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Llega a España 'Días sin final', del irlandés Sebastian Barry, cuya compleja traducción ha corrido a cargo de una acertada Susana de la Higuera Glynne-Jones

28 febrero, 2018 00:00

Solo hay una cosa que guste más a un irlandés que escuchar una buena historia: contarla. Y bien que se han empleado en ello los compatriotas de Wilde y de Yeats, de Swift y O'Brien. A falta de recursos naturales que la hagan rica, la literatura de Irlanda es de una profusa exuberancia que nace antes de la era cristiana, se afianza en la época posterior a San Patricio y crece con la inyección, letal para la antigua lengua irlandesa, pero en realidad transfusión copiosa e inagotable, del idioma inglés. Hacer un recorrido por esa historia requeriría volúmenes enteros, anales como los que los mismos irlandeses compilaron. Hoy aquí comparece solo uno de los títulos recientes, Días sin final, de Sebastian Barry, que acaba de llegar a las librerías españolas gracias a Alianza de Novelas (una de las colecciones o sellos de Alianza Editorial).

Barry es desde hace un par de semanas Laureado de la Ficción Irlandesa, puesto de reciente creación en el que sucede a Anne Enright. Se trata de una distinción con la que Irlanda honra a uno de sus escritores más destacados y también con la que se honra a sí misma (no en vano fue el presidente irlandés Michael D. Higgins, poeta él mismo, quien anunció el nombramiento, como también hace mes y medio entregó el reconocimiento a toda una vida dedicada a la música al genial Shane MacGowan, alma de The Pogues, en un concierto homenaje por su sesenta cumpleaños en el National Concert Hall dublinés).

Escritor fino y elegante

La crítica acogió formidablemente esta novela, Days Without End, cuando apareció en 2016, y esa aceptación vino refrendada después por el Premio Costa en la categoría de Libro del Año (Barry ya lo había obtenido en 2008 con The Secret Scripture --La Escritura secreta--, 2009). Ambientada a mediados del siglo XIX en Estados Unidos, cuenta las aventuras de dos jóvenes soldados, Thomas McNulty y John Cole, y su relación homosexual, narrada con total naturalidad. Narrada en primera persona por McNulty, desgrana sus peripecias en un relato que es mucho más que un western y que posee a ratos el salvajismo de Sam Peckinpah y la delicadeza de Arthur Penn y su Pequeño gran hombre (los indios distan de ser los malos de la película). Los protagonistas se travisten de bailarinas (con el encanto, me atrevería a decir, de Billy Wilder en Con faldas y a lo loco) y dejando las enaguas por las banderas combaten mucho, primero en las guerras contra los indios, momento en que adoptan a una niña sioux, y luego en la de Secesión, con algunas escenas que recuerdan a John Ford en The Horse Soldiers (Misión de audaces, la traducción de los títulos de las películas del genial cineasta daría para otro artículo).

McNulty es el hijo de un mercader de mantequilla de Sligo, que cambia los pastos de Irlanda por los campos de Misuri, Oregón, California o Tennessee cuando se ve obligado a emigrar por la Gran Hambruna de 1847. Es, pues, irlandés, como Barry, quien al igual que Banville es un escritor muy fino y elegante que cuida al máximo la elección y disposición de sus palabras y que se ha forjado una voz honda que puede adquirir la condición de best seller aunque surja de la literatura más artística. Barry estudió latín en la universidad, además de lengua y literatura inglesas. También publicó tres colecciones de poesía al comienzo de su carrera. No es de extrañar ni una cosa ni otra: la prosa elaborada y sencilla a un tiempo de Días sin final lo acredita.

Traducción compleja

La novela tiene jerga y no pocas expresiones del hibernoirlandés. Traducirla es un tour de force por el uso del lenguaje. También tiene un lacónico impresionismo como de traducción de poesía china o japonesa. Evidentemente es mejor leerla en el original (quien pueda), pero la traducción de Susana de la Higuera Glynne-Jones es plausible y no naufraga en los escollos. Las observaciones del narrador son un cruce de agudeza psicológica y de capacidad metafórica, como cuando apunta que los niños pueden considerarse a sí mimos heroicos y fuertes y ser en realidad solo unas piltrafas, o como cuando evoca que sudaba como el cristal de una ventana en invierno. Todo eso se preserva.

En el original se trasmite la particular ortografía de un ágrafo en un relato oral muy irlandés. También se dan formas incorrectas como We was lying o Dozens of troopers musta drowned. Hay alguna expresión que suena rara en lo labios de un chico como McNulty, pero es que él la reproduce según lo dicho por un mayor del Ejército. No es raro que calque también la sintaxis, y hasta la gramática del irlandés, como cuando recuerda de un soldado que there was pain in him that no man could bear, donde resuena el bhí pian aige ("había dolor en él", sufría un dolor) del gaélico de Irlanda, que en la traducción se convierte en "atravesaba un calvario que no había hombre capaz de soportar". Son matices, sabores, que en la traducción se esfuman, aunque con buen criterio la traductora no ha deformado en correspondencia el español, pues este ya no sonaría popular o irlandés sino forzadamente torpe, que acaso sea lo peor que le puede suceder a una escritura. Para compensarlo, ha optado por mantener la frescura idiomática, eligiendo ella también con acierto sus palabras. Gracias a ella no nos quedamos como los indios pawnees que en la novela ignoran qué les están diciendo.