'Libres y libreras' / EL PASEO

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Letra Clásica

Mujeres, librerías y libertad

La traductora Yolanda Morató rescata en ‘Libres y libreras’ las historias cruzadas de las mujeres que, gracias a la creación de librerías y editoriales, cambiaron su destino

16 febrero, 2022 00:10

Era un 15 de noviembre de 1915 cuando la norteamericana Adrianne Monnier abría por primera vez las puertas de su librería, La maison des Amis des Livres, en el número 7 de la Rue de l’Odeon, a muy pocos metros de donde, en 1919, otra norteamericana, Sylvia Beach fundaría Shakespeare & Co., establecimiento que sigue abierto –el primitivo local de Monnier cerró en 1951–en rue Bûcherie. Monnier y Beach –la segunda siempre dijo que aprendió el oficio de la primera– fueron libreras. Y mucho más. Sus locales, destinos de los escritores de su tiempo, se convirtieron en bastiones de la resistencia –durante la ocupación nazi– y en centros de irradiación de la literatura contemporánea. 

Ambas ejercieron también como editoras: Beach fue quien publicó el Ulises de Joyce, que no hubiera visto la luz si no hubiera sido por la fe absoluta que esta norteamericana afincada en París depositó en el libro; Monnier fue, junto a su amiga, la editora de Le nevire d’argent, una revista que promovía la traducción de autores norteamericanos. En ella aparecieron textos en francés de Hemingway, Williams Carlos Williams, Whitman, T.S. Eliot o Joyce, del que publicaron un fragmento de Finnegans Wake. Monnier estuvo detrás de la traducción del Ulises al francés, proponiendo a Valery Larbaud como traductor, si bien este, tras unos meses de indecisión, decidió rechazar el proyecto. 

Beach y Monnier no fueron las primeras libreras de la capital francesa. Antes que ellas, hubo otras, sobre todo a partir de finales del siglo XVIII, cuando se permitió a las mujeres acceder a los oficios del libro. De muchas de estas mujeres que les precedieron apenas si queda rastro. Sus nombres intentaron recuperarse en el Dictionnaire des femmes libraires en France, 1470-1870, pero las noticias sobre ellas son escasas. Lo que sí se sabe es que la mayoría, antes de libreras, fueron impresoras. Este es el caso de Charlotte Guillard, considerada la primera de Francia. En la rue Saint-Jacques, en el Barrio Latino, dirigió la imprenta Soleil d'O durante más de cincuenta años, llegando a tener 25 empleados y un almacén que albergaba más de 13.000 libros

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“No hay época que no tuviera a sus libreras, incluso durante siglos en los que las ocupaciones de índole intelectual se consideraban reservadas a los hombres”, afirma Yolanda Morató, autora Libres y libreras (El Paseo), una investigación en torno a las libreras de Londres. El ensayo de Morató se centra fundamentalmente en el oficio de las libreras, pero desde que se descubrió la imprenta siempre hubo mujeres dentro del mundo del libro, algo que ya reivindicó a inicios de siglo la asociación de editoras e impresoras que publicó Bookmaking on the Distaff Side, donde se reúnen textos de Gertrude Stein, Jane Grabhorn o Helen Olson, entre otras. 

En el prólogo de este volumen, publicado en 1937, las autoras hacían hincapié en que, mientras en un inicio las mujeres se dedicaban principalmente a la impresión, se fueron implicando en la tarea de “hacer libros” y la edición. El protagonismo femenino está presente en los tres vértices de esta industria cultural, como demuestra el ejemplo de Beach y Monnier, que a veces se solapaban, puesto que las librerías se convertían en improvisadas editoriales en cuyas trastiendas se imprimían los ejemplares.

Sin embargo, la historia de la edición y las librerías se ha escrito en buena medida sin ellas. Está incompleta porque no ha tenido presente que para estas mujeres, que no siempre tuvieron acceso a la educación, los libros fueron una forma de emancipación. Aunque pueda parecer paradójico, fue entre la comunidad religiosa donde esta fuerza emancipatoria del libro comenzó a manifestarse. 

Sylvia Beach y James Joyce

Sylvia Beach y James Joyce

En una vida marcada por el ora et labora, los libros suponían romper con las labores habituales, alejando a las religiosas del huerto, el bordado o el cuidado a enfermos para permitirles sentarse en los escritorios. Este es el caso de la monja Ende, cuya firma “en las ilustraciones del Beato de Tábaro o de Gerona” –recuerda Morató– nos descubre a una de las ilustradoras más notables del siglo X y una de las primeras artistas españolas y europeas de la que se tiene registro histórico. 

¿Fue la religiosa del monasterio de San Salvador de Tábara un caso único? No, pero es el único caso del que se ha conservado un registro que permite rastrear su identidad. Como otras muchas monjas, ejercía de ilustradora y miniaturista. Morató recuerda, al respecto, que hace un par de años encontraron en la dentadura de una monja del Medioevo: “restos de lapislázuli, un preciado pigmento azul procedente de Afganistán”. La propietaria era una religiosa alemana, residente en un convento de Dulheim con trece monjas que fue destruido en el siglo XIV. El hallazgo de lapislázulis lleva a pensar que una parte de la congregación estaba dedicaba a las labores de iluminación de manuscritos. “Aquella mujer” –escribe Morató– era una arte imprescindible de una red comercial que comenzaba en las minas de Afganistán, atravesaba las metrópolis mercantiles del Egipto islámico y la Constantinopla bizantina y llegaba hasta su comunidad, asentada en la Alemania medieval”. 

Convertida una pieza indispensable de este tablero, esta monja salía –metafóricamente– deel convento. Y merger a la esfera pública es lo que hicieron las mujeres que, gracias a sus librerías e imprentas, capitanearon negocios editoriales. Lejos de ser compradoras pasivas –no hay que olvidar que Zola definió los centros comerciales como el “paraíso de las damas”–, rompieron con el rol que les asignaba la sociedad. Y utilizaron los libros como herramientas críticas. Si las mujeres que leen siempre fueron consideradas peligrosas, las mujeres trabajadoras (libreras, impresoras, miniaturistas, ilustradoras) lo eran todavía más. 

Además de allanar el camino de las que vinieron después, supieron ver antes que nadie el potencial transformador de los libros. No debe sorprender, por tanto, que en la Inglaterra del siglo XIX “a aquellos establecimientos que distribuían material anarquista o de ideología alternativa a la imperante fueron denominados con el nombre de radical bookshops”. Las librerías feministas –como más recientemente las LGBTI– fueron vistas con suspicacia y, en ocasiones, fueron motivo de virulentas protestas, como las que sufrieron en 2021las librerías madrileñas Mary Read o Mujeres & Compañía

Alida Klemantaski 

Alida Klemantaski 

En épocas de represión, a las librerías se las obligaba a cerrar sus puertas y retirar de la venta determinados títulos considerados incendiarios o subversivos. En los años de la ocupación nazi de París, Sylvia Beach, que llegó a pasar seis meses en un campo de trabajo, se negó a venderle un ejemplar de Finnegans Wake a un oficial alemán pocos días antes de que este confiscara su librería. 

Por fortuna, no llegaron a tiempo. La librera escondió todos sus libros y los puso a buen recaudo. En España, casos de resistencia hay muchos: ahí están las librería madrileñas Tarántula y Alberti o la catalana El borinot ros, que sufrieron la violencia de la extrema derecha en los años de la Transición. Pintadas, pedradas e intentos de incendio sufrió asimismo la librería Lagun de San Sebastián por parte del franquismo del terrorismo etarra. Resistencia mostró también la librera de The Poetry Bookshop, Alida Klemantaski, olvidada por la fama de su marido, Harold Monro, uno de los principales poetas ingleses de la década de los años veinte y autor de Twentieth Century Poetry, una antología en varios volúmenes con nombres como Robert Graves, Robert Brooke, D. H. Lawrence o Walter de la Mare. Klemantaski, además de revisar y ampliar la antología, le dio una nueva vida en 1933, al promover a autoras como Iris Barry o Charlotte Mew. Para esta librera, la promoción de sus contemporáneas fue tan importante como mantener abiertas las puertas de su librería durante la Primera Guerra Mundial, cuando su marido estuvo destinado al frente. 

libres y libreras mujeres del libro en londresEn la lista merecen figurar también Esther Archer, dueña de The progressive Bookshop, que vendía revistas progresistas y la versión íntegra de El amante de Lady Chatterley o las propietarias de Sisterwrite, una librería feminista abierta en 1978 que se convirtió en un ateneo de los movimientos en favor de los derechos civiles y sociales, en especial de los homosexuales. Mili Hernández, dueña de Berkana, la primera librería LGTBI del mundo hispano, fundó la editorial Egales. La lista es interminable: A. N. Devers, tras recaudar 35.000 euros en una campaña de micromecenazgo, creó “una tienda online y una revista literaria donde las obras escritas por mujeres tienen mayor representación y visibilidad”.

En la lista merecen figurar también

Todas encarnan el compromiso de las mujeres con el mundo libro y la literatura. Apostaron por obras contemporáneas, nuevas y radicales. Promovieron una literatura que incomodaba y escandalizaba. Y reivindicaron la conciencia crítica y la libertad de pensamiento. Las mujeres son actualmente el 80% de los profesionales en el mundo del libro. Muchas de las mejores librerías de España –la Alberti en Madrid, 80 mundos en Alicante, Cronopios en Pontevedra, Noviembre en Benicàssim, Mujeres de Canarias en Tenerife o La insòlita en Barcelona– tienen como directoras a mujeres que, como las que las precedieron, hacen de su condición de libreras una forma de estar en el mundo.