Portada de 'Un hombre soltero', de Christopher Isherwood  / ACANTILADO

Portada de 'Un hombre soltero', de Christopher Isherwood / ACANTILADO

Letra Clásica

Isherwood, 'le bon pasteur'

Acantilado recupera ‘Un hombre soltero’ y ‘Adiós a Berlín’, probablemente las dos mejores novelas de uno de los grandes escritores expatriados británicos

22 mayo, 2020 00:10

Entre los intelectuales británicos, y especialmente en el caso de los escritores, existe un nutrido linaje que se caracteriza por una maravillosa contradicción: son profundamente ingleses y, al mismo tiempo, aborrecen –para siempre o según temporadas– Inglaterra. La estirpe es generosa en poetas –los románticos Byron, Shelley, Keats, Browning– sin eludir a los prosistas, como ejemplifican los casos de Oscar Wilde o James Joyce, aunque estos dos procedieran de la católica Dublín. Todos, en mayor o menor medida, hicieron suyo (incluso antes de ser enunciado) el consejo de T.S. Eliot, a su manera un expatriado norteamericano en Londres: “La única manera de prolongar una tradición es rompiendo con ella”. 

El divorcio de las propias raíces vitales o culturales, en el fondo, es una suerte de homenaje a los orígenes, sólo que por una vía indirecta. Christopher Isherwood (1904-1986) pertenece a esta especie por partida doble. Primero, porque era inequívocamente inglés –procedía de Cheshire, al Noreste de Gran Bretaña, de donde también era el gato sonriente de Lewis Carroll, que aparece y desaparece a voluntad en las dos fábulas de Alicia– y, segundo, porque terminó nacionalizándose estadounidense, después de pasar sus mejores años en California, a sueldo de la industria de Hollywood, que le permitió vivir de escribir, cosa que no consiguió durante todos los años en los que trabajó para el sector editorial. 

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El escritor británico, durante su juventud

Dada la obstinación de la prensa por establecer taxonomías, Isherwood casi siempre nos es presentado como un símbolo de la cultura gay, un literato queer, cuya homosexualidad vendría a ser el eje desde el que deberíamos analizar sus libros. Se trata de una solemne estupidez, por supuesto, ya que, con independencia de las preferencias sexuales de cada cual, que son biográficas, no necesariamente literarias, un escritor escribe para cualquiera que quiera leerle, aunque lo haga desde una determinada sensibilidad. En el caso de Isherwood, al que se le identifica como un autor marcadamente autobiográfico, no cabe duda de que sus confesiones sexuales, más o menos explícitas, van mucho más lejos de la óptica del militante. “Aunque haya dado mi propio nombre al yo de este relato, los lectores no tienen por qué suponer que sus páginas son puramente autobiográficas, o que sus personajes son difamatorios retratos exactos de personas reales. Christopher Isherwood no es más que práctico muñeco del ventrílocuo”. 

adios a berlin

Son palabras del prólogo de Adiós a Berlín, una de las novelas que la editorial Acantilado está recuperando, junto a Un hombre soltero y El señor Norris cambia de tren, con excelentes traducciones de María Belmonte y Dolores Payás, en un ciclo dedicado a la prosa detallista, lírica y elegante del escritor británico, donde se prolonga la modernidad de Bloomsbury, un fugaz izquierdismo –en general, pasajero– y cierta rebeldía civilizada, sin exabruptos ni perder nunca los estribos, por aquello que proclama el escritor a través de su propio personaje: “Un inglés nunca se ríe cuando se está divirtiendo”. La identidad y sus múltiples máscaras son uno de los temas predilectos de su narrativa, que podríamos considerar pionera y uno de los más brillantes ejemplos de eso que –mucho tiempo después– se denominaría autoficción, aunque en el fondo no sea más que ficción a secas. Esto es: una forma característica de contemplar la realidad, recreándola o construyéndola de nueva planta.

Isherwood escribe sobre un mundo que ya no existe. Su célebre Adios a Berlín, que es un libro de seis relatos encadenados que se presenta como una novela inacabacada por rendición de su autor, evoca la Alemania de Weimar durante las vísperas del nazismo, un espacio sentimental donde el escritor inglés vivió uno de sus periodos apátridas más intensos, lejos del rigorismo de la sociedad anglicana e inmerso en el jardín de flores negras y depravación hedonista de la gran capital prusiana, venida a menos, como un mueble desfondado, tras la Gran Guerra, por la crisis económica, la inflación y la pobreza húmeda que, convertida en odio, destruiría de nuevo Europa a finales de los años treinta. 

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Una postal turística de la avenida  Unter den Linden a la altura del Café Bauer (1900)

El libro retrata Berlín “como una cámara con el obturador abierto, totalmente pasiva, que registra sin pensar”. La imagen que proyecta es caleidoscópica, fragmentaria e inquietante. La violencia del nacionalsocialismo aparece como paisaje de fondo –un horizonte en llamas que no tardará en incendiar todo el cuadro– y, en primer plano, emergen los personajes de una sociedad que cruje –judíos, obreros, burgueses, la clase media arruinada, familias que sienten compasión ante su particular penuria– y donde, ante la evidente falta de prosperidad, palpitan otros instintos primarios, desde los sexuales a los asesinos. Un espacio fascinante para el hijo de una familia de orden –las cartas entre Isherwood y su madre, publicadas por Alpha Decay el pasado año en una edición de Lisa Colletta, revelan que la rebeldía del vástago excluía el socorro económico– que, huyendo del puritanismo, se encuentra de pronto al borde del precipicio de la Historia. 

Christopher Isherwood y W. H. Auden en Victoria Station en 1938 : NATIONAL MEDIA MUSEUM

Christopher Isherwood y W. H. Auden en Victoria Station en 1938 / NATIONAL MEDIA MUSEUM

Isherwood viaja por Europa escapando del monstruo totalitario que, antes de convertirse en un régimen asesino, se manifiesta a través de gestos diminutos, desprecios vulgares y comentarios ofensivos de la gente corriente contra los judíos, camuflados bajo la rutina. Todo esto es lo que el escritor inglés muestra del Berlín de entreguerras en sus tres novelas alemanas: El señor Norris cambia de tren (1935), Adiós a Berlín (1939) y Sally Bowles (1937), el relato que inspiraría la película Cabaret, donde el fascinante espectáculo de la ciudad en decadencia, ese mundo carnal que sería sustituido por la demencial utopía aria, prescinde del recorrido íntimo que el narrador hace en estos relatos. Isherwood tenía 25 años.

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La indagación en sí mismo terminará llevando al autor inglés a Estados Unidos en los años cuarenta, en compañía de W.H. Auden, poeta y amigo desde los felices cursos universitarios de Cambridge, donde Isherwood nunca llegó a licenciarse. En América consumaría su segunda ruptura con la semilla inglesa: el cambio oficial de nacionalidad, acontecido en 1945. Nacía así su nueva identidad de escritor profesional, abierto a otras influencias culturales y espirituales. Instalado en California, abraza la contracultura, el misticismo oriental y escribe guiones para Hollywood. Éste es el Isherwood de Un hombre soltero, una novela breve –ciento sesenta páginas– que condensa de forma sobresaliente los miedos y sensaciones de un individuo que se enfrenta al crepúsculo de su propia existencia en la más absoluta soledad, y cuyo pánico disimula bajo un cinismo hiriente.

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Isherwood, durante su etapa en California.

Más allá del juego con los elementos biográficos, la narración de los últimos días de George Falconer, su alter-ego, un profesor universitario de 58 años de edad, abiertamente homosexual, que descubre la rotundidad de la muerte al perder a su amante en un accidente de tráfico, es un brillantísimo monólogo sobre la extinción en una Norteamérica donde los ideales de los sesenta han desaparecido en favor del consumismo vulgar. El libro es un cuento sobre el orto y ocaso del sueño americano basado en la idea de que la prosperidad no equivale al progreso, sino que produce un embrutecimiento mental cuyo principal indicio es la religión de lo políticamente correcto; “las minorías, desde luego, son personas, pero no ángeles”, comenta el narrador. Ahora el miedo, al contrario de lo que sucedía en los años perdidos de Berlín, ya no consiste en perecer, sino en sobrevivir. “La muerte es lo que nos depara el futuro”, anuncia Falconer antes de que un infarto súbito apague las luces de su cerebro y la oscuridad se imponga a la última confesión del viejo ventrílocuo que, como en el desconcertante haikú de Lepoldo María Panero (Le bon pasteur), descubre que era él mismo quien movía su propio resorte.