que también Varda fue distinguida en su momento con ese León de Oro que ahora le han dado a Almodóvar. Y por cierto, que Cléo de 5 a 7, clásico eterno, que va seduciendo a generación tras generación de minorías selectas, también abanderó un “espíritu del tiempo” particular: el momento de transición del París del surrealismo al de la Nouvelle vague. Se puede decir que esa transición cristaliza en un momento de la película muy concreto: después de que el tarot de una vidente le haya confirmado que está enferma y en grave peligro de muerte, Cléo, una bella, joven y ególatra cantante sin mucho éxito, en un gesto de exasperación, se arranca la peluca. En ese gesto impaciente de arrancarse la peluca Cléo liquida la sumisión femenina tradicional y de paso también el fetichismo surrealista. Luego se muda el vestido blanco por otro negro y se lanza a las calles, a las calles de aquel París tan lírico de entonces, París de Agnès Varda, para escapar de la angustia y matar el tiempo deambulando y encontrándose con algunos amigos hasta la hora de la visita al hospital donde su médico le ha de comentar los resultados de unos análisis que le ha hecho y darle el diagnóstico.

Este es todo el argumento de esa obra maestra tan feliz. La apariencia y actuación de la actriz Corinne Marchand, cuyo esplendor carnal amenazado parece a punto de reventar los vestidos que lleva, contribuyeron al logro de la película tanto como la poderosa inteligencia y sensibilidad de la directora. Por cierto, que esta película sobre la belleza, la conciencia y la muerte le gustó tanto a Madonna que quiso comprarle a Varda el derecho a un remake en el que ella sería la protagonista. Así de atrevidas son algunas, así de sacrílegas. Varda la rechazó. Quita, bicho, tú no.